Todos los nombres fueron Pilar – Entrevista a Pilar del Río

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO6

Todos los nombres fueron Pilar

Entrevista a Pilar del río

por javier rioyo

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Fotos de José Saramago

Todo comenzó con la lectura de un libro que así se inicia: “Aquí acaba el mar y comienza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla…”. Fue la primera traducción que el escritor José Saramago veía en castellano de un libro suyo. Una de sus novelas inexcusables, El año de la muerte de Ricardo Reis. Enseguida se convirtió en un libro de culto. La fascinación por aquel texto que nos llevaba al mundo lisboeta en los años de la Guerra Civil española, que daba vida a uno de los heterónimos de Pessoa, traspasó fronteras e hizo que muchos quisieran acercarse a la Lisboa real de aquellos personajes de ficción.

Ricardo Reis es un metódico médico, apóstol de un nuevo paganismo, exiliado voluntario en Brasil, nihilista y el más complejo de los personajes de Pessoa. Con ese otro yo, ese epicúreo algo triste, con ese extraño descreído de casi todo al que le gusta contemplar el espectáculo de la vida, con ese que prefería las rosas antes que la patria, las magnolias frente a la virtud y la gloria. Con esos materiales humanos, demasiado humanos, Saramago reinventa una vida cerca de la muerte en Lisboa de alguien que nunca existió más allá de la imaginación del poeta. Una Lisboa de lluvias, hoteles baratos, calles abiertas, sombríos callejones, bares y restaurantes populares por los que el novelista hace vagar al poeta imaginario y a su autor, se produce el encuentro nada casual entre el poeta Pessoa y el expatriado Ricardo Reis. Un mundo pessoano que nos atrapa con la escritura más lírica de la prosa de Saramago.

Un libro que conmovió a los lectores de Pessoa y nos sorprendió a la mayoría que nada sabíamos de la obra del futuro premio Nobel, del único que todavía tiene la lengua portuguesa.

Pilar del Río, treintañera, divertida, andaluza, progre y antifranquista, periodista y lectora, tuvo el deseo de conocer a aquel escritor que ya pasaba de los sesenta y que había sido capaz de conmoverla con esa historia verdadera llena de melancolía y de seres reales e irreales. Aquella mujer delgada, morena, apasionada y expansiva, consiguió una cita en Lisboa para hacer una entrevista al serio, elegante y comprometido novelista que había conquistado a muchos lectores con su historia en la sosegada, misteriosa ciudad llena de estatuas, de lugares que guardan los secretos de vida, la imaginación de un poeta que se trataba de esconder creando personajes que también eran él. Ese día, sin que nada estuviera previsto, cambiaron dos vidas. La vida de Pilar y la vida de José.

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Fue un catorce de junio de 1986 a las cuatro en punto de la tarde. Esa hora, ese día cambió la vida de una española y un portugués, muy distintos, muy complementarios. El novelista se quedó atrapado por esta andaluza llena de fuerza, de vida y de curiosidades abiertas en muchos frentes. La periodista también pensó que algo podría pasar con ese escritor tan serio, con ese hombre elegante y mucho mayor que ella con el que enseguida había encontrado cercanas complicidades. El escritor poco después confesaría que con “la aparición de Pilar, fue un mundo nuevo el que se abrió… Diría que viví todo lo que viví para poder llegar a ella. Pilar me dio aquello que yo ya no esperaba alcanzar en la vida… Con 63 años, cuando ya no se espera nada, encontré lo que me faltaba para pasar a tenerlo todo.”

Una semana después el escritor tenía otra cita con Lorenzo Díaz y conmigo. Yo volvía de Sagres, al sur de Portugal, donde había vuelto a leer El año de la muerte de Ricardo Reis. Me consideraba un pessoano desde que Octavio Paz y Ángel Crespo nos pusieron en la pista del poeta, del pensador del desasosiego, y estaba admirado con la novela de Saramago, con su capacidad de haber trasladado ese mundo un tanto fantasmal de la ciudad del poeta y sus heterónimos. La cita era en un hotel cercano a la Avenida da Liberdade. También, creo recordar, a las cuatro de la tarde de un día del final de junio del 1986. Saramago era un irónico serio, un comunista elegante y un gran escritor. Después de una hora de charla grabada, que se perdió en algún lugar y que nos tradujo Ángeles Caso, le conté algo de mi viaje portugués, del rodaje de una película en coproducción en la que colaboraba en calidad de actor –uno de los peores de nuestro cine– llamada Mientras haya luz. El director era Felipe Vega, la producción de Gerardo Herrero, su primer largo, y del portugués Paulo Branco. Además de Marisa Paredes, estaba en el reparto la actriz portuguesa Teresa Madruga, a la que todos adorábamos por su papel de camarera en La ciudad blanca de Tanner. Nuestro rodaje había terminado y llegué a Lisboa en mi coche con Teresa Madruga y con el también director de películas raras, de series de TV y amigo de la infancia, Pepe Ganga. Ninguno de ellos había leído esa novela de Saramago y les extrañó que eligiera el hotel Bragança, entonces un destartalado hotel cerca del Cais do Sodré, en Rua do Alecrim y con vistas a una calle trasera de reconocida “mala vida”. Les dije que era mi particular homenaje a Ricardo Reis. Teresa conocía muy bien esa zona, allí al lado se rodó gran parte de la película de Tanner, en el British Bar, que todavía conserva ese inquietante reloj con las horas en sentido contrario. Nada que ver con los relojes de la casa de José y Pilar en Lanzarote, que están parados a las cuatro de la tarde: “Es la hora en que Pilar y yo nos dimos cita por primera vez. Pilar es el centro de mi vida desde que la conocí. Fue idea mía parar los relojes de esta casa a las cuatro de la tarde. Eso no significa que el tiempo se haya quedado ahí, sino que es como si el reloj marcara la hora en la que el mundo empezó.” Pedí la misma habitación de Ricardo Reis, la 201.

En recepción me miraron como a uno de esos viajeros excéntricos, me ofrecieron otras mejores, yo me empeñé en que fuera esa. Modesta, algo destartalada, con un viejo armario y una cama para pocas alegrías, pero era esa. La misma desde la que Ricardo Reis podía leer, una especie de cipo funerario, “de piedra rectangular, embutida y clavada en un murete que da hacia la Rua Nova do Carvalho, diciendo en letra de adorno, Clínica de Enfermedades de los Ojos y Quirúrgicas, y más sobriamente, Fundada por A, Mascaró en 1870.” Esa era la habitación, mi mitomanía ya estaba servida, ya me sentía preparado para entrevistar al autor que había recreado esa vida final de un personaje que alguna vez vio la vida de la mano de Fernando Pessoa.

La entrevista transcurrió con la capacidad que tiene Saramago de contar sus verdades, con su pasión literaria unida a un compromiso civil. Hablamos de sus lecturas españolas, del desencuentro entre las culturas ibéricas, del papel de Pessoa en la literatura del siglo XX, del carácter nihilista de Reis, de sus novelas que estaban a punto de ser traducidas al español, Memorial del convento, Alzado del suelo, y nos habló de la que estaba terminando, La balsa de piedra. La entrevista había acabado pero, tomando un café en el bar del hotel, sin grabadora, nos preguntó si conocíamos a Pilar del Río. Claro que la conocíamos, al menos sabíamos quién era y que teníamos amigos comunes. Creo que hablé de Juan Benet, de Jesús Quintero no recuerdo bien. Sí recuerdo que él, con una apenas disimulada sonrisa, dijo: “Es una mujer muy brillante”. Y yo inmediatamente le contesté: “Sí, y muy guapa”. Como ni Lorenzo Díaz ni yo nos dedicamos a la prensa del cotilleo no hicimos averiguaciones para saber nada más. Sí nos dimos cuenta de que aquello era algo más que un halago a la periodista. El escritor portugués, al contrario que su admirado Pessoa, sí se atrevería con el amor. Al cabo de unos meses ya se corría por los mentideros literarios que Saramago y Pilar tenían una relación. Ninguna sorpresa para mí. Aquella anécdota fue algo que siempre me hizo cómplice de Pilar del Río, mucho antes de que fuera Pilar Saramago. Un apellido que tampoco es el de José, que fue producto de un descuido de su padre, que dio por bueno el apellido en el registro de lo que era el mote familiar, se debería llamar José de Sousa, pero el funcionario añadió Saramago, que era el apodo de la familia en Azinhaga. Así se quedó para enfado de su padre y regocijo de José. Un nombre que no existió y que fue el nombre de un escritor para la historia.

Cuando le conté a Saramago que yo había pasado la noche en el hotel Bragança, en la misma habitación que Ricardo Reis, me miró con más atención, como un entomólogo puede mirar a un bicho no catalogado, y me dijo: “¿Has pasado la noche en la habitación donde nunca durmió alguien que nunca existió?” Fue entonces, cuando se creó una suerte de confianza, de complicidad, que me preguntó por Pilar del Río. Muchos años después, con Celia e invitados por Pilar, pasamos un fin de año en su casa de Lanzarote. Como siempre con Pilar las cosas eran fáciles, divertidas, relajadas y con buen vino. Había familiares portugueses y españoles, una cena excelente, copas y las famosas uvas de las doce que tomamos con el reloj de la Puerta del Sol y por televisión. Noté que a José empezaba a sobrarle toda aquella fiesta, las campanadas, las uvas –que no son costumbre en Portugal–, las copas y las voces cruzadas. Alguien dijo que teníamos que preparar otras uvas para tomarlas a la hora canaria. Había que repetir el rito. Todos lo celebramos, más champán, más uvas, más deseos, pero José ya no pudo más. Ni Pilar le convenció razonando que era la hora de donde vivían y, además, la portuguesa. Que las otras horas eran de los godos, de los castellanos. No hubo manera. Educadamente se despidió y nos dijo que quería leer y escribir. Subió a su estudio y nosotros seguimos los ritos de esa segunda oportunidad de pasar otra vez de un año a otro. Tiempo después me encuentro con esta anotación en sus Cuadernos de Lanzarote. “31 de Diciembre. Escribo entre las doce de la noche y las doce de la noche. La Península ya entró en 1995, aquí nos quedan veinte minutos de 1994 para vivir. En Canarias no hacemos las cosas por menos: necesitamos veinticuatro campanadas para pasar de un año a otro. Los amigos que vinieron de Portugal y de España miran desconfiados los relojes, por poco dirían que no saben dónde se encuentran. De uno de ellos, Javier Rioyo, periodista y escritor, sé que durmió hace diez años en el Hotel Bragança de Lisboa, en la cama que fue de Ricardo Reis. El tiempo es una tira elástica que se estira y se encoge. Estar cerca o lejos, allá o acá, solo depende de la voluntad. En la Península ya se apagaron los fuegos artificiales. La noche de Lanzarote es cálida, tranquila. ¿Nadie más en el mundo quiere esta paz?”

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Yo he conocido la paz de Pilar y de José. He sido testigo en Madrid, Lanzarote, Lisboa, Barcelona de lo que es vivir con amor cada día. Lo que ella significó en la vida y en la obra de Saramago. He disfrutado de su compañía, de los acordes, de su complicidad, sus risas y de algunos desacuerdos. Sobre todo políticos. Todavía recuerdo una discusión en el Café Gijón, eran los tiempos de Anguita y su pinza. José defendía al califa comunista de Córdoba. Yo no lo podía entender. Ni siquiera entendía el ser comunista después del muro, ni siquiera antes. Pero Saramago nunca renunció a su militancia. Yo insistía en que su palabra, su papel, su prestigio podía servir más a causas distintas desde la izquierda. Él no se apeaba, yo tampoco, Pilar todo lo armonizaba. No eran nada parecidos, eran sencillamente complementarios. También eran cómplices. Recuerdo una cena en un viejo restaurante del Barrio Chino barcelonés, José había presentado un libro en compañía de su amigo, y camarada por libre, Manuel Vázquez Montalbán. José estaba eufórico, alegre como siempre que le rodeaban mujeres. Estaba sentado entre dos muy simpáticas, creo que una era traductora de sus libros al alemán, y Pilar, Vázquez Montalbán y yo estábamos enfrente. Al ibérico Saramago se le iban las manos por debajo de la mesa. No escondía sus gestos, casi todos nos dábamos cuenta. Pilar la primera y más relajada. Manolo Vázquez Montalbán, con su timidez y prudencia, lo que no le eximía de ningún pecado, me señalaba la escena: “Mira, mira la mano de Saramago, creo que Pilar se va a dar cuenta.” Yo le tranquilizaba asegurando que Pilar ya había visto la mano de José y que no le daba mayor importancia. Sabía que ella era su verdadero pilar. Que su complicidad, su amor era más que la de una esposa, amante, compañera, amiga. Contó literariamente la historia de ese flechazo en La balsa de piedra. Siempre mantuvo que su relación era otra cosa, más allá de esas categorías. Así lo he visto con envidia y durante décadas.

El tiempo ha pasado, José murió. Y lo hizo, como casi todo lo importante en su vida, al lado de Pilar, consciente y contestando a su mujer que ya presentía el final: “Sí, te oigo.” Fueron sus últimas palabras. No fueron palabras épicas, no les hacían falta. Eran dos seres humanos que se habían levantado del suelo, superado insidias, envidias e incomprensiones. También habían sabido sobrevivir al éxito, al reconocimiento, a las ventas, al Premio Nobel. Dos complementarios que supieron vivir felices en su voluntario destierro de Iberia, de la Península. Años felices en Lanzarote, en compañía de sus perros Pepe, Greta y Camoes, entre amigos, familia o en su soledad bien acompañada de una vida llena de proyectos, de libros, traducciones.

Pilar no es una mujer nostálgica, no vive en el pasado, no ha perdido su energía ni su capacidad para hacer que José siga vivo en sus libros, en sus obras de teatro, sus memorias y sus poemas. Vivo sigue en las casas que compartieron. En la quevedesca del centro de Madrid. En la de Lanzarote, llena de sus recuerdos de vida, de trabajo, con su biblioteca, un lugar imprescindible para los que quieran acercarse a un espacio íntimo que se abre a todos, si bien hay que conocer los caminos que llevan a Tías, puesto que cerca y sin señalizar se encuentra la casa-museo. Como muy vivo está en su casa de Lisboa. Un pequeño chalet en un barrio de ensanche de los tiempos del Estado Novo. Pilar divide su vida entre ellas. Tres casas, tres ciudades a las que hay que sumar sus escapadas a Sevilla, a Brasil, México, Nueva York, Hispano América y cualquier lugar de Europa donde se la reclama cuando se recuerda, se traduce o se homenajea a Saramago. Ella no va de viuda, mantiene el recuerdo de su vida, de su obra, de su ser un ciudadano comprometido. Mantiene la memoria de Saramago y de José. El que pase por Lisboa debe hacer un alto en la Fundación Saramago de la Casa dos Bicos, un edificio de vieja nobleza, recuperado y abierto a toda clase de actividades culturales, de debate, de un pensamiento crítico y comprometido. Cada dos años hay un premio de narrativa con el nombre de Saramago y se edita una revista cultural digital, Blimunda. Cuando uno piensa en la actividad que despliega Pilar hay que conocerla para entender que verdaderamente José se encontró la mejor compañera para la vida, para mantener con ardor la obra y el pensamiento del premio Nobel. Es fuerte y delgada, vegetariana que no desprecia un buen vino, mantiene su independencia, sus amigos y no huye de lo necesario de la vida social y cultural portuguesa o española. Mantiene amigos desde sus primeros años de periodista e incorpora a los amigos portugueses de José, amigos que ya son suyos. Se la puede ver cenando muchas noches con Eduardo Lourenço, el más europeísta de los pensadores portugueses, con los jóvenes escritores, políticos, editores, músicos o cineastas. Pilar es un paisaje de la vida lisboeta. Prefiere hablar español a ese idioma que conoce muy bien pero que no quiere dañar, por respeto a Camões.

Confieso que he bebido, reído y disfrutado con Pilar muchas veces en esta ciudad a la que llegamos hace tres décadas para conocer a un autor. Ella, después de muchos viajes del escritor a Andalucía, de muchas idas y venidas, se instaló en esta ciudad que hace algún tiempo también es la mía. Ya no es la ciudad de Ricardo Reis, ni la de Pessoa –aunque yo viva al lado de una de sus casas, de su fundación–, pero sí es una ciudad donde te puedes encontrar a sus fantasmas. Quizá sorprendidos observando quiénes son ahora los habitantes del Chiado, los turistas tomando los viejos tranvías, la Alfama resistiéndose a convertirse en un parque temático, la Baixa en remodelación y decadencia, el río lleno de corredores y terrazas, los miradores con pleno de turistas haciendo la misma foto. Todo lo resiste esta ciudad que una vez conoció la muerte de Ricardo Reis que nunca existió.

Lejos de los turistas, en la casa de Pilar, comenzamos una charla que pretendí ordenada. Incluso que pensé en grabar. Ni una cosa, ni otra. Lo primero por nuestro propio desorden de vidas y complicidades que se cruzan. Lo segundo por mi lucha con las máquinas, sobre todo con las muy inteligentes de ahora. En cualquier caso, intentaré poner en orden, y en su propia voz, algunas cosas que ese domingo hablamos. Conversación que pronto se interrumpió para comer con amigos en un restaurante popular y barato del barrio. Había quedado con sus amigos José António Pinto Ribeiro, exministro de cultura portugués e inquieto abogado, letraherido y atento a todo. Con su mujer, Anabela Mota Ribeiro, una de las periodistas con mayor proyección en la vida cultural portuguesa. Se unieron Manuel Valente, director de la editorial Porto, la que ahora publica las obras de Saramago. Y con su mujer, Maria do Rosário Pedreira, responsable de la histórica editorial Dom Quixote. Se habló del mundo editorial, de sus problemas y de la esperanza por una nueva generación capaz de encontrar su sitio más allá de la sombra de Saramago Y de la mala sombra, por lo peculiar del personaje que no se corresponde con su escritura, de Lobo Antunes. Después se recordó la llegada del primer Nobel portugués de literatura para Saramago. Y, como tantas veces, de las reacciones de la sociedad más conservadora ante la aparición del polémico El evangelio según Jesucristo. Las reacciones de una casta que condenaba al escritor sin haberlo leído. Les molestaba que se declarara comunista, tan iberista como internacionalista, y siempre un buscador de la libertad en el arte, la escritura y en la sociedad. Les molestaba que humanizara los evangelios, que los acercara a otra verdad no secuestrada por le fe y los convencionalismos.

“José nunca fue convencional. Siempre huyó de lugares comunes. De capillas, incluso de las suyas. No dejó de ser comunista, pero siempre crítico, siempre apostando por la libertad, que no la entiende sin la justicia. En eso coincidía con muchos amigos notables por su escritura que no les hizo perder su perspectiva, el recuerdo de lo que fueron aunque ahora vivieran rodeados de comodidades. José coincidía con García Márquez, con Manolo Vázquez Montalbán o con Jorge Amado. Con ellos, con muchos más, compartió complicidades de vida, de política, de análisis de la realidad”

Sigo hablando con Pilar en su casa de lo españolizado que estuvo José. “Su interés por España ya estaba cuando yo llegué a su vida. Yo no le españolizo, él era ya un iberista. Recuerda el papel que la Guerra Civil tiene en En el año de la muerte... El homenaje a Miguel Hernández tan explícito en Levantado del suelo. Él ya era muy buen lector de la literatura española, Cervantes, Clarín, Unamuno, Valle, Torrente, Plá, Cunqueiro. Cuando yo trasladé mi biblioteca a nuestra casa resultó que tuvimos muchos libros repetidos. Desde siempre leía en español. También fue un raro afrancesado que no estuvo ajeno a la cultura anglosajona. Pero sus mayores cercanías culturales fueron el español, de los dos lados, y lo italiano de Pavese, Italo Calvino o de su amigo tan lisboeta, Tabucchi, sin olvidar su admiración por Kafka. Lo que sí ya es producto de mi influencia es su residencia en Lanzarote. Una isla que le fascinó desde el primer viaje y enseguida decidimos hacer allí nuestra vida. Eso, aunque esté lejos de la península, aunque viviéramos con nosotros mismos a pesar de las muchas visitas que recibimos. Pero antes, a partir de los años ochenta, apunta en sus libretas las películas que veía, muchas americanas, pero también españolas como las de Camus, Berlanga, Bardem, Buñuel.

Y su curiosidad le hace estar también atento a los nuevos, a Eduardo Mendoza, Javier Marías, Almudena Grandes, Rosa Montero, Landero, Vila Matas o Marsé, a quién admiró mucho. Y, por supuesto, al mundo americano en español, más allá de Borges o de Sábato, del que fue buen amigo, conoce a los del boom y a sus epígonos. Él no fue un iberista en el sentido decimonónico, pero sí consideraba que deberíamos unirnos en el transiberismo. Superar el iberismo con lo que nos une a América, África. Le interesaba el concepto del sur. El sur entendido como lo que está del Río Grande hasta la Patagonia. Ese sur que une a tantos millones de personas que proceden del mestizaje con las culturas ibéricas, tan parecidas y tan diferentes.”

Pilar sigue recordando su elegancia natural, su ser casi un british nacido en un pequeño pueblo, Azinhaga, del Ribatejo. Aunque creció en Lisboa, nunca dejó de pasar los veranos y mucho tiempo en aquel pueblo de sus abuelos. “Nunca olvidó su procedencia, nunca olvidó cuáles eran sus orígenes. Todo eso lo hizo literatura, su entorno familiar, la casa con suelo de barro, la cama de los abuelos que se compartía con los animales para darles calor, la ausencia de libros, de todo eso nace parte de su literatura y su mirada al mundo. Voluntariamente eligió no olvidarse nunca de dónde vino. A él siempre le gustaba repetir que de alguna manera seguía de la mano del niño que fue. No olvidarse del frío, del hambre, de las necesidades. Siempre fue también aquel niño que vivió en una casa con una puerta y una sola ventana al exterior. Todavía hay en Azhinaga muchos recuerdos de José.”

El Evangelio y otros disparates

Saramago es desde hace algunos años el autor portugués más leído y traducido de la lengua portuguesa. Recibe numerosos premios, viaja por medio mundo, siempre acompañado por Pilar. Su voz, siempre crítica, se escucha en foros que no sólo son los literarios. Se ha convertido en un personaje, con un discurso no complaciente para muchos de sus compatriotas más conservadores. Y nada querido para el gobierno presidido por Aníbal Cavaco Silva.

“Una de las mayores alegrías últimas que este país me ha dado –sostiene Pilar– ha sido ver terminar la presidencia de Cavaco. Y la llegada al gobierno de una izquierda que es capaz de pactar, de ponerse de acuerdo. Un ejemplo en el que nos podríamos mirar los españoles. Pero Cavaco no se fue sin dar otra patada a la memoria de José, nadie sabe por qué condecoró a António Sousa de Lara, un político que como gran mérito tiene el haber sido el responsable directo del veto a El evangelio según Jesucristo. Se equivocaron, no sólo no consiguieron que el libro desapareciera sino que por las censuras el libro tuvo un impacto mayor que ningún otro suyo. José, tan profundamente portugués aunque de espíritu cosmopolita, no aceptó el veto para que El evangelio… compitiera por el Premio Literario Europeo representando a su país. El tal Sousa, subsecretario de Estado de Cultura entonces, dijo que el El evangelio… y el propio escritor, no representaban a Portugal ni a los portugueses. Se le acusó de atacar los principios del patrimonio religioso de los portugueses, por tanto de atacar sus esencias. También se le acusó de ser comunista y de que el libro estaba mal escrito. ¿Los políticos perseguidores convertidos en críticos literarios? Saramago les llamó inquisidores, de volver a comportamientos anteriores al 25 de Abril. Lo vivió como una pesadilla, como si no fuera posible, como si no le estuviera ocurriendo a él. Fue triste, indigno y le causó estupefacción. Unos meses después, decidimos dejar Portugal, instalarnos en el municipio de Tías, cerca de una hermana mía. Y en un lugar que José siempre admiró. Aquello nos pareció el paraíso. Allí, decía José, estaba el mejor ejemplo del primer día del mundo y de cómo puede ser su final. Esa tierra volcánica que nos da una imagen de una belleza terminal. Recuerdo que nos visitó Susan Sontag y, cuando paseamos por aquellos paisajes, la escritora americana dijo que allí hubiera situado su novela volcánica que sitúa en el Etna.

Fuimos muy felices en Lanzarote, con algo de desterrados voluntarios, en un lugar exótico de Iberia, en una tierra a la vez feroz y amable. Allí está la casa abierta, la Fundación, su biblioteca, sus recuerdos. Está abierta y mantenida por mí, sin ayudas públicas y sin siquiera señalización, aunque el peregrinaje de lectores curiosos que, como nosotros, quieren acercarse más al universo del autor es cada vez mayor. A algunos poderosos, a los que mueven los negocios del turismo, del capital y a algún político canario, ahora en caída libre y fuera, les molestaba la defensa de la isla que hacía siempre José, una defensa que tenía que ver con el espíritu de lo que en otro tiempo había comenzado César Manrique. Es decir, que nosotros fuimos extranjeros de nosotros mismos, doblemente desterrados por los gobiernos, por los políticos a los que molesta la voz crítica.” 

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Recuerdo una vez en Lisboa, paseando con Pilar y José por el Chiado, por el Barrio Alto, cuando estaban recién construidas las torres de As Amoreiras, un centro de tiendas modernas, con cines, restaurantes de comida rápida y todo lo habitual en esos complejos, que José ya se quejaba de la sistemática destrucción del espíritu de la ciudad, con un intento de uniformar, europeizando y americanizando Lisboa.

“No era un retrógrado. No quería que la ciudad permaneciera en su hermosa decadencia, pero sí era un defensor de las esencias, del espíritu de Lisboa, de esa uniformidad de una ciudad que todo lo vende para el negocio turístico. Las ciudades y los ciudadanos tienen que ser respetuosos. Ahora se está vendiendo todo al mejor postor y creo que ese no es el camino, ni la mejor solución.

José fue una voz molesta hasta el final de sus días. Después del premio Nobel su voz, sus opiniones tuvieron más altavoz y a muchos les molestaba con su manera de decir las cosas, con su auto destierro. Me llama la atención que, casi seis años después de su muerte, no hay político que le cite oficialmente. No aparece en ningún discurso político, como si su manera de decir las cosas todavía pudiera causar heridas. No lo cita ni el presidente Marcelo Rebelo de Sousa, que fue su amigo a pesar de las diferencias políticas, ni ningún político de relevancia. Espero que ahora cambien las cosas, que Saramago deje de ser políticamente incorrecto. Han asimilado a Pessoa, a Helder, a Sofia de Mello Breyner, pero no a José Saramago. Quiero decir que no se le cita en ningún discurso institucional. Hay una parte de la sociedad portuguesa que, aunque no lo hayan leído, lo rechazan, le critican y le niegan.”

¿Era José un producto de los portugueses del 25 de Abril, de aquel espíritu de lo que pudo ser y no fue? “No, al menos no exactamente, él ya estaba muy formado en los tiempos de la Revolución, aunque abrazó su causa, también discutía mucho con algunos de sus políticos más conocidos. Curiosamente, discutía menos con Soares o Sampaio que con su camarada de partido, Álvaro Cunhal. Siempre mantuvo una excelente relación con algunos de los artífices del 25 de Abril, especialmente con Vasco Gonçalves, de quien tenemos en la Fundación de Lisboa su biblioteca particular. Siempre consideró el espíritu del 25 de Abril como un momento de gloria que después se va traicionando, también por los partidos de izquierda. Por todo aquello escribió Levantado del suelo, porque fueron días levantados y principales de la mejor historia portuguesa, aunque terminaran convirtiéndose en otra cosa. Como siempre, los pobres volvieron a su pobreza y los ricos a sus riquezas. Con los políticos españoles estuvo más cerca de entenderse con Suárez que con Felipe González. Por su puesto se llevaba bien con Anguita, aunque discreparan en muchas cosas.

“Sintió mucho la enfermedad de García Márquez. Eran muy cercanos. Lo visitó hasta el final. Incluso cuando ya Gabo advertía que quizá al cabo de un rato ya no lo reconocería más y su conversación se fuera por los Cerros de Úbeda.”

Juntos hicieron una pareja insólitamente feliz. Les separaban muchos años, eran de culturas diferentes pero se empeñaron en llevar la contraria a eso de España ni buen viento, ni buen casamiento.

“Yo creo que esas diferencias y otras muchas nos unieron aún más. Él era reflexivo y sabio, autodidacta. Y yo soy la irreflexión y la espontaneidad, aunque pasada por la facultad. Yo aprendí a cortarme, a escuchar y reflexionar. Pero ya sabes que los buenos propósitos se olvidan al día siguiente. Por mi culpa, o gracias a mí, él también se hizo más espontáneo. Digamos que tuvimos un aprendizaje mutuo. Y José fue lúcido, vigoroso y atento hasta el final de sus días. Era un hombre de un dandismo natural, de una elegancia que podría ser genética. En realidad él no sabe bien de quién desciende, su abuelo fue dejado en un torno, era “hijo del pecado”. Yo le decía que era posible que descendiera de algún británico que paseara o hiciera negocios por el Ribatejo.

Ya sabes que no hay nadie que se llame Saramago. Eso de tener de apellido un mote familiar siempre le hacía gracia. Cada día le echo de menos, cada día estoy con él y sé que tengo mucho trabajo por delante para conservar como se merece su memoria, sus palabras y sus pensamientos. Al final, cuando llegó la degradación, cuando vivía atado a las drogas, a los paliativos, me decía: “Ni me curo, ni me muero de una puta vez!” “Me pidió que sus cenizas estuvieran en el jardín de Lanzarote. Pero le convencía para que estuvieran cerca de mí. Y así es, están frente a mi ventana de la Fundación de Lisboa, frente a la casa de los Bicos, bajo un olivo.

Tuvo un humor a prueba de desgracias. No le importaba hablar de la muerte porque consideraba haber tenido una vida que mereció la pena. Se reía por ejemplo con esa noticia de que un seguidor del Betis llevaba las cenizas de su padre, también forofo bético, a los partidos en un tetrabrik. Eso le divertía e impresionaba. Como la historia de uno que quiso que le enterraran en El Corte Inglés porque era el único sitio donde había sido feliz. Nos hemos reído mucho. Tenía un gran sentido del humor en su vida y en su obra, por más que lo quisiera esconder con su aspecto a veces serio, casi grave. Era capaz de convertir todo en ironía, hasta la muerte. Y no se perdía el programa de Wyoming, se llevaban muy bien. Aunque lo que más le encantaba era aquella chica china de Utrera, siempre le gustaron las mujeres, a mí no me importaba, yo estaba segura de su amor.”

–Tú, además de esposa, amante, secretaria, cómplice, también fuiste su traductora a partir de Ensayo sobre la ceguera.

“Eso fue producto de un accidente. Basilio Losada, su traductor más constante, se puso enfermo. Había que entregar la traducción de Ensayo sobre la ceguera, y yo me puse a trabajar en ese libro, siempre con su ayuda. Y así seguí con los demás. A Basilio le dio tiempo de terminar su libro sobre José, tenía problemas en la vista y, cuando se recuperó, ya estaba yo avanzada en la traducción. Y ya sabes el refrán: “el que se fue a Sevilla, perdió su silla”. Pero todo fue amistoso y bien comprendido. Mi verdadera colaboración con la obra de José, además de las traducciones, se limita a dos observaciones: en La caverna, donde hice que cambiara la palabra “billete” por la de “entrada”; y en Todos los nombres le avisé de que el teléfono funciona sin electricidad, que si no había luz no se podía usar una máquina de escribir eléctrica. Ya ves que han sido dos intervenciones “fundamentales” en su obra”. Pilar también sabe mantener ese humor serio, irónico y punzante que tantas veces usaba Saramago en la vida y en la obra.

Pilar no para. Siempre tiene las puertas abiertas de sus casas para los amigos, eso lo saben bien Bertolucci o Almodóvar, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, Eduardo Galeano o Sebastião Salgado, por citar alguno de los que pasaron por su vida en Lanzarote. Ahora, como si no le bastara con llevar dos fundaciones y el legado de José, también sigue traduciendo a alguno de los novelistas jóvenes premiados con el Saramago de narrativa. Se ocupa de la revista de la Fundación, Blimunda, que tomó el nombre de uno de los mejores personajes de la narrativa de José, de Memorial del convento. Coordina las intervenciones, aunque tiene un equipo fiable, cercano, que da la impresión de ser más un grupo de amigos que colaboradores en la Fundación de Lisboa. Además, tiene un especial empeño en hacer la Declaración Universal de los Deberes Humanos. Lo hará, lo defenderá aquí o en la ONU, en el cielo o en el infierno. De eso no tengo la menor duda. Pilar del Río, la mayor de quince hermanos, que estuvo cerca de ser monja y que es, como Santa Teresa, una trotaconventos. Sus pasiones son las librerías, los congresos, los foros de discusión, las radios o las televisiones. Nunca usará el nombre de José en vano. Nunca dejará mientras ella viva que se extinga la voz del escritor que se despidió con unas palabras sobrias: “Sí, te oigo.” Así le gustaba vivir a Saramago, escuchando a Pilar y haciendo escucharse por ella.

En Lanzarote, con la ayuda de su hijo Juanjo, el hijo que Pilar tenía antes de conocer a José. No tuvieron hijos, aunque José lo hubiera deseado, pero ha sabido mantener la familia, la memoria y el espíritu de José en el lugar que se mereció ese singular ibérico que hizo más grande el idioma de Camões. El de Pessoa. El mismo que ya siempre también será recordado como el idioma de Saramago. El mismo idioma en que escribió un libro que leyó una joven andaluza, el libro que cambió sus vidas. Ahora, desde un ventanal de Lisboa, Pilar mira cada día un olivo centenario. Debajo están las cenizas de José, polvo serán, más polvo enamorado. Hay al lado del olivo una frase final de Memorial del convento : “No subió a las estrellas porque a la tierra pertenecía”.