Javier doce
Maleza del cambio
Notas de un diario (2011-2014)Gijón. Mientras salimos de casa, mi hija me cuenta su último sueño, del que se acuerda con detalle porque la he despertado en pleno metraje. Había una casa nueva, dice, pero en aquel espacio recién estrenado su habitación seguía siendo la misma, aunque «sin los posters». Era igual, sí, pero también más neutra, más oscura. De pronto se encontró en un ascensor con dos chiquillas. Mientras subían se dio cuenta de que se llamaban como ella; en realidad –me aclara– «eran yo, pero cuando era pequeña, cuando tenía siete y tres años, como en las fotos».
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Tarde oscura, de nubes sombreadas por el vientre, plata y blanco entremezclados junto a lentas fisuras que lo mismo traen agua que luz. Paseo por el Muro mientras el viento riza las aguas plomizas, como de mina de lápiz, y demoro el regreso a casa pese a la amenaza de lluvia. En realidad, la lluvia está como flotando en el aire, pero tal vez sólo sea el salpicar de las olas o el temblar de los charcos que se forman sin sentir bajo la barandilla. No quiero volver tan pronto. Tampoco quiero pararme aquí, entre gentes que no conozco y que esta tarde, por alguna razón, no siento inofensivas. Como todo se mueve, yo también quiero moverme. Estar de paso a cada instante. Caminar, dejando que todo camine en otra dirección mientras miro. Es como si cada cosa huyera de la vecina, o jugara a evitarla unos instantes bajo la dirección incontenible del viento. Y entonces caigo en la cuenta: estamos como niños que esperan oír de un momento a otro la voz de su maestro, que juegan con ímpetu creciente y hasta con rabia porque saben que el recreo no puede durar mucho más. Poco importa si termina lloviendo. O si toda la ligereza de mis pasos no logra corregir, por más que lo pretenda, el espesor inquieto de la sangre, como si llevara una dosis concluyente de este mar aquí dentro.
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Me cuenta un amigo que ayer al mediodía –así puede ser una jornada de mediados de septiembre en un valle asturiano– el cielo se aborrascó hasta el extremo de provocar el encendido automático de los faros del coche… Algo como un eclipse de nubes que borró la luz del sol casi por completo y que no remitió hasta media tarde. No recordaba que los coches estuvieran equipados con este tipo de sensores, aunque parece lógico. Algo como los filamentos que la sangre enciende por instinto para iluminar los días oscuros, llenos de malos presentimientos. Y también en este caso hay que hacer como el conductor del coche: mirar con terquedad hacia adelante, no entretenerse sino lo indispensable, concentrarse en el acto mismo de conducir hasta que poco a poco se sale del túnel y se comienza a respirar más anchamente. A la salvación por la rutina. O del remolque salvador de los automatismos. No es mucho consuelo, tal vez, pero no se me ocurre nada mejor cuando los días se estrechan y se vuelven irrespirables, como este comienzo de semana en el que ciertos asuntos –domésticos, laborales– que debieron resolverse hace tiempo comienzan a emponzoñar el aire. Supongo que mi vieja manía de enterrar la cabeza en la arena, esperando que la tormenta amaine o siga su curso, sigue siendo tan improductiva y malsana como siempre. Con lo que me temo, además, que estoy gastando los filamentos de la sangre con oscuridades de mi propia hechura. Imposible quejarse, pues. A lo más que puedo aspirar es al semblante de dolorida sorpresa de mi amigo al contarme el eclipse de ayer. No me lo puedo creer, venía a decirme. Yo tampoco; me he visto en este hoyo tantas veces que mi insistencia en visitarlo me parece francamente digna de asombro.
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Madrid. La niña de los vecinos sufre algo parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación, la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa, la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil: zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja, pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas. Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del amanecer.
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Un amigo al que de vez en cuando, por razones profesionales, invitan a cenas de mucho relumbrón, me cuenta una anécdota que vivió en primera persona uno de sus compañeros de mesa, alto directivo de una eléctrica: en el curso de una cena de Nochevieja a la que había invitado a una docena de colegas y empresarios, el presidente del primer banco español sacó una vieja botella de Château Lafite y, sin decir palabra, procedió a llenar las copas de sólo tres de sus invitados, además de la suya propia. Luego, con gesto ostentoso, devolvió la botella al mayordomo y siguió cenando como si nada hubiera pasado. La anécdota, si es cierta, no sólo verifica o confirma el lema de que «todavía hay clases», incluso a la mesa de un banquero. También nos permite vislumbrar a qué temperatura se vive la vida, esa sutil casuística de humillaciones y privilegios, en las cercanías de ciertos grandes hombres.
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Madrid ha cobrado estos días cierto aire cantábrico. Ver la lluvia caer copiosamente tras las ventanas me ha hecho revivir esas tardes infinitas de sábado y domingo en que el agua arruinaba planes y encuentros callejeros y uno combatía el calor malsano de los radiadores apoyando la frente en el cristal helado, mirando a lo lejos el brillo borroso de las luces de cruce de los coches, el destello naranja de farolas prematuramente iluminadas. El cielo cubierto de nubes como una carpa de circo invertida donde el ojo hacía de trapecista, colgándose de las cuerdas del agua hasta posarse con cuidado –con reverencia casi– entre las cosas: el asfalto mojado, los coches sucios de hojas y ramas caídas, la fecundidad del parque donde las gotas repicaban hasta abrir surcos y charcos efímeros en los caminos de tierra. Y al fondo, los días de partido, el clamor casi sísmico con que la multitud celebraba en el estadio las jugadas peligrosas, los goles domésticos. El ojo adquirió destreza en este colgarse de la lluvia, este paseo controlado por unas alturas de las que, en realidad, nunca he logrado apearme del todo. Estar en las nubes es lo que tiene. Hasta el punto de, que ahora, casi cuarenta años después, me veo de nuevo practicando el mismo arte, estudiando los infinitos planos de la ciudad –sus sombras, sus claroscuros– como desde una tirolina.
Ver caer la lluvia tiene un efecto hipnótico, la capacidad de frenar el tiempo a la vez que lo acelera bruscamente, como una rueda que de tanto girar parece inmóvil. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado. Así es, en efecto: en Gijón, en Sheffield, ahora mismo… La tarde como el cielo menudo de un circo donde la infancia recrea o ejercita sus viejos vicios, sus intentos de fuga. Y todo para decir: gris en lo gris, me admira tu vaivén, melancolía.
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El último número de la revista Agenda se abre con un largo ensayo de Derek Walcott sobre Heaney: un tributo del poeta caribeño a su amigo que acaba de morir. En cierto momento, al hablar del tono y la presencia visual de los poemas en la página, Walcott menciona «la tensa bobina de sus versos, en la que las palabras se arraciman como bayas silvestres que vamos comiendo una a una…». Es justamente el tipo de expresión que solo está al alcance del poeta doblado en crítico, una imagen que capta –que define y explica– con claridad la sensación que da la lectura de ciertos poemas, y en especial los de Heaney: ese estar saboreando palabras que de tan juntas, tan apretadas, han cobrado un sabor de familia que no impide, con todo, percibirlas por separado a medida que las ingerimos o tomamos conciencia de ellas.
Y sin embargo, la definición –la explicación– no agota nada, no es un alfiler de entomólogo ni una jaula cegada por focos que permite escudriñar más de cerca los poemas. Funciona más bien por transferencia, gracias a las virtudes de una analogía con el mundo natural que es congruente con el espíritu de la obra a la que remite (esos racimos de «bayas» que parecen tomados de cualquier página de Muerte de un naturalista) y preserva su frescura, su viveza. De hecho, la analogía va más allá y nos lleva al reino del instinto y la necesidad: esas bayas se comen. Y añade: se comen una a una, lo que viene a decir que la necesidad se estetiza y se convierte en un placer consciente, elaborado, un disfrute que prevé su propio final y lo retrasa sutilmente. La poesía como «relación carnal con las palabras», como experiencia erótica, es subsumida por la idea de ingesta, de incorporación del fruto al cuerpo y de ahí a la sangre del lector; en suma, de transustanciación. La poesía se come, nos dice Walcott, es algo físico que provoca una respuesta igualmente física. Y su imagen, brevísima, no es tanto una jaula descriptiva cuanto un marco que resalta y da vida; como esas imágenes o recortes del cielo que son más azules, más densos, que el propio cielo.
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La explanada, con forma de T, es breve y prolonga un pequeño parque que quiere ser francés pero se queda en una mala imitación arruinada por la incuria o la falta de gusto de los urbanistas: una extensión de arena mustia con un par de estatuas vulgares, una fuente historiada pero sin agua, setos con forma de cipreses enanos… Sólo unas hileras de castaños de indias, a punto de florecer, le dan algo de luz al espacio, lo hacen más habitable.
En un extremo de la T, restos de la lluvia de hace días: grava suelta, ramitas, trozos de ladrillo y erizos de castañas, hojas sucias y migas de caucho de los coches que aprovechan el abombamiento del trazado para aparcar o darse la vuelta. Es una constelación oscura o invertida sobre el cielo negro del asfalto, la huella de un estallido que tuvo lugar en secreto, cuando nadie miraba, y que ahora exhibe sus grumos, su terca materialidad, con la rara simetría de lo que nació por capricho, disgregado por el agua: todo gira y queda flotando para siempre en este negativo de la carta celeste, este mínimo delta de formas dispersas que nos permite, una vez más, recordar cómo es el mundo cuando no estamos en él.
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Se recuestan en los bancos de madera despintada y dejan que el sol de marzo les acoja lentamente: el punzón vivo del aire, la cabeza en ningún sitio, los rostros como agua clara donde no se toca fondo. Van quedando atrás la noche, los ventisqueros del cuerpo, esos erizos de frío que hibernaron en la sangre. Cada minuto que pasa estoy más cerca del día. Pesa el tacto de las llaves, su dibujo memorioso. Me voy a esperar un rato.
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Leyendo un viejo ensayo de George Steiner, caigo sobre un verso del escritor isabelino Thomas Nashe: «Brightness falls from the air ». El verso –sin duda el más citado de su autor– despierta un eco inmediato en español: «Siempre la claridad viene del cielo». Un eco que es una inversión, pues el poema de Nashe («In Time of Pestilence») es un canto fúnebre por las víctimas de la peste, una elegía a los jóvenes que han muerto antes de tiempo a causa de la plaga: la claridad, en su poema, no «viene» del cielo, sino que «cae», «desaparece» o se «desprende» de él, dejando una sombra donde antes había luz.
Sin embargo, el eco persiste. Siendo como es un verso célebre –Eliot y Joyce le dedicaron largos comentarios, y hasta dio título en 1985 a una conocida novela de ciencia-ficción de Alice B. Sheldon–, ¿es posible que Claudio Rodríguez lo leyera de muchacho en alguna vieja antología de poesía inglesa? ¿Que lo leyera y, tal vez, equivocara su sentido, usándolo como resorte para llegar a su propia formulación?
En todo caso, sería un misreading que viene de lejos, un malentendido irónico, pues casi todos los expertos coinciden en que el verso de Nashe es fruto de una errata y que su autor se refería más bien al «hair », el «cabello» de esos jóvenes dorados que se mueren literalmente ante sus ojos. La errata convierte una simple descripción física en una imagen memorable de la ruina del mundo, de su caída en desgracia. Una imagen que ha pervivido a lo largo de los siglos y que reaparece, extrañamente –por azar o a sabiendas–, en el verso inicial de Don de la ebriedad, confirmando así las viejas jerarquías, la certeza de que nada puede ocurrir en este mundo sublunar sin permiso del cielo.
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Una de las materias con las que Victor Hugo enriquecía la tinta antes de realizar sus dibujos visionarios era café molido, granos diminutos como el hollín que daban consistencia a la mezcla y se pegaban literalmente al papel, como si el poeta hubiera querido trasladar a sus líneas el carácter divinatorio o sibilino de los posos del café; como si la impaciencia lo hubiera llevado a apropiarse de las intuiciones de futuro de los granos antes de pasar por el agua y revelarse ambiguamente en el fondo de la taza.
Pienso en estas cosas mientras sorbo el primer café de la mañana, y pienso también en esos versos de Tomas Tranströmer (de su poema «Puesto de guardia») que podrían muy bien servir de divisa para arrancar el día:
Misión: estar donde uno está.
También el ridículo papel solemne:
yo soy precisamente ese lugar
donde la creación trabaja sobre sí misma.
Sí, esto de hacer un papel en la vida es un poco ridículo y solemne a la vez, pero el poeta sueco nos recuerda que ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros. O de otro modo: el lugar donde nuestras máscaras se superponen hasta resolverse en un rostro. Un pensamiento optimista, pues. También biunívoco: los días están por hacer y en hacerlos se nos va cada día, pero ellos también, a su vez, nos van haciendo lentamente, labrándonos por fuera con los mismos sedimentos que luego se enredan y acumulan en nuestro interior.
No sé si esta proyección, este movimiento de apertura al futuro, tiene algo que ver con los posos invisibles que nadan en mi café, esa espiral de cafeína que comienza a girar en la sangre como una hélice borracha. No es tinta, desde luego, lo que hace surgir estas palabras, sino el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado. Estoy bastante lejos de los dibujos de Hugo, por decirlo suavemente, pero me gustaría tomar de ellos el gusto por la mezcla, la impureza, también su deseo de ofrecerse como lugar donde sucedan las previsiones. Leer el futuro en uno mismo, en los demás, y luego echar a andar como si no importara, como si no hubiera lastres; recibir lo que va llegando como si siempre hubiera estado ahí o fuera un eslabón más de nuestro destino. Lo dice Tranströmer, con una mezcla de admiración e intriga, al final de su poema: «¡Sucesos del porvenir, ya están aquí! / […] Vienen / de uno en uno. Yo soy el torniquete».
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Leyendo The Body in the Library, una erudita y apasionante compilación de textos literarios sobre enfermedad y medicina editada por el poeta Iain Bamforth (en la que sólo faltan, como es habitual en los libros de autores británicos, algunos escritores de habla española), me encuentro con un puñado de astutos aforismos de Karl Kraus. Copio tres de ellos aquí; el primero, en concreto, me parece todo un hallazgo.
Literatura actual: conjunto de recetas prescritas por los pacientes.
Una de las dolencias más extendidas hoy en día es el diagnóstico.
Anestesia: heridas sin padecimiento. Neurastenia: padecimiento sin heridas.
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Sale uno con la lluvia pisándole los hombros y descubre en el arcén un par de zapatos de mujer que el agua ha terminado de arruinar. Cuesta pensar que alguien tire unos zapatos así a la calle. Están entre dos coches, casi ocultos, y tienen algo de pájaro que ha quedado muerto en el asfalto, un pájaro sucio y con las alas rotas. Nunca fueron gran cosa, esas alas, pero al menos su dueña sabía emplearlas para dejar la tierra un instante, pasar volando.
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Son tres y hablan a voces, salpicando el diálogo con insultos cariñosos mientras esperan al pie de un cruce. De pronto, oímos a uno decir: «En Madrid, ahora, los saurios se venden como caramelos». Por su mezcla perfecta de disparate y sequedad realista, la frase nos recuerda esta otra que oyó por azar un amigo poeta: «En Madrid es más fácil conseguir un león que un enano».
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Los veo desde hace días en distintos puntos de la ciudad. Son dos, también distintos cada vez; instalan una mesa desplegable junto a una tapa de alcantarilla y se sientan, en mitad de la calle o en un cruce, ante una masa confusa de cables del subsuelo a los que auscultan con un pequeño aparato con aspecto de consola de juegos o de mesa de mezclas. Por la tranquilidad con que trabajan, enfundados en sus monos, indiferentes a los peatones o los coches que pasan a medio metro de sus rodillas, se diría que están jugando al dominó. No sé bien si son cables de telefonía o del tendido eléctrico, pero los escrutan y desovillan como si fueran serpientes dormidas, un nido de reptiles que ha sido exhumado para estudiar sus costumbres.
Dan ganas de frenar el paso y quedarse mirando desde la barrera. Pocas veces el trabajo manual, y más al aire libre, tiene un aire tan sofisticado. El tablero es como una pizarra donde espera una ecuación y los dos operarios, que no dejan de hablar en voz baja mientras arriman los ojos al instrumental, parecen matemáticos embebidos en un debate sutil que sólo ellos comprenden. Y mucho de eso hay, sin duda. De hecho, a nadie se le ocurre detenerse o comentar la jugada con su vecino, que es lo habitual cuando se trata de una zanja o de un solar en obras. El dominio de la electricidad supuso en teoría el fin de muchas supersticiones, pero ella misma se convirtió en un saber supersticioso, mirado con respeto por los profanos (que, cruzado cierto umbral, somos casi todos). Yo, desde luego, paso de largo con el pasmo intrigado de quien no entiende nada, pero contento de tropezarme con esta imagen insospechada de la civilidad: una mesa en mitad de la calle; dos hombres haciendo su trabajo sin alardes; la sensación de que una tarea importante y quizá molesta se resuelve como una partida de naipes entre parroquianos; liviandad y destreza.