JESÚS AGUADO
EL PAISAJE EN LA OBRA DE GODOFREDO ORTEGA MUÑOZ
MÍNIMO DICCIONARIO SUBJETIVO
JUSTIFICACIÓN
La obra de Godofredo Ortega Muñoz lleva siendo analizada y comentada más de medio siglo. Después de haber leído muchos de los textos consagrados a ella, y de haber vuelto a contemplar con atención algunos de los cuadros suyos que más me impresionan, me he dado cuenta de que la mayoría de los artículos, de las críticas y de las divagaciones sobre el autor dan vueltas en torno a una serie de temas que se repiten en ocasiones hasta la extenuación. Unos con más datos que otros, unos con mejor prosa e ideas que otros, entre casi todos han agotado lo que podríamos denominar una línea discursiva muy defi- nida: la de la contextualización histórica y artística de Ortega Muñoz, la del peso (político, estético, intelectual) que la obra de éste tuvo en su época. A lo anterior se suelen añadir algunas pinceladas biográficas, un puñado de intuiciones, que en general son muy valiosas cuando son los poetas las que las firman (especialmente relevantes me parecen las de Luis Felipe Vivanco, Gerardo Diego o José Corredor Matheos), e información de carácter técnica sobre el taller del autor. Aunque he disfrutado repa- sando todo este material no veía el modo de no repetirme yo mismo, matizando aquí, discutiendo allá, poniendo de relieve las muchas contradicciones en las que caen unos y otros (los unos contra los otros), y, además, lo que para mí es más importante, no veía el modo de, entrando al trapo de la crítica, olvidarme por ello de lo que siempre debería ser lo principal: los cuadros, el mundo hecho visible por la obra, el haz de revelaciones que ésta proyecta sobre las distintas generaciones e individuos. La obra de Godofredo Ortega Muñoz me dice una serie de cosas, unas en susurros y otras a gritos, que, aun en el supuesto de que en parte coincidieran con las expresadas por otros con anterioridad, son mías, están ahí para mí, me interpelan mirándome a los ojos, y despiertan en mí una serie de referencias literarias, filosóficas, espirituales, simbólicas o personales que son en las que quiero centrarme a continuación. Ordenarlas en forma de diccionario subjetivo (obras del autor que más me gustan, temas que interseccionan con mis obsesiones, etc.) es una manera de procurar que no se me desboquen y también de poner un poco de distancia entre ellas: las piedras en el arroyo para, de salto en salto, pasar a esa otra orilla (que en las tradiciones orientales desig- na la salvación, el nirvana, la liberación del samsara o rueda de los nacimientos y las muertes, el espacio sin espacio de lo divino) de la que, lo confiese o no, lo sepa o no, se ocupa toda obra de arte. Tres aclaraciones para terminar: para evitar que mis derivas intelectuales y poéticas quedaran a merced de las referencias de tipo erudito, he colocado algunas de las citas de los auto- res que han acudido en mi ayuda para adentrarme en el mundo de Ortega Muñoz como entradas aparte de este mínimo diccio- nario personal, citas que pueden evitarse pero que, en caso de no hacerse, habrían de leerse como afirmaciones que Jesús Aguado hace sobre Godofredo Ortega Muñoz (sólo el pudor y la decencia me han impedido caer en la tentación del plagio, de firmarlas con mi nombre); entre corchetes o como voz aparte hago referencia a algunos de los cuadros del pintor extremeño que tengo en mente cuando reflexiono sobre esto o lo otro, sabiendo de antemano que las generalizaciones suelen tener una validez limitada y que, por lo tanto, es mejor hablar a partir de obras o de períodos concretos; dos de esos cuadros, que están entre mis preferidos, los he situado como voz aparte del diccionario, algo que, de hecho, me hubiera gustado, en caso de haber dispuesto de más espacio, hacer con muchos otros.
DICCIONARIO
Agua: En los años veinte y treinta Ortega Muñoz pinta muchos cuadros con agua [Puente de Chioggia, 1928, Fábrica y barcos, 1929, Cercanía del lago Maggiore, 1930, Lago de Como, 1931, Puente, 1934, etc], pero ésta casi desaparece hasta la serie de charcos de los años setenta. El agua, elemento inestable (nadie se baña dos veces en el mismo río, lago o mar, aunque sean pintados: ni siquiera la fijeza del cuadro es capaz de inmovilizar el agua), no conviene a una obra que pre- tende indagar en las dos o tres únicas certezas que puede pretender alcanzar el hombre. Como sabemos desde Rousseau o Bachelard, la labilidad del agua pro- voca ensoñaciones, divagaciones, falsas metafísicas o cuentos de hadas o de terror, pero casi nunca principios (raíces) sobre los que asentar verdades (qué somos, qué significa la vida, etc.). El agua distrae, nos aparta de nosotros mismos, acaba ahogando cualquier intento de diálogo en serio con el mundo. La sequedad (ese poco de sed que no mata pero que, como supieron expresar tan bien los padres del desierto o, ya en el siglo XX, Edmond Jabès, le impide a uno olvidar las preguntas del más allá) conviene más a un espíritu contemplativo, como luego se verá. La presencia del agua en esta primera etapa de Ortega Muñoz tiene más que ver con un uso convencional de la retórica paisajística que con una exploración de las posibilidades de un símbolo. Incluso en esos cuadros hermosísimos e inquietantes titulados Peces, que son de 1938 y 1939, el agua y sus habitantes parecen más un juego de sombras y luces, una construcción mental provisional, que una realidad atrapada con la red de las percepciones: el agua se burla de nos- otros hasta cuando nos toma, y la tomamos, en serio.
Alain Roger: “El país es, en cierto modo, el grado cero del paisaje, lo que precede a su artealización, tanto si ésta es directa (in situ) o indirecta (in visu). Así nos lo enseña la historia, pero nuestros paisajes se nos han vuelto tan familiares, tan ‘naturales’, que nos hemos habituado a creer que su belleza es evidente; y es a ellos, a los artistas, a los que corresponde recordarnos esta verdad primera, pero olvidada: que un país no es, sin más, un paisaje y que, entre el uno y el otro, está toda la elaboración del arte.”
“la invención del paisaje occidental suponía la conjunción de dos condiciones. En primer lugar, la laicización de los elementos naturales: árboles, rocas, ríos, etc. Mientras estaban sometidos a la escena religiosa, no eran más que signos distribuidos, ordenados, en un espacio sagrado que, sólo él, les confería cierta unidad. Por eso, en la Edad Media, la representación naturalis- ta no ofrece ningún interés; podría perjudicar a la fun- ción edificante de la obra. Por tanto, es necesario que estos signos se desprendan de la escena, tomen distan- cia, se alejen; y éste será, precisamente, el papel de la perspectiva. Ésta, al establecer una verdadera profundi- dad, deja en la distancia estos elementos del futuro pai- saje y, al mismo tiempo, los laiciza. Ya no son satélites fijos, dispuestos alrededor de los iconos centrales, sino que conforman el segundo plano de la escena (en lugar del fondo dorado del arte bizantino), y esto es algo com- pletamente diferente, pues allí se encuentran al margen y al abrigo de lo sagrado, pero condenados a forjarse su unidad. Esta es la segunda condición: ahora es necesa- rio que los elementos naturales se organicen entre sí en un grupo autónomo, con el riesgo de que perjudiquen la homogeneidad del conjunto, como puede constatarse en numerosos cuadros del Quattrocento italiano, en los que es manifiesto el disparate entre la escena y el fondo.”
“En el capítulo de lo peor figura el complaciente y cómodo recurso al psicoanálisis, que permite, eso se cree, proyectar en cualquier lugar una lectura libidinosa. Como no es usual que el terreno sea totalmente plano, como poco esfuerzo uno se permite interpretar todo en términos genitales, cualquier relieve es fálico y toda cavi- dad, vulvar. Siempre hay un árbol o un campanario para falizar el paisaje (...), cualquier charca y cualquier arroyo para feminizarlo. No olvidemos que los cuatro elementos de las cosmogonías arcaicas eran sexuadas –aire y fuego, masculinos; tierra y agua, femeninos–, hasta el punto de que nada puede escapar a esta sexualidad uni- versal, una especie de cama redonda elemental, puesto que los intercambios y las relaciones se multiplican.”
Antonio Machado: “Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. (...) El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del techo urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas.
¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unanumo, el joven y sabio rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe.”
“Pero a quien el campo dicta su mejor lección es al poeta. Porque, en la gran sinfonía campesina, el poeta intuye ritmos que no se acuerdan con el fluir de su pro- pia sangre, y que son, en general, más lentos. Es la calma, la poca prisa del campo, donde domina el ele- mento planetario, de gran enseñanza para el poeta. Además, el campo le obliga a sentir las distancias –no a medirlas– y a buscarles una expresión temporal.”
“Es en la soledad campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos.”
Autor: Estos paisajes [Pueblo a la orilla del lago Maggiore bajo la nieve, 1930, Estación, 1934] comien- zan teniendo un autor: Godofredo Ortega Muñoz, el pro- pietario orgulloso, el artista cualificado. Más delante, una vez que el autor, coherente con su proceso de espirituali- zación (del color, de la forma, de sí mismo), decide aban- donarlos a su suerte, éstos, inquietos, huérfanos, necesi- tados de consuelo y compañía, le piden que vuelva. De un modo u otro le piden que vuelva: los caminos se cur- van como interrogaciones [Castilla.Verano, 1957-1959], los árboles [Olivos, 1968] o las viñas [Viñas, 1967] se alinean como mendigos esperando que se abran las puertas de la institución caritativa, los charcos parecen antes espejismos que lugares reales donde saciar la sed. Paisajes abandonados por un autor que los pinta para borrarlos de sus ojos y de su mente, nunca más para fijarlos, y menos para fijarlos en la eternidad. Después de un tiempo los paisajes se serenan y dejan de pensar en su autor, de desear su regreso o su amparo [Rastrojos, 1974, Tierra y piedras, 1976]. Una última etapa ésta en la que los paisajes de Ortega Muñoz podrían haber sido firmados por el aire, por la tierra, por la nada: se pintan a sí mismos, siguen indefinidamente pintándose a sí mis- mos, ahora ya, y por fin, indistinguibles del cosmos, de la totalidad de lo que existe.
Belleza: Uno no piensa en la belleza, que es una cate- goría estética (y, por lo tanto, filosófica) y una subcate- goría sociológica (la moda, el atletismo, el cine), cuan- do se enfrenta a estos cuadros. Éstos no son bellos, al menos no desde el punto de vista del arte, es decir, situados aunque sea un paso más allá de la vida. Estos cuadros no han nacido de una idea ante la cual, de un modo u otro, tengan que rendir cuentas u ofrecer expli- caciones. Por ejemplo, una idea, una concepción de la “belleza”. Por ejemplo, un movimiento artístico (aunque admitan etiquetas provisionales enseguida se emancipan de ellas), una tradición (aunque quepan en una enciclopedia o en una historia del arte su incomodidad dentro de esos volúmenes salta a la vista), un contexto histórico determinado (el franquismo de derechas o el franquismo de izquierdas). Estos cuadros no tienen que ver con la belleza más de lo que tienen que ver los campos o los caminos cuando el pintor se marcha, cuando aquéllos se quedan a solas: una dificilísima continuidad ésta (el paisaje se derrama en el lienzo al tiempo que el lienzo se convierte en el afuera de sí mismo) que es más natural y emocionante que la belleza como abstracción o a priori que anda a la caza de “objetos bellos”. Una belleza, en todo caso, de antes de que se inventara la palabra “belleza”. Una belleza analfabeta (como quería ser lasabiduría china en sus mejores momentos, como defendieron José Bergamín y María Zambrano): la del ser, la del origen, la de la vida.
Caminos: No cruzan los campos, aunque también, sino el cuadro [El camino o la carretera, 1954, El camino, 1966, Camino y retamas, 1963, El camino, 1977]: ofrecen la posibilidad de entrar y salir de ellos, de convertir los ojos en pies y la mirada en pasos. Sin huellas, sin caminantes, nos aguardan para que seamos nosotros los caminantes que dejen huellas en ellos (aunque un buen caminante, advierte el Tao Te Ching, no deje huellas). Cuadros que no quieren espectadores sino viajeros. Cuadros que no fotografían un lugar sino que cartografían un itinerario que conduce al exterior de ellos, más allá del lienzo. Sí, también cruzan los campos pintados en ellos, pero estos caminos son algo más que habitantes sedentarios del paisaje en el que se inscriben: son caminos nómadas, inquietos, infieles a su función de llevar de un espacio a otro (quieren ser llevados, de ser posible a cuestas, por nosotros, sus caminantes, sobre el hombro como una vara, sobre la espalda como un saco), peregrinos recogidos antes de emprender la marcha.
Castaños: Los árboles, según la interpretación clási- ca, son un axis mundi, un eje de relación entre lo alto, el cielo, y lo bajo, la tierra, un puente para que se visiten mutuamente la inmanencia y la trascendencia. Pero estos castaños de tres, cuatro o cinco puntas afiladísimas [Castaños, 1966, Castaños, 1978, Tierras y casta- ños, 1981] muestran, más bien, agresividad hacia lo alto, al que amenazan con horadar, con atravesar con sus muchas veces tres, cuatro o cinco estiletes desenvainados. Un desafío quién sabe si en su papel de guardianes de los campos sembrados sobre los que se alzan, a los que desearían garantizar sol y agua, las dádivas de lo alto, en los momentos adecuados aunque fuera por la fuerza. Sin copas, sin hojas, sin sombra, estos castaños firmes, desnudos y feroces también parecen querer decir lo siguiente: caminante, piensa en tus raíces antes que en tu cabeza (piensa con tus raíces enterradas en la tierra en vez de pensar con tu cabeza alzada al cielo). Castaños, espadachines adustos y malencarados, lance- ros al servicio de lo visible contra los arrogantes fueros de lo invisible.
Cézanne: Dore Ashton sobre Cézanne: “La concepción de la naturaleza no es la naturaleza en sí misma. Al construir sus composiciones estaba construyendo una filosofía, una visión del mundo, un método para desco- dificar el universo. (...) Sentía cada vez más que gracias a su temperamento y a su concepción de la naturaleza podía restaurar la continuidad, la armonía subyacente, sin sacrificar ‘las apariencias en todos sus cambios’; esa fue la paradoja que nunca dejó de intentar resolver».
Cirlot: “Paisaje: Partiendo de un punto de vista deductivo, el paisaje, todo paisaje, puede ser concebido como la mundificación de un complejo dinámico originariamente inespacial. Fuerzas internas liberadas se despliegan en formas que revelan por sí mismas el orden cualitativo y cuantitativo de las tensiones. (...) Aparte del fenómeno del recuerdo, reminiscencia o asociación compleja de percepciones distintas, los paisajes y lugares que se ven en los sueños no son ni arbitrarios e indeterminados, ni objetivos: son simbólicos, es decir, surgen para explicar momentos en que determinadas influencias distintas se superponen en grado variable de mezcla y combinación. El paisaje así constituido tiene una existencia fantasma sostenida solamente por la verdad, duración e intensidad del sentimiento causante. (...) Lo dicho para el paisaje soñado vale también para el paisaje visto cuando es elegido, es decir, cuando una interpretación automática e inconsciente nos revela una afinidad que nos hace detenernos en él, buscarlo, volver repetidamen- te. Se trata, entonces, no de una creación mental, pero sí de una analogía que determina la adopción del paisa- je, en virtud de las cualidades que posee por sí mismo y que son las mismas que del sujeto.”
Claridad: La claridad es el lado humano de la luz. Luz humilde que no ciega, y que para no hacerlo, para no cegar, arroja puñados de sombra sobre sí misma, colores apagados, terrosos, sordos. Esta luz de Ortega Muñoz, tan inhumana cuando, en otros, se deja infatuar por sus coronas místicas y metafísicas, se posa sobre los ojos sin herirlos, hablándoles en susurros, ganándose su confianza poco a poco. Luz despojada de destellos, de brillos: luz pobre que antes mendiga ser parte de la visión, de lo mirado, que se aposenta, arrogante, intratable, como la gran productora de lo visible. Está ahí por si queremos usarla, a nuestra disposición, pero sin estridencias, ensimismada, casi sin ganas, ahora me doy cuenta, de colaborar: luz a punto de disolverse, aunque no en la noche, su reverso, ni en la nada, su adversaria, sino en los sembrados, en los muretes, en las colinas, en las encinas, en las viñas: en cualquier cosa que exis- tiendo, por el hecho de existir y aceptarla, la redima de sus abstracciones y lejanías.
Comunicación: En algunos bodegones de los años cuarenta [Pajaritas de papel, 1940, Cencerros, 1941 o La jaula, 1940] y en una serie de cuadros de principios de los cincuenta [La visita, 1951, El postigo, 1950 o El espejo, 1951] se expresa una preocupación por los lími- tes o las posibilidades de la comunicación que luego casi desaparece de la obra de Ortega Muñoz o, como veremos, se convierte en otra cosa. Comunicación con el otro, con lo otro; contrabando de lo uno hacia lo otro y viceversa; diálogo con esa radical negación de lo que uno es que supone la mera existencia de otros distintos y distantes. Un problema antiguo para cuya resolución Ortega Muñoz usa un espejo, un postigo, una cancela: instrumentos de medición de esa distancia de lo distinto que merodea fuera y dentro de nosotros. En los bodegones citados se prescinde de la figura humana para que ésta no estorbe un ejercicio de abstracción que tiene más que ver con el ser de lo que somos que con la realidad de los intercambios afectivos, sociales o intelectuales. Luego, en la segunda serie de cuadros citada, esa figura humana se vuelve necesaria porque ese ser lo que somos sólo se entiende si se subordina a circunstancias, momentos, caracteres, es decir, si se subordina a la vida concreta de las personas que entran en contacto unas con otras. Por fin, y a partir de entonces en casi toda la obra de Ortega Muñoz, el asunto de la comunicación (o de la incomunicación, para ser más precisos) empieza a ser considerado como un falso problema, o al menos como un problema menor y subsumido dentro de otro problema, éste sí central y determinante para el ser humano: el de su puesto en el cosmos, el de su lugar en la tierra.
Contemplación: Los mejores cuadros de Ortega Muñoz [La colina de las piedras blancas, 1963, Montones y círculos de paja, 1975, Tierras y piedras, 1976, Charcos, 1977, Tierras, 1978], nacen de una honda contemplación (no de la meditación, que es un estadio inferior de la conciencia planetaria, sino de la contemplación, que es un acto de comunión, mística o no, con la totalidad, que casi nunca es el Todo sino una parte minúscula, una porción mensurable de lo real) pero no se dejan contemplar: si uno intenta usarlos para repetir el estado en el que los produjo el pintor el cuadro se desvanece, se fuga, diríase que se borra. No son máquinas del espíritu, y menos universales, y tampoco un manual de instrucciones para entenderse con la Naturaleza, con la Vida, con el Arte o con lo Humano. Son el resultado de una modalidad de conocimiento especialmente profunda y afinada, quizás incluso un punto de partida, pero de nada nos sirven si antes, en efecto, no se borran del todo mientras los miramos.
Cruce: Los caminos, cuando se cruzan, ni siquiera se miran [Retamas, 1973, Cruce de caminos, 1977]. Cada uno conduce a un exterior distinto. A veces incluso se dan la espalda desdeñosos [Retamas en flor, 1978], concentrados cada uno en lo suyo, negándose a terminar de cruzarse (ni siquiera en el infinito, mucho menos en el infinito, ya que cada camino apunta y sueña con uno diferente) por miedo a frenarse en sus respectivos impulsos, a desorientarse, a entretenerse con las nimiedades de los asuntos cotidianos.
Erotismo: La tierra abierta, el surco, la semilla enterrada: erotismo elemental, o mejor, sexualidad elemental, antigua. En muchos de los cuadros de Ortega Muñoz se opera un ancestral ritual de fertilidad sin estridencias (sin bacanales, sin orgías patrocinadas por dioses) que sirve para recordarle a los ciclos cósmicos las leyes a las que deben ajustarse. Los campos en feraz espera de lo que haya de acontecer: el arado, la siembra, el sol y la lluvia, la maduración, la recolección. Un ritual de fertilidad en el que las pinceladas se rozan, se esconden unas dentro de otras (y detrás de las formas que se apresuran a pintar para ocultarse mejor a miradas indiscretas) y se susurran promesas sin individualidad, sin yo, sin imaginación: las promesas que lleva haciéndole desde tiempos prehistóricos la tierra abierta al surco, el surco a la semilla, la semilla al hambre del hombre, el hambre del hombre a Dios (al sol, a la lluvia...), Dios a la tierra abierta. Sexualidad elemental en el que el hombre es un instrumento más, no el centro, y gracias a la cual la vida sigue su curso sin necesidad de pararse a pensar qué sea eso de la vida, de seguir un curso, de la sexualidad (y menos del erotismo).
En otros cuadros, sobre todo en los que reproducen viñedos, y por la asociación inmediata que se establece entre el vino y la embriaguez y entre ésta y el éxtasis amoroso, la sexualidad implícita parece transformarse en un erotismo incipiente, ensoñado, futuro, pero, una vez que nos liberamos de estas inercias simbólicas (viña igual a vino, vino igual a embriaguez, embriaguez igual a desmesura sensual), lo que queda, lo que el cuadro de veras dice, no es tanto el posible y excitante juego de las pasiones como una plegaria: los sarmientos, retorcidos sin estridencias, extienden sus cortas ramas (más manos que brazos) al cielo rogándole a éste que no vuelva a permitir el derramamiento de sangre (esa tierra roja sobre la que están sembrados) de hermanos contra her- manos (Caín contra Abel, Aliados contra Nazis, nacio- nales o azules contra republicanos o rojos), para que la uva, cuando esté en agraz, sea pisada con cordura y no pisoteada enloquecidamente. Ninguna sexualidad, por tanto, y tampoco ninguna clase de erotismo, como no sea el sublimado del sacerdocio o el apagado (con un puñado de tierra) del asceta, las dos condiciones, la sacerdotal y la ascética, que distinguen la relación de Ortega Muñoz con el paisaje.
Hombre: Cada vez menos, ya se ha insistido en ello, hasta desaparecer. Y no sólo el hombre sino también los borriquillos, cualquier presencia animal. El hombre hace mutis por el foro, se ausenta de la escena. Primero se pone de espaldas [Campesino, 1954] o se semiesconde debajo de un paraguas [Hombre con burro y paraguas, 1953] pero luego, poco a poco, se va, se marcha para siempre. Se diría que incluso tapia la ventana desde la que se asoma al paisaje. Sigue estando como signo: en los surcos, en lo podado, en los caminos. Pero ya no se le siente al acecho de sí mismo, emboscado detrás de una idea o de un significado, con las redes de una teoría de la visión preparadas para pescarse in fraganti en el acto de vivir, de trabajarse la vida. El hombre participa de lo real sin entregarse al cansino doble juego que tanto le gusta: estar en lo real y, simultáneamente, al margen de lo real, dentro y fuera del juego, creyendo, el muy inge- nuo, que le está haciendo trampas a la Naturaleza cuan- do sólo se está haciendo trampas a sí mismo. Ausencia del hombre para que pueda brotar lo humano, que no debería ser nunca un modo de celebrar la exclusión (de la inmanencia, de la bestialidad, de la cosa, del instinto ciego) sino una de las maneras posibles de expresar la contigüidad esencial de todo con todo. Y todavía: ausencia de la ausencia del hombre, esos cuadros en los que uno, al menos en primera instancia, antes de que la “dis- tancia estética” le pida el pasaporte en regla de especta- dor y, al hacerlo, expulse de su interior el exterior (y viceversa), ni siquiera echa de menos al hombre, al fantasma del hombre, cuyo ulular y arrastrarse de cadenas no escucha porque el silencio se niega a hacerle de eco [pienso, sobre todo, en La colina de las piedras blancas, 1963, y en muchos de la última etapa de Ortega Muñoz].
La colina de las piedras blancas, 1963: En los primeros años sesenta Ortega Muñoz pinta muchos blancos [Paisaje blanco, 1961-62, Tierras blancas, 1964, Retamas blancas, 1964,Viñas blancas, 1964], y los destaca en sus títulos, para luego, a partir de mediados de esa década, pasarse al rojo [Paisaje de tierras rojas, 1964-67, etc.], que desde entonces será uno de los colores predominantes. Sin embargo, en esta colina los blancos son ocres, marrones, grises. Y las piedras parecen no pesar, estar posadas sobre la suave loma como aves a punto de alzar el vuelo. Ni siquiera la tierra de la parte inferior del cuadro se muestra a las claras como lo que es: un primer vistazo rápido nos hace creer que es una alfombra de piel de algún animal de la sabana, quizás un antílope, quizás un tigre envejecido. Piedras livianas aprendiendo los primeros rudimentos de la técnica contemplativa: la materia sorprendida en el acto de probarse una conciencia. Estas piedras, de hecho, parecen estar ensayando el pensamiento, la meditación, la espera: nos miran mirarlas sin complejos, en tiempo real (en el ahora en que uno se para ante este cuadro, que es uno de los que prefiero de Ortega Muñoz), como sabiendo mejor que nosotros los misterios que cela esa frontera entre el ser y el no ser (el blanco que es y no es ocre o marrón o gris, la piedra que es y no es pájaro, la tierra labrada que es y no es piel de antílope o tigre envejecido). Sólo el mínimo cielo de la parte superior es, aunque desvaído y secundario, cielo: una mínima verdad para orientarse en medio de tantas incertidumbres. En pocos cuadros como éste queda tan patente que un cuadro es su propia filosofía, su propia poética; y que palabras como éstas podrán poner- se después (ponerse mientras se tachan: ponerse para tacharse), pero nunca antes.
María Zambrano: “La vida es esencialmente ham- brienta, menesterosa y ávida. Vivir es buscar la realidad, perseguirla, hasta pordiosearla. Y entonces, en principio, la realidad no puede dársela toda, entera; ni puede toda, entera, negársele. Parece que tenga que ser apetecida, perseguida y consumida día a día, ese pan de realidad.”
“Vivir de verdad, aunque no del todo. Vivir más bien a la intemperie de la verdad, como pobre de ella, a su descampado, con la mano siempre tendida.”
Melancolía: Expulsada la melancolía de la estética, ¿qué otro recurso le queda a los poetas o a los artistas para engañarse a sí mismos y para engañar a Dios?
Miguel de Molinos: “Asegúrate que la sequedad es el instrumento de tu bien.”
“Sabe que se vale el Señor del velo de las sequeda- des para que no sepamos lo que obra dentro de nos- otros, y con eso nos humillemos; porque si sintiéramos y reconociéramos lo que obra dentro de nuestras almas, entrara la satisfacción y presunción, pensando hacíamos alguna cosa y entendiendo estábamos muy cerca de Dios, con que nos vendríamos a perder.”
“El Señor obra dentro de tu alma sin que lo conoz- cas por medio de la oración seca.”
“Tres maneras hay de silencio: el primero es de pala- bras, el segundo de deseos y el tercero de pensamientos. El primero es perfecto, más perfecto es el segundo y per- fectísimo el tercero. En el primero, de palabras, se alcan- za la virtud; en el segundo, de deseos, se consigue la quietud; en el tercero, de pensamientos, el interior reco- gimiento. No hablando, no deseando y no pensando, se llega al verdadero y perfecto silencio místico, en el cual habla Dios con el alma, se comunica y la enseña en su más íntimo fondo la más perfecta y alta sabiduría.”
Misterio: En ocasiones uno presiente la pronta irrupción de alguien en alguno de los caminos que se cruzan, de algo a punto de doblar la loma. Algo, alguien queda no dicho, no pintado. No es el autor ni el hombre, según hemos visto. Tampoco los insectos, los ratones, las liebres, las vacas, las cabras, los caballos, los cerdos, los campesinos, los caminantes, los cuales uno “ve” por inercia, llevado por sus recuerdos, porque son las cosas que pertenecen al campo. Alguien, algo que le pone a uno en tensión y le obliga a recogerse: ¿uno mismo, Dios, cualquiera de las innumerables figuras de lo eterno? El cuadro no lo expresa o lo expresa para luego velarlo, pero se escucha un latido que abomba, como el corazón el pecho, una pincelada, una piedra, una colina. Ese alguien o ese algo está ahí, en el margen, debajo, para cerrar la puerta cuando nos vayamos, para vigilar que no nos llevemos nada del cuadro (una certeza, ladrillos para construir un sistema, el horario de los acontecimientos), para acompañarnos de vuelta por el oscuro túnel de la visión. Misterio que no inquieta, enigma que no pide soluciones.
Montones y círculos de paja, 1975: Estos montones y círculos no son símbolos, algo que hay que dejar claro desde el principio. De hecho, parecen burlarse de lo simbólico como herramienta hermenéutica (una constante en la obra de Ortega Muñoz, por lo menos a partir de los años sesenta), de ese afán que tenemos los hombres de subordinar las imágenes y las experiencias a los sistemas conceptuales (la metafísica, el psicoanálisis, la ciencia de los sueños, la historia de la estética). Los montones y los círculos están ahí sin más, no como referencia indirecta a un código de señales simbólico que les obligarían a expresar algo distinto de lo que se ve en el cuadro, incluso a contradecir al cuadro. Son montones y círculos mudos. O no mudos porque tienen, no hay más que mirarles en silencio, una lengua propia, aunque, para que fuera inteligible para nosotros, tendríamos que convertirnos en montones, en círculos de paja: un reto que es el que repite el cuadro, otro de mis preferidos de Ortega Muñoz, a cada espectador que se sitúa frente a él.
Noche: Ni siquiera se presiente, como no sea en algunos cuadros de la primera época. Pero está: las pinceladas oscurecidas, fruto del abrazo del sol con las tinieblas, y la ausencia de seres humanos (no son horas de traba- jo, luego son horas liminares, fronterizas, poco después de la aurora o poco antes de la puesta, horas en las que la noche y el día se paran a contarse sus últimos sucesos antes de despedirse) hablan antes del recogimiento noc- turno que de la laboriosidad diurna. Una noche sin noche por la que habría que preguntar a Juan de la Cruz o al maestro Eckhart.
Ortega y Gasset: “Una piedra al borde de un camino necesita para existir del resto del universo.”
“En el nacimiento de una brizna de hierba colabora todo el universo.
¿Se advierte la inmensidad de la tarea que toma el arte sobre sí? ¿Cómo poner de manifiesto la totalidad de relaciones que constituye la vida más simple, la de este árbol, la de esta piedra, la de este hombre?”
“para producir una cosa, una res, forzosamente necesitamos de todas las demás. Realizar, por tanto, no será copiar una cosa, sino copiar la totalidad de las cosas; y puesto que esa totalidad no existe sino como idea en nuestra conciencia, el verdadero realista copia sólo una idea; desde este punto de vista no habría inconveniente en llamar al realismo más exactamente idealismo.”
“El mejor cuadro es siempre un mal silogismo.
El cuadro ha de ser, en toda su profundidad, pintura; las ideas que nos sugiera han de ser colores, formas, luz; lo pintado ha de ser vida.”
Paisaje: Los paisajes de Godofredo Ortega Muñoz no hablan de una tierra concreta (Extremadura, La Rioja, Castilla, Lanzarote, Como), por más que incorporen el nombre de esa tierra al título de los cuadros que los representan, porque de lo que de verdad están hablando es de la tierra sin más y de la relación que ha estableci- do el hombre con ella. Ecologismo o geosofía antes del ecologismo y de la geosofía. El paisaje como crítica del progreso y de la civilización, pero una crítica que no añora pasados idealizados ni inventaría futuribles utópi- cos porque de lo que se trata es de recuperar el tempo lento del ahora sin más.
Pobreza: Un voto de pobreza puede hacerse también con los pinceles. Vivir de lo que dé la tierra. Pintar con las manos extendidas y abiertas lo que la tierra deje, como limosna, caer en ella.
Progreso: Por estos paisajes no ha pasado el tiempo, y menos esa modalidad del tiempo que es el progreso técnico. Ni siquiera parece haber pasado la historia. En estos paisajes los instantes se alargan hasta convertirse en siglos (y los siglos se condensan en instantes): una crítica a esa fatigosa y antinatural voluntad de cambio incesante que define nuestra civilización contemporánea. Paisajes lentos y centrípetos como los árboles o las piedras, que duran sin ser víctimas de la duración y que no confinan su vivir dentro de un catálogo de vivencias.
Repetición: Repetir para sorprender, para contemplar mejor la banalidad de los cambios en el seno de lo inmutable. La migración de los ojos, esas aves en busca de climas apropiados.
Rilke: Aunque se ha citado en algunas ocasiones, sobre todo por el enigma de la visita en el verano del año 28 de Ortega Muñoz a la colonia de artistas paisa- jistas de Worpswede donde vivía la mujer de Rilke, Clara Westhoff, la afinidad de muchos poemas de éste con algunas de las mejores obras del pintor está por estudiar.
Sequedad: La sed, la aspereza, el polvo, el riesgo de incendio, la represión de las imágenes (o de la recreación voluptuosa en las imágenes): antes un método de conocimiento que la reproducción de un paisaje. Uno pinta lo que es o, para ser más exactos, lo que va siendo.
Significado: Los cuadros de Ortega Muñoz no signi- fican, son: epifanía de lo real en el acto de negarse a mantener ninguna clase de comercio con las distintas ciencias de lo irreal, sobre todo, y muy especialmente, con la filosofía o el arte profesionales.
Soledad: Véase Hombre.
Sublime: Véase Melancolía y el libro dedicado a los paisajistas norteamericanos de Alberto Santamaría cita- do en la bibliografía.
Taoísmo: Ensayo sobre pintura paisajística de Kuo Hsi (1020-1090): “Hay varias maneras de pintar paisa- jes. Pueden extenderse en grandes composiciones y, sin embargo, no contener nada superfluo. Pueden estar con- densados en una escena pequeña, pero sin faltarles nada. Hay también diferentes maneras de contemplar el paisaje. Si uno se aproxima a él con el espíritu lleno de simpatía propio de un amante de la naturaleza, su valor es alto; pero si uno se aproxima con los ojos del orgullo y la extravagancia, su valor es bajo.”
“Es una consideración común entre los hombres que han de existir paisajes en los que uno pueda viajar, paisajes en los que uno pueda observar y paisajes en los que uno pueda habitar. Cuando cualquier pintura alcanza una de estas dimensiones, entra en la categoría de lo pre-excelente. Sin embargo, una pintura adecuada para entrar y viajar por ella o para mirarla no tiene tanto éxito como aquella en que uno puede entrar a habitar o pasear.”
Unamuno: “El sentimiento de la Naturaleza, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo, es uno de los más refinados productos de la civilización y la cultura. El campesino lo ama, pero lo ama por instinto, casi ani- malmente, y lo ama utilitariamente.”
“El sentimiento estético de la naturaleza, nacido del agradecimiento a los favores que nos hace, sólo se perfecciona y acaba a medida que nos hacemos dueños de esos favores mismos de los que antes éramos esclavos.”
“prefiero este paisaje amplio, severo, grave, esta única nota, pero nota solemne y llena, como la de un órgano, a aquella sonata de flauta de tres o cuatro notas verdes, de un verde agrio.”
“salgo a hacer repuesto de paisaje.”
“Porque el campo libre es una lección de moral, de piedad, de serenidad, de humildad, de resignación, de amor. El campo nos ama, pero nos ama sin fiebre ni fre- nesí, sin violencia. Y en el campo se ahogan nuestras dos semillas ciudadanas o sociales más malignas, que son la de la vanidad y la de la envidia.”
“La primera honda lección de patriotismo se recibe cuando se logra cobrar conciencia clara y arraigada del paisaje de la patria, después de haberlo hecho estado de conciencia, reflexionar sobre éste y elevarlo a idea.”
“¿Libro de la Naturaleza? ¿Libro? No, sino más bien cuadro. Y un cuadro enseña como un libro y aun más y mejor. Desde luego un cuadro bueno más que un libro malo.”
“Pues el agua es la conciencia del paisaje; las alamedas de la orilla del río, las alisedas, los saucedales, se ven a sí mismos en el agua y se reconocen, y hasta un mogote de roca, un berrueco de granito, se ve y adquie- re conciencia de sí en una charca que duerme a su pie. Pero en las tierras sin agua hasta los hombres no son más que paisajes, pinturas de Dios. ¡Pero qué pintura!” “Ningún gran paisajista lo ha sido de vastos panoramas. (...) el genuino paisaje es de pequeños rincones. Allí es donde se coge el alma del campo.”
“Todo pintor pinta de memoria, hasta lo que está viendo; pinta un recuerdo. Lo que hay que ver no es la visión presente; lo que hay que ver es su recuerdo, su imagen. A veces su recuerdo presente. El artista ve recuerdos y por eso ve anticipaciones y es un profeta. Vamos al museo a recordar el campo, pero vamos al campo a recordar el museo. Todo artista pinta de memoria.”
“El campo es una metáfora.”
Viento: El viento lo pone todo en movimiento, en danza: ramas, partículas de polvo, hojas, papeles sueltos, el humo. Impide meditar, desconcentra, agita los sentidos. Cualquier ascetismo que se precie encierra el viento bajo siete llaves. Pintura, además, anti-romántica, la mera presencia del viento, sin alterar ningún otro detalle, habría convertido los cuadros de Ortega Muñoz en tentadores escenarios para crímenes brutales, cuando son justo lo contrario: escenarios de reconciliaciones (epifanías, revelaciones) y de fraternidades.
El Espíritu es viento, pero en calma, tenso y enrolla- do alrededor de una cepa, de un olivo, del mojón de una linde: respiración lenta del mundo.
Visibilidad: Ortega y Muñoz muchas veces parece pintar con los ojos tapados, de espaldas al problema de la visibilidad: entonces no parece interesarle lo que ve, o lo que puede verse y cómo, sino cómo utilizar eso para señalar lo que no se ve (que no es lo invisible sino lo que hay en el hueco que se abre entre lo visible y lo invisible: el hueco del arte y de la poesía, el hueco de la vida).
Wallace Stevens: (Trece maneras de mirar un mirlo y Seis paisajes significativos) y Marguerite Duras (Una tarde de M. Andesmas) y varios otros autores que podrían dialogar con la obra de Godofredo Ortega Muñoz pero que no caben aquí por el momento.
EPÍLOGO
Un mínimo diccionario éste que no agota los temas, las afinidades, el riquísimo mundo de Godofredo Ortega Muñoz. Las voces, ésa era al menos mi intención, se reflejan las unas en las otras, se comentan mutuamente e intentan acotar entre todas una especie de lugar de partida, uno de los posibles lugares de partida, para disfrutar de la obra del artista extremeño. También las citas, como ya se dijo. Y un diccionario subjetivo porque, en el fondo, es el de un poeta concreto, el que firma estas páginas, en el acto de irse reconociendo en el universo de un pintor: afinidad, complicidad, encuentro: un acto de celebración y de agradecimiento.
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