Álvaro Valverde – La poesía reunida de Basilio Sánchez

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO2

ÁLVARO VALVERDE

Plasencia, Cáceres, 1959.

La poesía reunida de Basilio Sánchez

En lo primero que pensé al ver Los bosques de la mirada. Poesía reunida (1984-2009), de Basilio Sánchez (Calambur, 2010), es en un libro parecido, de poesía reunida también, de semejante volumen de páginas, publicado asimismo por la editorial madrileña, obra de un amigo muy querido que nos dejó definitivamente. Me refiero a La vida otro modo. (Poesía 1983-2008), de Ángel Campos Pámpano. El prólogo, como en éste, era de Miguel Ángel Lama, profesor de la Universidad de Extremadura, que, como a nadie se le oculta, es el crítico que mejor conoce y con más hondura ha estudiado la poesía escrita por extremeños en torno a este fin y principio de siglo.

Campos Pámpano y Basilio Sánchez (al que éste dedica uno de los poemas inéditos que aparecen al final de Los bosques de la mirada) nacieron en años consecutivos (1957 y 1958, respectivamente) y pertenecen a la misma promoción literaria, la que se suele denominar “de los ochenta” (según José Luis García Martín), “de la democracia” (según Prieto de Paula) o de los “postnovísimos” (según Luis Antonio de Villena). Una promoción que, como han estudiado Miguel Ángel Lama y Serafín Portillo, tiene en Extremadura unas connotaciones significativas; tanto que, a su modo de ver, se podría incluso hablar de un grupo extremeño de poetas ochenteros. Gente reunida en torno a la poesía, sí, pero también, por razones de amistad, alrededor de otras actividades relacionadas con la cultura (revistas, aulas literarias, lecturas públicas, talleres, etc.), que ellos se encargaron, desde la Asociación de Escritores Extremeños, de dinamizar. No en vano el núcleo de ese grupo, que se quedó por fin a vivir y a trabajar en su tierra, pone de una santa vez en el mapa literario español a la literatura escrita por extremeños o por personas vinculadas a Extremadura sacándola, de paso, del atraso secular, ajeno a cualquier atisbo de modernidad, en el que había vivido tradicionalmente.

Ambos, Campos y Sánchez, como el resto de sus compañeros de hornada, empezaron a publicar sus primeros versos a principios de esa década nada o poco prodigiosa. Por entonces, ya conocía uno al poeta cacereño. Antes de que supiéramos que acabaríamos escribiendo y publicando libros, nos unió otro azar: el de la no violencia. En el Cáceres triste de finales de los setenta, conspirábamos en húmedos locales parroquiales (legal aquello no era) a favor de los nobles ideales de Gandhi y, más concretamente, de uno de sus discípulos: el cristiano Lanza del Vasto. Cuando vino por Cáceres y se encontró con él, con José Luis Bernal y otros alumnos del colegio San Antonio vinculados a las enseñanzas de otro ser excepcional, el padre Pacífico, uno ya había asimilado las ideas del autor de Umbral de la vida interior, un libro que, como recuerda acertadamente el profesor Lama, Basilio Sánchez considera quizá la lectura más trascendente de su vida.

En esos años, asistí a varios encuentros veraniegos con Shantidas, que fue el nombre que le puso Gandhi a Lanza del Vasto cuando se encontraron en la India tras un largo y apasionante viaje a pie que el segundo relató en un precioso libro titulado Peregrinación a las fuentes (publicado en España por las editoriales Sígueme y Seix Barral). Entre otros paisanos, por allí pasó un amigo común: Felipe Muriel, otro poeta en ciernes que ha devenido estudioso de la poesía experimental. Pues bien, en la primera boda de éste, nos enteramos de que Basilio Sánchez había ganado un accésit del premio Adonais. Hasta ese momento, poco sabíamos de su afición a la lírica. Si acaso por su inclusión en la precursora antología de Ángel Sánchez Pascual, Jóvenes poetas extremeños en el “Aula”, donde había leído el día 18 de enero de 1983. En su presentación, en primera persona y a cara descubierta, confesaba que había empezado a escribir en abril de 1982, menos de un año antes.

Por aquello del síndrome de Rimbaud, dimos por supuesto que llegaba “tarde” a la poesía, un sinsentido si tenemos en cuenta que publicó su primer libro a la provecta edad de… ¡veintiséis años! Venía, eso sí, de un sitio raro: la facultad de Medicina, cuando lo normal era venir de la de Filosofía y Letras. De ahí otra rareza: no había sido alumno de Juan Manuel Rozas (ni de don Ricardo Senabre), al contrario que la mayor parte de los poetas extremeños de entonces. Anomalía, por cierto, que comparte, entre otros, con el citado Ángel Campos o, sin ir más lejos, con quien escribe. Detalles al margen, de lo que no cabe duda es que pasó a formar parte de inmediato de ese grupo al que hemos hecho alusión, a quienes unieron, sobre todo, unas lecturas comunes, unos gustos poéticos determinados y unos lazos de amistad, ya se dijo, por encima de lo normal entre poetas jóvenes, una de las especies más peligrosas que existen.

No creo exagerar si digo que nuestro primer gurú, Lanza mediante, se llamaba Felipe Núñez. Mal que nos pese, o no, nuestros primeros libros dan buena cuenta de ello. Eso sí, A este lado del alba, su ópera prima, excluida de esta poesía reunida, ya es pasto de estudiosos y tesinandos por lo que será más difícil comprobar lo que sostengo.

Aclararé que, a pesar de lo dicho (de forma muy consciente y deliberada), no es la vieja amistad personal o la camaradería propia de quienes han compartido y comparten grupo e ideas poéticas lo que a uno le gustaría destacar de su relación con Basilio Sánchez. Lo que quiero resaltar mi condición de lector de su poesía. Desde este punto de vista, hablaré a partir de ahora. No sin antes aclarar que uno no es crítico.

Lo primero que un lector agradece es un libro bonito y bien impreso, de sobria y elegante factura, correctamente maquetado y sin erratas. Es el caso. Calambur, que va a más, ha puesto en nuestras manos un continente a la altura de su contenido. Casi quinientas páginas de versos que dan cuenta de veinticinco años de ejercicio poético. Una vez leídos –en mi caso, mejor, releídos– uno llega a distintas conclusiones. Aunque coincido con Lama en que esos cinco lustros pueden dividirse, a efectos literarios, en dos partes: doce de un lado, doce de otro y un año en medio, o lo que es lo mismo: el extenso libro Los bosques interiores y todo lo demás, la primera tendría que ver con que estamos ante una obra unitaria, ante “el mismo libro”, al decir de Trapiello, que se lee de principio a fin sin que, en lo sustancial, la voz o el tono varíen. Sí, es a partir de La mirada apacible cuando asienta definitivamente su modo de decir, ya propio e intransferible, pero, sobre todo tras la revisión de su segundo libro (el primero de su poesía reunida) en 2002, todo lo aquí agrupado puede entenderse como variaciones en torno a unos pocos temas: las escasas y eternas obsesiones de la poesía: la muerte, el amor, el paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la memoria y el olvido… “Estas manos que han sido sedentarias, / hechas a la rutina de un único poema”, ha escrito.

¿A qué voz, a qué tono aludo? Al que ha adoptado como suyo buena parte de la mejor poesía contemporánea: el de la conversación, el de la confidencia, el que toma aquel que se dirige al otro –su semejante, su hermano–, mirándole a los ojos o hablándole al oído. Un tono, en este caso, sobrio, sereno, de dicción elegante, contenido, lento, sosegado, natural… apacible. Lleno de palabras, sí, pero también de silencios, esos que marcan los espacios en blanco entre versos tan frecuentes en sus libros, donde el lector respira lo que no se dice pero se intuye o se vislumbra.

Ante una voz así, no puede uno por menos que sorprenderse cuando piensa que, como él mismo ha contado, fue una persona balbuciente.

Soy de los que piensan que, una vez que el poeta ha encontrado su voz, cuanto escriba será, necesariamente, arte y parte de ese tono. Desconfío de los que en cada nuevo libro (hablo de poesía), que en cada nuevo libro, decía, muestran una voz distinta. Suelen ser farsantes o prestidigitadores, presuntos poetas que o no han encontrado su voz verdadera o les interesan otros juegos ajenos al hecho poético o, en fin, que reniegan sin más de la poesía entendida en su sentido más complejo y profundo. Esto no deja de ser una opinión.

Como buena parte de la de sus compañeros de generación, en especial los extremeños, esta poesía ha sido, y con razón, incluida en una corriente central de la lírica española del siglo XX y lo que llevamos de XXI. Me refiero a la “poesía meditativa” o “de la meditación”, así denominada por Unamuno (el mismo de “siente el pensamiento, piensa el sentimiento”), que fijó en un ensayo memorable José Ángel Valente. Allí se nombraba a Manrique y al Quevedo metafísico, a místicos como san Juan de la Cruz y sabios como fray Luis de León y, ya más cerca, al mencionado Unamuno y a Cernuda que es quien acaso más y mejor dejó atada esa tradición de tradiciones en lo contemporáneo. Digo “tradición de tradiciones” porque esta poesía meditativa, que aúna como digo sentimiento y pensamiento, emoción y reflexión, es deudora de la poesía romántica tanto inglesa como alemana, de poetas tan singulares como Leopardi y de un largo y extenso etcétera que hacen de ella todo lo contrario de la típica escuela donde los poetas han de sujetarse a la tiranía de determinadas normas. Como el resto de poetas extremeños de su edad y época, Basilio Sánchez escapó al canto de sirena de la tendencia dominante, la “de la experiencia”, y, en consecuencia, su poesía, ajena a esa o cualquier otra moda, campea aún a sus anchas, con la frescura necesaria, por el panorama literario patrio.

Tras leer de nuevo los siete libros que componen su poesía reunida, me encuentro con un puñado de paradojas que me gustaría comentar. Así, sin que esta poesía se pueda calificar de religiosa, la presencia de ese término, en su sentido etimológico (y no sólo), es consustancial a casi todo lo escrito por él. Quiero decir que lo moral y lo espiritual están presentes, si no siempre de forma explícita –y menos aún como creencia concreta u ortodoxa–, sí como sustrato poético. Quizá le convengan mejor otros términos tales como mítico o bíblico, pero lo cierto es que, a partir de las enseñanzas de maestros espirituales como los citados padre Pacífico o Lanza del Vasto, esta poesía respira “fervor”, por decirlo con una palabra rescatada para la poesía por un poeta que, me consta, Basilio Sánchez admira, el polaco Adam Zagajewski. Puede que todo pueda resumirse con otro conocido término, más amplio y preciso, que otro polaco, Czeslaw Milosz, reivindicó para la poesía: el humanismo. En todo caso palabras como piedad, consuelo o perseverancia nos vienen sin querer a la boca cuando leemos esta poesía cargada de símbolos cristianos. También aquel verso de Lanza, casi un lema: “Mantente erguido y sonríe”. Acaso por eso esta poesía, esencialmente melancólica (“la costumbre / de darme a la tristeza”), nunca conduzca a la melancolía.

Y ya que seguimos con las paradojas, vayamos a por otra. Siendo de su tiempo –nadie puede escaparse a lo que sucede en la época que le ha tocado vivir–, esta poesía, que nos ayuda a soportar con entereza, ya digo, estos tiempos de desasosiego y tribulación, se me antoja intemporal, intempestiva incluso, como fuera de una cronología determinada, como si lo que sucediera pudiera haber ocurrido en cualquier edad y período, del más tardío al más moderno. Puede que esto enlace con esa apariencia mítica a la que hice antes alusión. Y relacionada con ésta, otra aparente contradicción: leo estos versos y me sitúo a duras penas en un espacio concreto. Es decir, a pesar de que Basilio Sánchez, como sus compañeros de promoción literaria, no ha renunciado a vivir y a nombrar a su Extremadura natal, una vez dejados atrás los viejos complejos, no logro localizar ningún sitio determinado, excepción hecha del libro El cielo de las cosas (que transcurre en Los Pedroches cordobeses) o los poemas del ciclo inédito Cerca de aquí, cacereños por los cuatro costados. Esta virtud de lo ilocalizado e ilocalizable consigue que el lector se mueva con mayor libertad y mezcle sin temor y total imaginación los lugares descritos y lo que esos paisajes del alma anuncian o sugieren. Ya sean, supongamos, de alguna playa del Sur, de la Sierra de Gata o de los aledaños de su casa en Comarca de Gata. Paisajes, cabe añadir, donde hay un perfecto equilibrio entre campo y ciudad, entre naturaleza (nunca salvaje) y urbe.

No se acaban aquí las paradojas. Dije antes, y lo mantengo, que esta poesía era personal e intransferible por cuanto su voz y su tono eran suyos y sólo suyos. Sin embargo, nada más lejos de lo confesional, de ese intimismo mal entendido del que, por suerte, buena parte de la poesía española se deshizo hace mucho. Quien habla aquí es, aproximadamente, Basilio Sánchez. Su carácter: su máscara, que, como en el cuento chino que inventó Ferlosio, viene a coincidir exactamente con su propio rostro. Quiero decir que el protagonista poemático no es un personaje, al modo “experiencial”. Siguiendo, pongo por caso, el ejemplo de uno de sus maestros, Antonio Gamoneda, quien habla aquí es él, sin más desdoblamiento que el imprescindible cuando de poesía se trata, más que un mero género literario, como suele repetir el autor de Libro del frío. “Alguien”, que es como, a debida distancia, le gusta nombrar a Basilio Sánchez a ese ser al que le sucede lo que pasa en los poemas. Un “alguien” abstracto en el sentido de que es uno y es todos. Es frecuente que se hable en estos poemas de “los hombres” y “las mujeres”, de nadie en concreto. También es común el “nosotros” como persona verbal, un “nosotros” que no pocas veces coincide con un nosotros de dos (“A Maribel, siempre”, reza una dedicatoria tan bella como temeraria). Sí, he aquí otra paradoja: sin ser esta una poesía amorosa al tópico modo, rezuma amor por todas partes.

Esto no significa que lo interior, las “palabras de la privacidad”, como ha escrito el poeta, no estén presentes. Al revés. Lama ha utilizado la feliz metáfora de la casa para referirse a esta poesía. En algunos versos, ha hecho alusión a la pintura holandesa, de interiores luminosos, con esa luz tamizada y melancólica tan característica de los maestros de Flandes. La comparación está muy bien traída. Esta es, sin duda, una poesía habitable que nos lleva hacia dentro del mismo modo que nos traslada hacia fuera. De la memoria, podríamos decir, a la mirada, que son los conceptos inseparables de su manera de comprender el mundo. De las habitaciones a la naturaleza. O, como matiza Lama, del cuarto iluminado por la lámpara, donde suele situarse quien escribe, al jardín, que se ve a través de la ventana. No es baladí la aclaración. Que nadie se llame a engaño: estamos ante una poesía para entendidos. Para lectores, quiero decir. Muy civilizada, como el jardín frente al bosque. Que oculta, con la precisa cortesía, múltiples lecturas. Que se desenvuelve con aparente naturalidad entre un vocabulario de palabras gastadas, que diría Gil de Biedma, pero que no es ni superficial ni simple ni siquiera sencilla. Las frecuentes reflexiones sobre la propia escritura dan buena cuenta de ese afán metapoético que no deja de ahondar en el sorprendente misterio de la creación. “Soy un hombre que escribe”, dice, “alguien” que “mira / por el ojo de la cerradura del poema”. Que mira el mundo desde ahí, podemos aclarar. Alguien que sabe que lo que puede salvarle es precisamente la escritura. Alguien, en fin, que venera a las palabras, que ha elegido pensar a través suyo, que “sin quererlo, se ha ido acostumbrando a las palabras, a la idea de sobrevivir”, por decirlo con otro verso suyo.

Donde, a mi modo de leer, mejor ha expresado su poética es en el poema “Apenas nada” (no por nada dedicado a Miguel Ángel Lama). Allí ha escrito:

“No es la milagrería de los sueños, / sino el recinto humilde de las incertidumbres / y las perplejidades, / de los aturdimientos y el consuelo: / el orden desvalido, amenazado / en su naturaleza por el simple / transcurso de las horas, de un paisaje moral”.

Cuentan que le preguntaron a Lezama Lima: “¿Para quién se escribe?”, y que el poeta habanero, escondido en una sonrisa, tras la columna de humo de su tabaco, respondió que en un himno atribuido a Orfeo se dice: “Sólo hablo para aquellos que están en la obligación de escucharme”. A esa necesidad se ajusta toda la poesía que de verdad aspira a serlo, consciente o inconscientemente. También ésta.

“En todos estos años/ ha habido tantos muertos, / tanta desproporción, tanta memoria / condenada al fracaso”, escribió en su poema “Ruido de fondo”. Sin discutir que estos han sido, como diría otro de sus maestros, Antonio Colinas, “años tan intensos como difíciles”, la memoria que rescatan estos cinco lustros de escritura poética es todo menos un fracaso. Esa es la primera, única y última verdad que la lectura de Los bosques de la mirada me ha deparado: el lugar central que este libro ocupan en la poesía española de su tiempo y, más aún, porque aquí somos muchos menos, en la pequeña pero significativa historia de la poesía extremeña a la que, con sus poemas, ha dignificado y enaltecido. Pocas obras, en fin, más coherentes y significativas en nuestro panorama que la de este médico poeta (o viceversa) que ha hecho de la dignidad su santo y seña. Con la discreción que le es consustancial (“Al final de la vida, la belleza / habrá estado en las cosas que supieron / pasar inadvertidas”), sin estridencias, duda a duda, paso a paso, ha sabido levantar un edificio de sonido y sentido capaz de entusiasmar a cualquier lector ávido de la humilde pero poderosa verdad que encierran las palabras.

NOTA: Estas palabras fueron leídas en la presentación de la poesía reunida de Basilio Sánchez que tuvo lugar el 18 de enero de 2011 en la Biblioteca Pública del Estado “A. Rodríguez- Moñino / María Brey” de Cáceres. El mismo día, pero veintiocho años antes, que leyó por primera vez sus poemas en público.

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