Javier Codesal – Ojeadas al porno

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO1

JAVIER CODESAL

Ojeadas al porno

Image

(Sabiñánigo, Huesca, 1958), artista plástico, poeta y ensayista, es uno de los pioneros del videoarte en España. Ha utilizado diferentes lenguajes artísticos: radio, televisión, cine, vídeo, acciones, instalaciones, fotografía y medios interactivos. Es autor de los libros de poemas Imagen de Caín (2002), Ha nacido Manuel (2005) y Feliz humo (2009) y del ensayo Cine y sentimiento (2010).

La pasión amorosa posee una cara, o amor, y una cruz, o cuerpo. Para que el amor construya su arboladura, el cuerpo cede en representación. El porno es la cruz invertida de la pasión amorosa, hacia donde vamos a mirar.

Veamos.

Me gustaría cantar esta copla:

Mi pesadilla
es morderme la cola
por ver si chilla.1

El ripio proviene del Himno de zapadores, según se lee en una nota a este rensaku incluido en el libro Amo de llaves, de José-Miguel Ullán. Y, si trenzamos “amo de llaves” con “morder la cola”, ya casi disponemos de un argumento de ficción pornográfica. No resulta desdeñable que los protagonistas del film sean soldados zapadores, aquellos que excavan galerías subterráneas bajo el dominio de un amo férreo –de llaves–. Imaginad a estos soldados: sus brazos, sus piernas, sus zapas relucientes. Llave, zapa, cola, todo un arsenal con el que estoy moviéndome, porque ahora soy yo, tal vez yo solo, o el yo de cada uno cuando recorre un relato solipsista que no es el relato del deseo, sino el de los incontables tropiezos en los que intenta hallarse, o reconocerse, esa fuerza. No es extraño que a esta clase de imagen circulante, narrada, de galería subterránea, se la llame pesadilla.

Mi pesadilla
es morderme la cola
por ver si chilla.

Lo que sigue está dispuesto como una serie de ojeadas sobre este campo donde, mejor y más fácilmente que en ningún otro, encontramos nuestro cuerpo como materia, nuestro ser como cuerpo y nuestra palabra como cosa. La pornografía, lugar acelerado del desconocimiento del cuerpo, lugar abrupto de su presentación, parece exigir estas miradas de soslayo, rápidas y cortadas; pues una mirada que pudiera enfrentarse al porno abiertamente, sin corte, posiblemente se encuentra ya alejada de su magnetismo y, por tanto, de su posible verdad.

Ojeada primera.

Se le supone al porno un desligamiento total de lo subjetivo. Arte objetivo, despellejado de romanticismo y, ¿sólo por eso, sin sujeto? Carne objeto y objeto en la carne.

Mi postura, al comenzar esta relación, se opone a aquel prejuicio: hablo de mi palabra. Me dispongo ante un género de las imágenes con el fin de observar mi aspecto, hasta donde la imagen pueda iluminar el rostro que la encara; por conocerme, para ofrecerme y hablar.

Es cierto que me oriento, como una partícula de hierro, según dicta el cabezal del magnetoscopio, haciendo de mi cuerpo el verdadero sitio de la imagen; si bien, como en el caso de la cinta de vídeo, todavía invisible. Involuntario, quiero decir. Contradictorio.

Ante cualquier otra orientación no objetaré; al menos, no sabré expresarlo. Se trata de describir un movimiento que se adapta casi mejor a lo espacial que a lo narrativo: los desplazamientos de un ojo. Cada cual habla desde uno.

Si el sexo no consistiera en una actividad subjetiva, mental e incluso lingüística, no tendría mucho sentido la grafía del sexo, esto llamado pornografía. Pero esta lengua particular presiona sobre los mismos labios que contienen sus formas; arrastrada fuera de sí, parece muda y autónoma.

Un habla de peticiones perentorias, afirmaciones taxativas, interjecciones, onomatopeyas, jadeos, silencios. Necesita constatar continuamente la apertura del canal de comunicación: de penetración. Y transmite poca información.

Situado entre los márgenes del lenguaje, allí donde parece palparse la insignificancia, el porno tiende a la interrogación, una forma donde el lenguaje declara no estar saciado. Querer más, no hartarse nunca: lo común a pornógrafo y hablante.

Resulta paradójica, por tanto, la detención de la pregunta; que aquello que debería suscitar intensamente un anhelo de saber se solape con la actitud más viciosa, compensadora e ignorante. Esa habitual caída en la distracción.

Ojeada segunda.

El porno tiende al desnudo: un desnudo tendido, disponible. Es algo que cae por su peso, posee una dinámica propia. Descenso hacia el desnudo que debería condicionar un proceso similar en el habla que se ocupa de él.

Un discurso desnudo, ¿qué representa frente a los discursos cubiertos, vestidos o incluso armados? ¿Podría nombrarse un discurso penetrado? ¿Qué figura es esta? ¿No son más bien penetrantes, los discursos intelectuales?

La mirada ocupa a su antojo un lugar, dentro de los posibles en la imagen. ¿Se mira al penetrador o al penetrado? Se piensa y habla como penetrado o penetrador. En este terreno, es imposible hablar fuera del cuerpo, más allá de uno mismo.

Lo anterior es tan cierto, que todo esto que digo debe tomarse como introspección. El porno, finalmente, si posee una virtud, consiste en un ejercicio de soledad. Una oportunidad consigo mismo.

Puesto que el porno aspira a una total disposición –visible cuando yo quiera, siempre que quiera, sin una voluntad opuesta–, al desnudo tendido se le coloca en un estado de violación. Es aquella violencia que siempre estamos íntimamente dispuestos a consentir.

Pero la violencia también se desnuda en este caso. Recordemos aquel Saló de Pasolini: el penetrador muestra el culo, perdiendo junto al pudor sus argumentos. Violencia, pues, sin argumento.

La carencia de argumento del porno nos induce a componer un discurso sin argumentación, volcado sobre su mera consistencia: su actividad violenta. Pensar en nada. En la mayor desnudez, participar del discurso que no encuentra instancias que justifiquen o apacigüen su marcha.

¿No vamos por aquí hacia el solar vacío de la ética, cuando por ético se entiende reconocer lo real o, si tal suena a exceso, por ético se entiende orientarse hacia donde palpamos un esfuerzo por conocer cuanto fuera posible?

Dicho de otro modo: el ejercicio del porno debería traer consecuencias. Está en juego la perfección de un movimiento psíquico. Y, por tanto, salta la pregunta, cuando también estamos acostumbrados a que esta forma sea la propia del pensamiento moral.

Pregunta: ¿quién alcanza la altura necesaria en esta práctica seguramente corrompida en cuanto un átomo de argumento, sea económico, estético, político o religioso, entra en contacto con su juego? El porno sólo será virtud o basura. El porno solo es virtud, como basura.

La mera existencia de pornografía comercial, lo que sin duda otorga una razón social a estas prácticas según las conocemos, desvirtúa el sistema de pensamiento y la posición ética que podría suscitarse desde una desnudez tan grande, no lo olvidemos.

Ojeada tercera.

Una cuestión sencilla. Dado un proxeneta, aunque cobre el aspecto aseado de productor, en los giros del porno, los propios de la imagen en su densa certeza de cosa hecha, lo que ocurre es que mi ojo de mirón es trasladado a la posición del proxeneta.

Y, ¿no resulta precisamente la del proxeneta la posición de mayor goce, la que mejor se satisface de la puta o del puto? El proxeneta es además quien queda fuera, controlando y disfrutando del sexo a distancia, sin riesgos, por decirlo así.

¿No estamos en que la puta o el puto constituyen la figura fundamental del porno? Por su estar plenamente en oferta, ambas cosas, puta y porno, se asemejan, al menos para el usuario.

Aunque, desde luego, cabría otra cosa. Pero esa cosa, todavía por mencionar, un porno sin sumisión al dinero o la presión del chulo, a las condiciones del trabajo, en suma, esa cosa liberada, ¿nos conviene realmente? Quiero decir: ¿nos excita la idea de un porno liberado?

La esclavitud tantas veces evocada en imágenes para excitar, ¿no encierra un deseo verdadero de esclavitud, también social? Entonces, traspasado este deseo político, ¿qué porno queda?

Del ángel se decía “sin sexo” por su proximidad al bien; por lo mismo que al demonio se le pinta un rabo. ¿Puedo afirmar que sólo me excito en lejanía del bien, en contacto con el mal?

Con “ser inmoral”, expresión tan ligada al goce, ¿se indica que sólo en la inmoralidad, al menos para ciertas personas, es posible captar el ser? Y, puesto que no ignoramos la verdadera cara del mal en nuestros días, miremos hacia Irak.

Ojeada cuarta.

La mayor evidencia, ante la avalancha de fotografías de presos torturados en Irak, es su carácter pornográfico. Queda instaurada una nueva forma de difusión pornográfica a través de los informativos de televisión.

Y el primer escándalo de la pornografía que relata torturas en la prisión militar de Abu Ghraib es la belleza de los cuerpos desnudos iraquíes. Belleza que los presenta como un objeto contundente para el ojo erótico occidental.

Dejan de ser pobres, atrasados, tal vez malolientes ciudadanos de un país sin encanto, para revelarse como potentes cuerpos de absoluta integridad, cien por cien corticales, de superficie tan virgen que no es extraño verlos devorados.

¿Por qué se hicieron aquellas imágenes tan comprometidas y por qué salieron de la prisión? No se trata de un descuido imperdonable. Se fotografía la tortura porque el móvil de la tortura es la imagen.

No es cierto que se torture para obtener mayor eficacia en un interrogatorio policial o militar. Se tortura para ver la imagen; por tanto, la imagen debe llegar a su exhibición por encima de cualquier consideración práctica.

La tortura expresa la verdad de la guerra: un deseo incontinente frente al otro; su anulación culmina su posesión. Anular, anal, he aquí lo característico de este avance. En la milicia es frecuente la frase “meter un tubo”.

El ejército renuncia a lo fálico por lo anal. Su erección, tan vistosa en ciertas posturas, exhibe aquello que va a ser entubado, cuerpo que a su vez entubará a quien le corresponda. Falo para entubar, para el ano.

Ese falo colectivo, alzado entre todos, hombres y armas, sonidos y movimientos, significa primeramente sumisión, cosa esta sobreabundante en el ejército. Del falo militar, lo que destaca es el objeto a perforar.

Comento una fotografía observada por mí en el periódico El País el 22 de mayo de 2004. Un soldado occidental vestido, armado, con casco, enguantado, entre cuyas piernas destaca un perro negro.

Ambos, militar y animal, permanecen a escasos palmos de un iraquí maniatado y arrodillado, desnudo en otras ocasiones, no en ésta, pero en lo interior de esa imagen necesariamente desnudo…

El perro abre la boca para morder. Entre las piernas del soldado, el pelo negro con dientes es su pene verdadero, lo que él anhela representar: órgano para trocear, masticar y digerir la carne del reo. Todo un placer. Pornografía.

Genet no lo habría cantado mejor. Y ahora, otra imagen del mismo día: el preso posa desnudo, con grilletes en los tobillos, en el centro de un pasillo ancho entre celdas, atravesado ya visualmente por aquel eje estructural.

El hombre desnudo extiende sus brazos en cruz latina, apertura que ostenta el triunfo inmejorable del cristiano. El cristo cruza púdicamente las piernas, ¿para borrar un tanto su sexo o, más bien, para señalarlo?

Ante él, un soldado americano vestido de faena asienta los pies firmemente, con piernas separadas y brazos cruzados, sosteniendo una porra. Tesis y antítesis en las posturas de las extremidades de víctima y verdugo, en un juego tan formal que sólo produce dinámica.

Según el pie de foto, la piel del reo ha sido rebozada “en una sustancia ocre”. Luego estamos ante un rasgo pictórico, de la estética. El cuerpo se ve sometido, en primera instancia, a las exigencias posturales y cromáticas de la imagen.

Lo estereotipado de esta composición pornográfica, avivado por el rebozo de la sustancia ocre, destapa su dimensión estética y, por tanto, cómo los patrones de la dominación y el placer han sido formalizados socialmente.

No sólo recuerdo a Genet o Pasolini, sino también algún baile de La Ribot, desnuda y quieta ante la solidez, como de porra negra, de los trajes cerrados y oscuros de los banqueros del arte.

Todo queda subrogado al placer, que no se detendrá en lo visual, puesto que la estética es una barrera franqueable. Lo que el placer actúa busca actualizarse aún más en la materia más estricta posible, aquello que de un cuerpo escapa a su composición, pero también a su movimiento, y que podríamos nombrar como su haber sido.

Ojeada quinta.

Si algo de lo anterior, en su brutalidad política, puede ser mantenido, tal vez convenga volver por el mismo camino hacia atrás, hacia la actividad simple del ojo, en aquella zona de conexión entre cuerpo, mirada y objeto.

No nos resulta indiferente lo que ocurre con la mirada, su actividad antes del sueño o en él. Analicemos esas formas particulares del deseo, las de cada uno, y dejemos de darles curso como inocentes representaciones. Nada representado es inerme.

Aunque reprimir la fantasía produce engaño y, lo que es peor, da paso subterráneo a fuerzas que seguramente nos asaltarán más tarde sin que podamos escapar. La guerra, según lo visto, expresaría ciegamente algo negado. Pues todo, incluso la imagen, actúa.

Y si no es posible o deseable corregir el acto, este tan difícil de asir de la representación, nos interesa saber a través de él sobre aquello particular y nada evidente que opera en nosotros, y que sólo penosamente reconocemos.

Saber encarar completamente las imágenes, sin dar la espalda a los vínculos que gracias a ellas acceden a cierto grado de intercambio. No que nuestra voluntad las modifique, sino que podamos estar presentes en ellas.

A fin de cuentas, lo más terrible de las imágenes, en su relación con el ojo, lo constituye la entrada de este último en una postura definitiva, pegada, donde lo que se ofrece por delante a partir de entonces está muerto (naturaleza muerta).

“No existe entre nosotros quien, dado un incógnito eterno y sin huella digital que confrontar contra nuestras almas, se abstendría de cometer violaciones, asesinatos y toda clase de abominaciones.”2

Han sido palabras del doctor Matthew O´connor, en la novela El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Por si parece su juicio demasiado severo, escuchemos la voz ponderada de Roland Barthes, en sus Fragmentos de un discurso amoroso:

“A veces una idea se apodera de mí: me pongo a escrutar largamente el cuerpo amado. Escrutar quiere decir explorar: exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo). Esta operación se realiza de una manera fría y asombrada; estoy calmo, atento, como si me encontrara ante un insecto extraño del que bruscamente ya no tengo miedo. Algunas partes del cuerpo son particularmente apropiadas para esta observación: las pestañas, las uñas, el nacimiento de los cabellos, los objetos muy parciales. Es evidente que estoy entonces en vías de fetichizar a un muerto. La prueba de ello es que, si el cuerpo que yo escruto sale de su inercia, si se pone a hacer algo, mi deseo cambia; si, por ejemplo, veo al otro pensar, mi deseo cesa de ser perverso, vuelve a hacerse imaginario, y regreso a una Imagen, a un Todo: una vez más, amo.”3

Ignoro si la exploración pornográfica se produce en general desde tan intensa experiencia como la referida por Barthes, pero este enfrentarnos sin evasivas a los límites del ser moral le otorgaría una función preciosa.

Tomo ahora del heterónimo de Fernando Pessoa llamado Álvaro de Campos. Su Oda marítima testimonia un delirio masoquista y sádico superior. Pornografía que sale, en palabras del poeta, de una sobrecogedora “Voz sin boca”.

“(…) Los vientos de la Patagonia tatuaron mi imaginación / con imágenes trágicas y obscenas. (…) ¡Ah, piratas, piratas, piratas! ¡Piratas, amadme y odiadme! (…) ¡Vuestra furia, vuestra crueldad, de qué manera hablan a la sangre de un cuerpo de mujer que fue mío antaño y cuyo celo sobrevive! (…) ¡Ah, serlo todo en los crímenes! (…) ¡Ser el pirata resumen de toda la piratería en su auge, / y la víctima- síntesis, pero de carne y hueso, de todos los piratas del mundo! // ¡Ser en mi cuerpo pasivo la mujer-todas-las-mujeres / que fueron violadas, muertas, heridas, desgarradas por los piratas! (…) ¡Ah, no sé qué, no sé cómo me gustaría ser de vosotros! / No sería sólo seros la hembra, seros las hembras, seros las víctimas, / seros las víctimas –hombres, mujeres, niños, navíos–, / (…) no era sólo ser concretamente vuestro acto abstracto de orgía, / ¡no era sólo esto lo que yo quisiera ser –sino más que esto, el Dios– esto! / Sería necesario ser Dios, el Dios de un culto al contrario, / un Dios monstruoso y satánico, un Dios de un panteísmo de sangre, / para poder llenar toda la medida de mi furia imaginativa, / para poder no agotar nunca mis deseos de identidad / con la parte y el todo, y el más-que-todo de vuestras victorias! / ¡Ah, torturadme para curarme! (…)”4

Este Pessoa comparte con el género pornográfico el sonido. La Oda está llena de exclamaciones y onomatopeyas, algunas escritas con caracteres progresivamente más grandes, hasta el punto de ser un poema para la vista, el grito o el jadeo.

Allí coge cuerpo un enorme cansancio de civilización, nombrado explícitamente en varios momentos. Es la agonía del orden a por lo que va esta orgía de sangre, señalando, por supuesto, un estado de civilización insuficiente, impotente, corrupto.

“¡Huir con vosotros de la civilización! / ¡Perder con vosotros la noción de la moral! / ¡Sentir transformarse a lo lejos mi humanidad! (…) ¡Bah! ¡Y que no pueda actuar de acuerdo con mi delirio! / ¡Bah! ¡Y que siempre ande agarrado a las faldas de la civilización!”

En primer lugar, llama abstracto al acto de la orgía. Esto que nos parece en la pornografía lo más concreto, música concreta, de roces, chasquidos, gritos y masa corporal.

Por encima de la abstracción coloca al “Dios-esto” como categoría absoluta, nombrando así en el cuerpo una realidad más intensa: “esto”, pero a gran escala, en la dimensión de Dios. El “panteísmo de sangre” contiene una llamada a “esto”; porque en esto, que es carne desnuda o abierta, “esto” no detiene su actividad, sobrepasándose a sí mismo en realismo.

La “furia imaginativa” del poeta se comunica con “poder no agotar nunca mis deseos de identidad”. Nótese la concatenación reiterativa de los sentidos de: “poder”, “no agotar”, “nunca” y “deseos”; todo ello pesando como subrayados sobrepuestos sobre la palabra “identidad”.

Identidad que intenta poder ser, que no acepta agotarse, que pretende durar frente a nunca y es llamada deseo. Algo de la identidad está en juego cuando la carne se desnuda, más aún si es hendida, golpeada, poseída, sangrada: sucesivos grados en la elucidación de esta verdad.

¿Para qué, entonces, todo esto de la pornografía? ¿Para vaciarse? ¿Para llenarse? Lo más insensato es pasar el rato a su costa. Lo más necio es consumirla. Álvaro de Campos propone un uso exacto: “¡Ah, torturadme para curarme!”

Cada cual sabrá de su enfermedad. Campos-Pessoa mencionan la suya al poco de comenzar la Oda, cuando sus síntomas coinciden con los observados en los actores desnudos del cine porno: “Y todo en mí tiembla, toda la carne y toda la piel, / por culpa de esa criatura que nunca llega en ningún barco”.

Ojeada sexta.

Cuando la luz crece por encima de un umbral, por ejemplo, en la iluminación absoluta de muchos platós de televisión, su exceso nos priva de una parte de lo visible que es lo invisible, la sombra. Lo oscuro, lo negro de la imagen.

Y el exceso de visión, la ubicuidad del punto de vista, nos priva de la parte invisible del acto sexual, invisible sobre todo en la experiencia directa del mismo. La convención pornográfica de eyacular fuera del cuerpo, a la vista, también nos deniega esa parte invisible del acto.

Por este camino, la representación pornográfica cercena la experiencia sexual. Adelgaza la relación en cuyo seno, en la vida real, se lleva a cabo, quedando como únicos operadores narrativos los estereotipos: virgen, puta, chapero, violador, ama, amo, etc., según un repertorio de subgéneros.

La entrega pornográfica a la imagen pura plantea no sólo el tema de la cantidad de visión sino también el de su veracidad, como otra dimensión de la tarea de ver más. Pero excluye el asunto de la verdad, según demuestra lo mucho que nos impide ver.

“Dice verdad quien dice sombra”, según aquel poeta que desnudaba enteramente las cosas, quien logró soportarse durante cierto tiempo sobre su voz sin huir ni engañar, Paul Celan. “Dice verdad quien dice sombra.”5

Se diría también que lo que vemos en el momento actual ya estaba visto, que todo para el espectador de porno es déjà vu. Su acople con determinado modo genérico obedece a una horma invisible y personal que conecta con lo visible de la imagen.

Apenas intervenimos en la selección de nuestro ojo, ya que en eso, más que en nada, somos reflejo. Constatamos si resulta ideal el contacto, abstracto y perfecto; y, como mucho, decimos sí. Sí de una imagen, más desnuda que cuanto podamos imaginar.

El supuesto halo despersonalizado del porno define esta circulación irresponsable entre una impronta donada y un registro icónico sin verdad. Lo que ocurre es un encuentro de imágenes impersonales, la del sujeto que mira y la proyectada.

La innegable excitación que proporciona ese intercambio frenético de equivalencias se inicia tal vez en la confirmación que recibe el ojo de su asentamiento dentro del catálogo de las formas registrables de apareamiento. Identidad por reconocimiento.

Como no hay resto, por principio, en esa operación, ni producto ni desgaste, se comprende que el movimiento del porno tienda a hacerse eterno. De su misma actividad se sigue un valor de adicción.

Formalismo: contacto de significante a significante sin rendir un sentido. La soledad en que nos arroja ese interminable ejercicio de medir o medirnos con la imagen puede adquirir el tono de una pregunta; y es a través de ella que se abre una vía para la acción.

¿Cabría superar la mismidad de las imágenes, su tautología? ¿Puedo concebir el espacio de una identidad auténticamente mía, y que se corresponda con mi historia en tanto suceder narrativo, por ello capaz de distanciarse de mis rasgos primeros?

Ojeada séptima.

Algo sobre mirar sin ver, a propósito del porno codificado en televisión, del que sabemos que mucha gente es aficionada. Ahí nos enfrentamos a una imagen rajada mucho más que velada; deshecha, casi irreconocible.

El tramado de la imagen deja pasar lo justo para que podamos reconstruir lo sígnico del significante y así intuir qué contiene. Vislumbramos partes: pene, pecho, vagina, aunque también podríamos confundirnos y apreciar en cada caso lo que busquemos.

Recuerdo al niño excitado que dentro de un armario espiaba por una rendija el acto sexual de la madre con su amante, en El marino que perdió la gracia del mar, de Mishima. ¿Seguro que no hay algo primordial en ese gusto del televidente por no ver mirando?

La trama de canal+ modifica la dimensión temporal del vídeo pornográfico. De él sólo sabemos con certeza que está ahí, tras el rayado, pues recibimos indicios parciales y discontinuos que lo confirman.

Y, puesto que la trama es actual, sobrepuesta en directo a la imagen desnuda, cosa que comprobamos cada vez que bruscamente se pasa de la emisión normal a la codificada, aquello que sabemos que ocurre por detrás, se acerca desde el pasado al presente.

Saber que la imagen grabada está siendo velada ahora mismo, trasforma lo grabado en directo. Gracias a ese vuelco, el efecto de la imagen pornográfica e invisible se intensifica.

El éxito de los programas sin descodificar nos da idea de la importancia para el porno del sentimiento de realidad transferido al directo. A la inversa, ofrece pistas sobre aquella tensión que nos lleva a destripar un reloj para saber del tiempo.

El ansia por tener experiencia de lo real o, simplemente, experiencia real, verdadera, nos arroja sobre cuerpos plenamente disponibles, en los que creemos sostener por un tiempo el desasosiego que produce la ignorancia radical de nuestro propio cuerpo.

También estamos ante el placer de la ceguera. Un pene ciego, cuya visión es por roce o por impacto. Cegado por la pasión, solía decirse; o sea, codificado. A un pene ciego correspondería la disociación entre sexualidad y visión.

Pero una sexualidad autónoma, cuya circulación termina en el placer, se contradice con esa mínima lección de la experiencia del porno que nos confirma la idea de encarnación de la mirada.

El plano fetiche del porno de autor, cuando la cámara adopta la posición o punto de vista de una verga, no sólo insiste pesadamente en el perfil fálico de la cámara, sino que también reconoce la función de la mirada en el acto de penetrar. Así, el célebre travelín en Hortensia, la película de Antonio Maenza.

La verga observa, pero en torno a ella se organiza la oscuridad. Sea cual sea la hendidura en donde tal ojo se adentra, le otorgamos una cualidad masiva e impenetrable, de agujero negro.

La hendidura, por su absoluta densidad, resulta tan atractiva que la luz, y por tanto la imagen, ya no salen de ahí. Visión que finalmente conduce a un campo ciego. Anillo inestable del ver y el no ver.

Simone le pide a Sir Edmond que extraiga un ojo del cadáver de un cura al que ella misma acaba de estrangular mientras copulaba con él por la fuerza. Se explica: “–Quiero divertirme con él.”

Y así describe Bataille el juego de Simone, en su conmovedora Historia del ojo: “Acariciándose las piernas, deslizó por ellas el ojo. ¡La caricia del ojo sobre la piel es de una suavidad excesiva… acompañada de una espeluznante sensación de horror!”

Tal vez ahora cobre su sentido pleno el uso repetido de la palabra ojeada en este texto.

Última ojeada

Un pene tieso. Ese que no es bello y ni siquiera me apetece mucho, pues pertenece a una estirpe indeseable: El bienestar de los demonios. De este libro del pintor y poeta Víctor Mira, extraigo un miembro oscuro, dolido, pero muy desnudo, con esa falta de tapujo que apunta hacia una verdad.

Pene tieso
Qué importa que se te ponga tiesa
porque se la metas
o porque te la zarandeas con la mano.
El asunto siempre fue oscuro
pero ahora realmente carece de luz.
Cuando está dentro
y ha pasado la primera calor,
si no te mueves, un acto de luna.
Si no lo ves, un acto de marte.
Si no sientes amor
–ni pegando golpes sobre los senos
como si fuesen tambores–,
un acto de dolor.
Las entrañas de ella
siempre huidizas,
ni frío, ni calor.
El pene metido en el corazón.6

NOTAS

1 Ullán, José-Miguel. Amo de llaves. Madrid: Losada, 2004, p. 79.

2 Barnes, Djuna. El bosque de la noche. Trad. Maite Cirugeda. Barcelona: Seix Barral, 2003, p. 124.

3 Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Trad. Eduardo Molina. Madrid: Siglo XXI de España Editores, 1999, p. 80.

4 Pessoa, Fernando. “Oda Marítima”. En Poemas de Álvaro de Campos. I Arco de Triunfo. Trad. Adolfo Montejo Navas. Madrid: Hiperión, 1998, pp. 157, 161, 163, 165 y 167.

5 Celan, Paul. “Habla también tú”. En De umbral en umbral. Trad. Jesús Munárriz. Madrid: Hiperión, 2000, p. 103.

6 Mira, Víctor. El poeta muerto 1972-1990. Madrid: Ediciones Libertarias, 1995, p. 53.

Ojeadas al porno es una conferencia leída en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, formando parte de “Tecnologías de género”, en 2004.