GABRIEL INSAUSTI
Sueño de Estambul
Antes que a canela o jengibre, a comino u orégano, a lo que huele Estambul es a tiempo y poder. Puedes adivinarlo a través de la ventanilla del taxi que remolonea de calle en calle desde el aeropuerto: la ciudad a la que Constantino prestó su nombre, la ciudad en la que Justiniano quiso elevar su propio imperio, la ciudad donde el sultán Mehmet II entró triunfante, la ciudad de las mil cúpulas y las callejas tortuosas, es hoy una sucesión de barriadas que acoge a doce millones de personas. Bancos, tiendas de telefonía móvil, comercios de dulces, sastrerías… Un bullicio interminable e idéntico al de cualquier otra urbe moderna. Luego, tras cruzar el puente, la fisonomía empieza a cambiar. En cada esquina, una piedra memoriosa que nos habla de un pasado: templos desahuciados, murallas que custodiaron un palacio, arcos de medio punto que sugieren un tramo de acueducto. Y cuando llegas a Sultanahmet percibes esa acumulación de niveles —Roma, Bizancio, los otomanos— que eligieron esta colina por emplazamiento. Aquí, fuese cual fuese su signo, ondeaba siempre el estandarte. Un lugar de defensa y vigilancia, entre dos continentes. Un vergel y una torre al mismo tiempo.
Imaginas que Mehmet hizo lo mismo cuando por fin logró tomar esta colina: lo primero, subir a la azotea para otear ese espectáculo, la península entre el Cuerno de Oro y el Mar de Mármara, con el Bósforo dibujando su panza hacia el este. Ahí, en la ladera sobre la que se apiñan hoy albergues, viviendas y restaurantes, cada edificio parece descollar entre los demás para asomarse al panorama, mientras a tu espalda la Mezquita Azul se recorta con sus minaretes contra el crepúsculo, como un coleóptero que ha quedado patas arriba por toda la eternidad. Dispuestos a propinarse una buena cena, los turistas van ocupando las terrazas que se anuncian a pie de calle y escrutan la carta con devoción. En algunas, más modestas, cuatro o cinco ancianos conversan, quizá fuman una pipa de agua sobre esos taburetes diminutos mientras dejan que muera la tarde. Todo se va sumiendo en una bruma gris y azulada. Quisieras decir que al otro lado del Bósforo se extiende Asia como una pregunta, pero la enorme antena que se alza sobre la colina —un monstruo metálico de más de cien metros de alto, en cuya punta parpadea la baliza que alerta a los aviones— sugiere más bien un abrumador signo de exclamación.
Nunca, durante tus días de escolar, nunca quedó clara la razón de ser de aquella asignatura: Geografía e Historia. Lo que se extiende en el espacio y ocupa un lugar, lo que aconteció en el tiempo y protagonizaron otros hombres. Ésa era la idea. ¿Qué tenían que ver los ríos de Alemania, las cordilleras de América, las planicies de Asia, con aquella sucesión de intrigas, magnicidios, guerras, pactos? Nada. Se trataba de pasiones distintas e inmiscibles. Y, sin embargo, en lugares como Estambul uno casi comprende ese binomio: Geografía e Historia, claro que sí. Geografía e Historia, porque en ocasiones se diría que esos acontecimientos que atraviesan el tiempo, esos hechos remotos, brotasen de la naturaleza de un lugar. Aquí, por ejemplo, el emplazamiento se antoja decisivo: una lengua de tierra entre dos masas de agua, que en su extremo se alza un poco, invitando a ver en esa elevación del terreno una posición defensiva; pero una lengua de tierra que, además, se adelanta hacia otro Continente, en el límite de un mundo. Desde ella podía controlarse el paso hacia los Balcanes por un lado y hacia el Ponto Euxino y lo que más tarde sería Rusia, por el otro. También un puerto magnífico y seguro, desde el que era posible fletar los barcos que acudían a todas las costas y desde allí traían a la urbe una infinidad de productos. No extraña pues que a lo largo de los siglos tiempo y poder hayan sido amigos de esta ciudad. Si recorres el Gran Bazar puedes tocarlo, olerlo incluso: para abastecer ese mercado bajo la vieja estructura de cúpulas y claraboyas, para colmar ese lugar de alfombras, sacos de especias, frutos, lámparas, juegos de té, en un espectáculo inverosímil de formas y colores, se requería el esfuerzo de todo un imperio.
Lo más increíble de una ciudad es siempre su propia existencia, cómo ha sido posible organizar esa muchedumbre y fingirle un orden más o menos constante. Eso es quizá lo que admira con su canto repetitivo y ronco el moecín que antes del alba proclama la llamada a la oración. “¡Despertad! ¿No veis lo extraordinario de todo esto? Un día más y continuamos aquí, en el mismo lugar donde pisaron las legiones y los soldados del sultanato y...”. Si no puedes ignorarla, si temes oír el jadeo del insomnio sobre tu hombro, aunque esté aún oscuro saldrás al balcón a escuchar esa voz devota. Al otro lado, en la orilla asiática, guiñarán los mil ojos luminosos como una hueste abigarrada, dispuesta para el asalto (sólo que ya no hay nada que asaltar). Entonces caerás en la cuenta: las banderas que asoman desde las ventanas con un mástil ostentoso de dos metros, los estandartes que cuelgan de las barandillas de los balcones, las banderitas más modestas que ondean a la entrada de casi todos los comercios, los banderines cruzados que lleva en su primer coche el tranvía que atraviesa la ciudad… Por todas partes, esa media luna blanca sobre fondo rojo —junto con los grandes carteles que muestran el rostro bigotudo del presidente Erdogan— te recuerda dónde estás. Hay quien quiere ver en ella una cimitarra y quien prefiere distinguir un croissant. Tanto da para quien se asoma desde su balcón, atraído por el canto exótico del moecín: también ahí, sobre el mar, pintando su estela tililante y blanca, alguien —¿el propio Erdogan?— habrá dejado suspendida una hoz de plata. Algunos sospechan que no crece ni decrece, que permanece siempre inmóvil. De ese modo los viajeros no se distraen de un estribillo constante: tiempo, sí, y poder.
Varias cautelas: conviene que recuerdes bien dónde has dejado tus zapatos antes de entrar en las mezquitas más visitadas, o de lo contrario protagonizarás una embarazosa discusión con algún tipo procedente de Amarillo (Texas). Y es tan difícil ponerse digno en calcetines… También conviene, si eres mujer y escrupulosa, llevar tu propio foulard para cubrirte la cabeza, de lo contrario te verás obligada a tomar un pañuelo en préstamo y calcularás en silencio cuántas cabelleras han estado en contacto con esa tela azul desde el último lavado. Al llegar a la Torre Gálata leerás en la fila que se forma estoicamente alrededor un maelstrom que va creciendo conforme avanza el día, y si la espera dura lo suficiente creerás que la propia Torre gira con ese remolino, como un eje del planeta que dictase su rotación constante. En el Palacio Topkapi, al visitar el harén —lo más interesante quizá, más que la ristra de pabellones indistintos— oirás chistes en todos los idiomas, pero has de recordar que el precio por vivir allí era hacerse eunuco. Y cuando llegues a la Sala de los Relojes, donde se guardan esas piezas majestuosas procedentes de todas las casas fabricantes de Europa, esos tesoros palpitantes adornados de oro, plata y gemas, recordarás de nuevo: tiempo y poder, a eso se reduce todo.
La Geografía, pese a todo, tiene la ventaja de que sus referencias están siempre disponibles. En todo momento, uno sabe qué hay hacia el norte, hacia el sur, hacia el este, hacia el oeste. Países, ciudades, ríos, montañas. De hecho, en recordar qué hay en todas direcciones consiste propiamente saber dónde estás. Toda posición es relativa. En cambio, de la Historia sólo conocemos lo que ha sido, no lo que será. Una misma dimensión, una misma dirección, pero dos sentidos distintos. Y el que apunta hacia el futuro es siempre incierto. Podemos estudiar los factores que empujan hacia aquí o hacia allá, pero no establecer con seguridad lo que ha de venir: toda pretensión de sondear en ese territorio se funda sobre la premisa mayor “Si se mantienen las condiciones concurrentes hoy...”, pero las condiciones nunca se mantienen. En eso consiste la Historia, en eso el tiempo: un marasmo en el que lo único permanente es precisamente la mudanza. De modo que las pretensiones apocalípticas, milenaristas o proféticas, la altivez de un Hegel que daba la Historia por concluida, o que al menos la juzgaba predecible, nos provoca hoy una risa amarga. Esa, predicar la fatalidad, es siempre la estrategia del totalitario: su programa y lo che sará, qué casualidad, coinciden al milímetro.
Cruzas, mientras cavilas en estas cosas, el puente que conduce hacia la torre Gálata, y te sumas a una corriente. Como con el tráfico rodado, los peatones tienden a dividir la acera en dos. Uno ha de secundar ese flujo constante de personas y circular por su derecha. Y algo parecido han hecho los hombres siempre. ¿Qué sentido de la Historia, de su papel en ella, puede tener un individuo? El soldado francés que empuñaba un mosquetón y marchaba en columna hacia Austerlitz, ¿pensaba que con su lealtad al emperador estaba despertando la conciencia nacional de los países sometidos? El navegante que se enfrentaba al Atlántico en busca de una ruta hacia aquella Cathay rica en sedas y especias, ¿pensaba que por el camino debía toparse con un Continente que abriría perspectivas inusitadas? Obviamente, no. De hecho, en el caso de Bizancio ni siquiera la denominación valdría, ya que se trata de un término acuñado tardíamente por la academia: ellos se consideraban a sí mismos “romanos de oriente”, o en todo caso griegos, una vez el latín fue desechado como lengua del Imperio; nunca habrían dicho “nosotros, los bizantinos”.
De modo que quizá, pese a todo, Hegel no estaba equivocado del todo y la astucia de la razón sabe reconducir los esfuerzos de los individuos en la dirección que ella apetece. Y lo que a esos individuos les toca se antoja muy parecido a lo que hacemos aquí quienes cruzamos el puente: secundar la corriente, como ese glóbulo que flota en un plasma. Dejarse arrastrar. La cuestión sería: ¿es eso todo? ¿Sólo sopesaríamos una vida por su incidencia en lo que llaman “la Historia”? Haber cambiado el signo de una guerra, haber unificado un país, haber fundado una ciudad, ¿sólo eso sería relevante?
En ese trayecto incierto, sinuoso, el peatón va haciendo acopio de un puñado de signos: sarayi significa “palacio”: su, “agua”; camii, por supuesto, vale por “mezquita” y cadesi por “calle”; belediyesi no puede ser otra cosa que “distrito” y müzesi, “museo”. Lo demás no ofrece dificultad alguna: “Barclays” se dice “Barclays”; “Coca-Cola”, “Coca-Cola”… Por ese flanco el lenguaje crece a ojos vista, en una identidad homogénea que va de Singapur a Manhattan y vuelta. El único trance decisivo es el de orientarse en la carta de algunos restaurantes. Conviene distinguir el adana, insufriblemente picante, de los demás kebab : quien haya cometido el error una vez jurará no volver a hacerlo. Las ensaladas en general se presentan más que aceptables, lástima que la de pastor cuente entre sus ingredientes con el insufrible pepino. El pescado puede ser magnífico, el té de manzana muy sabroso y el café turco —para quien guste de los sabores fuertes y no haga ascos al tacto de los posos en los labios— resulta muy estimulante. Y, por supuesto, la repostería —llena de azúcar y canela, de pistacho y de nuez, de piñones y dátiles— tiene su joya en los deliciosos baklawa. Por lo demás, junto con la luz del Bósforo poco después del amanecer, lo único que se antoja intraducible al extranjero son los mil aromas de las especias. Es allí donde el lenguaje se disuelve y enmudece, inerme, lo mismo que los viejos mapas al llegar al límite occidental del Atlántico. Hic sunt dracones.
Hay un significado rotundo en la idea de cúpula. Una forma obtenida al cabo de la esfera, es decir, de la que —según sabían los griegos— es la forma geométrica perfecta porque es idéntica desde todas partes. Lo cual supone la abolición de la perspectiva, de cualquier punto de vista privilegiado. La esfera es, y punto. De ahí que el ser parmenídeo fuese “esférico”, como decía el eléata.
Los romanos dieron cuerpo a esa idea ya en los panteones de la Ciudad Eterna. Véase la cúpula semiesférica del Panteón de Agripa, por ejemplo. En realidad puede entenderse que su espacio arquitectónico es una esfera completa inscrita en la envoltura cúbica, pues aunque sólo exista de esa esfera la mitad superior la parte inexistente tendría exactamente la altura que dista la superior del suelo. Es decir, que cuando entras allí puedes imaginar esa media esfera ausente, como un cuerpo geométrico de vidrio. ¡Las esferas! Eso sientes, en Hagia Sohia, ante esa multitud de cúpulas y semicúpulas, de esferas incompletas, sugeridas por la estructura: que puedes imaginar ahí, en el espacio vacío de la antigua catedral, el roce de una esfera contra otra, ése que produciría la música, la armonía, en la arquitectura ptolemaica del universo.
De modo que un edificio como Hagia Sophia recrea en tu imaginación esa música, esa armonía. Y quizá el problema es precisamente que fuese demasiado armónica, que ignorase toda disonancia. Contra toda fragmentación del espacio, una planta central, con su gran cúpula en medio, sugiere una imagen del mundo y una imagen del imperio. O tal vez no hubiera diferencia, en la mente de aquellos hombres, entre ambas cosas. “Puedes tomarme o dejarme, pequeñuelo”, viene a susurrar esa forma, “lo que no puedes hacer es ignorarme”. El mundo era una cúpula porque el imperio era una cúpula. Constantino era una cúpula. Y una cúpula es el monismo. Una cúpula es la autocracia. Una cúpula es la pretensión de erigir un todo.
¡Turismo! El lenguaje, más sabio que nosotros, te recuerda de pronto el origen de las cosas: lo que hacemos hoy varios miles de visitantes cada día, lo que cumplimentamos al atravesar uno por uno los ritos previstos en los folletos y las guías de las agencias, es un pobre eco, casi una caricatura, del Grand Tour que idearon los viajeros británicos en el siglo XVIII. Winckelmann y la moda arqueológica suscitada por los hallazgos de Pompeya y Herculano. El viaje a Italia de Goethe, cuando el poeta huyó hastiado de sus trabajos en Weimar, y el Sentimental Journey de Sterne. La Society of Diletanti y la moda italiana que condujo a Keats, Shelley, Browning, Barrett, Von Arnim, a aposentarse en el Mediterráneo para buscar allí otra forma de felicidad. Cuatro baúles con el ajuar y directos a Sicilia, o a Florencia. O a Grecia, como Byron. Incluso había quien se atrevía con Túnez o Egipto. Chateaubriand llegó hasta Estambul y Jerusalén.
Qué perseguían en esos lugares, meditas. Qué buscas tú mismo. Alastor, el “espíritu de la soledad”, el viajero shelleyano que buscaba la sabiduría, pasó por Atenas, Tiro, Balbec, Jerusalén y Babilonia, antes de dar media vuelta y recalar en Tebas, y en su aventura averiguó que de poco vale la sapiencia si no va acompañada de un corazón que padece con el otro. ¿Y los demás? ¿Tal vez los movía la conciencia de que las civilizaciones habían surgido en el Medio Oriente y más tarde en el Mediterráneo, para extenderse después hacia el norte, con la romanidad? ¿Tal vez la idea de que las ruinas que hallaban a su paso, de que aquellos testimonios majestuosos que pintarían Piranesi, Turner y Severns, susurraban en su oído una lección? Ése, el de la ruina y el escombro, era el destino de toda empresa humana, cabe traducirlo así, por muy exitosa que se hubiese demostrado. Eso era lo que el tiempo hacía con el poder.