Entrevista aJosé Luis García Martín, cartógrafo de laberintos, por Martín López-Vega

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO2

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ENTREVISTA

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN cartógrafo de sentimientos

POR MARTÍN LÓPEZ-VEGA

José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, Cáceres, 1950) es un hombre de costumbres fijas. Afincado en Asturias desde la infancia, ha hecho de Oviedo el centro de su mundo, del que Venecia o Nueva York son barrios. Si es domingo, como hoy, uno lo encontrará a partir de las doce en una bizarra cafetería cercana al mercado del Fontán llamada «Yuppie» y decorada de la manera más ecléctica, absurda y naranja que uno se pueda imaginar. Rebautizada por García Martín como «café del Rosal», por la calle en la que está ubicada, se ha convertido en el refugio habitual de la tertulia Oliver, por la que, además del propio García Martín, han pasado Víctor Botas, José Luis Piquero, Pelayo Fueyo, Xuan Bello, Marcos Tramón, Silvia Ugidos…

Si es domingo, uno se encontrará a García Martín hojeando las páginas del diario local La Nueva España, en el que ese día aparece su diario, apurando un café con leche y haciendo como que no come las patatas fritas que en ese curioso lugar ponen de aperitivo con el café si aún no han salido del horno los bollos con chorizo. Puede que haya comprado algún libro viejo en el mercado, o algunos números sueltos de alguna vieja revista. Pero en realidad espera a que llegue algún contertulio para practicar su afición favorita: llevar la contraria. Sólo cambia de opinión si habla de política, y eso sólo si antes ha cambiado de opinión el portavoz del PSOE. En lo demás, no admite discusión: si alguien no está de acuerdo con él se arriesga a aparecer como tonto en su diario de la semana siguiente. Así y todo, nos arriesgamos…

José Luis García Martín es uno de los poetas españoles fundamentales de su generación, autor de libros esenciales como El pasajero o Principios y finales. Su labor como crítico sin pelos en la lengua ha hecho que su poesía pase desapercibida a la vez que la atención se centraba en rebatir sus argumentos. Sin duda el mejor crítico que ha tenido la llamada poesía figurativa, su afán por emplear el mismo molde a todas las realidades ha hecho que se perdiera un poco hablando de las generaciones siguientes y que haya ido abandonando la crítica. Incansable diarista y editor, su labor es una de las más fecundas de las últimas décadas de la literatura española. Gran lector de literatura portuguesa, se niega a considerarse lusista, por más que sea uno de los lectores que más han hecho por la presencia de la literatura portuguesa en España. Hablamos con él de estos, y de otros asuntos…

—Comenzaste a utilizar heterónimos antes de haber leído a Fernando Pessoa, si no me equivoco. ¿Cómo y por qué decidiste “multiplicarte”?

—Es un recurso que ya existía mucho antes de Fernando Pessoa. En los periódicos con pocos colaboradores, para que no pareciera que todo lo hacían dos o tres personas, se multiplicaban las firmas. Mis heterónimos comenzaron en Jugar con fuego y esa era una revista que hacía yo solo. Tuve que inventarme un grupo literario.

—¿Qué supuso para ti, en ese sentido, el encuentro con Fernando Pessoa?

—Lo primero que leí suyo fueron los poemas de Álvaro de Campos. Fue como si me cogiera del cuello para no soltarme ya nunca. Y pronto el autor me fascinó tanto como su escritura. Hay un verso de Manuel Mantero que me gusta citar: “El solitario inventa laberintos”. Pessoa inventó tantos laberintos como para tenernos entretenidos durante varias generaciones.

—¿Cuál es tu heterónimo pessoano favorito?

—El que primero leí, Álvaro de Campos. Pero yo al que más me parezco es a Ricardo Reis, tan amigo de los libros y las reglas y tan poco amigo de la aventura.

—En parte, también Pessoa llegó a ser heterónimo suyo… O al menos te encargaste de parte de su correspondencia…

—No fue un heterónimo mío, pero sí yo escribí algún apócrifo de Pessoa, como de tantos otros. De Francisco Brines, por ejemplo, al que no le hizo ninguna gracia que Vicente Aleixandre, sin sospechar la trampa, le dijera que era uno de los mejores que había escrito. También Fernando Ortiz dijo lo mismo de un falso Villena, pero en este caso yo creo que sí sospechaba la trampa y lo hizo solo para molestar al autor de Hímnica.

—También António Botto te ha interesado mucho, aunque en un ensayo lo calificas de “semiheterónimo”.

—De António Botto interesa más el personaje que lo que escribió. Su mejor época fue aquella en que era amigo de Pessoa y este le editó, y quizá corrigió, los textos. Lo de “semiheterónimo” no es ocurrencia mía, sino de Jorge de Sena. Antonio Botto fue un heterónimo “en la vida”, no en el papel: vivió lo que Pessoa no se atrevió a vivir.

—Eran los años de Jugar con fuego, revista que dirigías y que escribías en casi su totalidad. Ahí te autopublicaste tus libros segundo y tercero. ¿Lo decidiste así, o moviste antes esos libros por editoriales? ¿Cuál era la pretensión final del juego de Jugar con fuego?

—La revista creó una colección de libros. En ella aparecieron los primeros libros de Manuel Neila y de Víctor Botas; también los míos. No intenté publicarlos en otro sitio. Siempre he publicado previa petición del editor. Y por entonces nadie me pedía nada. El primer encargo me lo hizo Manuel Aragón, para Júcar, y fue la antología Las voces y los ecos.

—En Jugar con fuego, con esos primeros libros de Manuel Neila y Víctor Botas inicias una labor de editor más o menos en la sombra, casi siempre publicando amigos, ¿un reflejo de que el grupo de colaboradores de Jugar con fuego iba volviéndose humano?

—Sí, poco a poco los colaboradores virtuales fueron volviéndose reales. Nunca he sido un editor, en el sentido estricto del término, pero creo que he contribuido a que aparecieran bastantes primeros libros.

—En Café con libros le diste la vuelta a la tortilla y convertiste a autores reales en guiñoles de tus tertulias escritas.

—Ese es un procedimiento bastante habitual en mí. En un libro mío a punto de aparecer, Las noches de verano, hay también bastantes de esas tertulias más o menos imaginarias. Me gusta jugar con los límites entre la realidad y la ficción.

—Desde entonces siempre has tenido actividad ligada a las revistas, ahora con Clarín.

—Sí, de algún modo sí, aunque fueran revistas de muy distinta intención. Estaban los Cuadernos Oliver, casi un panfleto, y luego Escrito en el agua y Reloj de arena, que yo editaba (o financiaba), pero no dirigía. Estaban en manos de los jóvenes poetas (entonces) de la tertulia Oliver: José Luis Piquero, Lorenzo Oliván, Javier Almuzara.

—¿Qué crees que aportan las revistas impresas al panorama literario? ¿Crees que deben cambiar con la aparición de internet o que siguen teniendo un espacio claro?

—Internet ha facilitado mucho las cosas. Ahora es más fácil difundir la buena literatura, y muchísimo más fácil difundir la mala. Pero las revistas impresas siguen teniendo su función. Como los periódicos, a pesar de la gratuidad de la versión digital. Yo creo que, de momento, se complementan.

—Desde el principio estuviste muy metido en la guerra literaria, haciendo crítica, estabas, podemos decir, “al día”. ¿Cuál fue tu relación con los novísimos y cómo entendías tu lugar en la poesía del momento cuando comenzaste a escribir? ¿Cómo crees que ha ido evolucionando?

—Uno de joven busca hacerse sitio y se muestra más combativo. Yo comencé a escribir reaccionando contra los excesos de la poesía novísima: el Carnero de El azar objetivo, que me parecía demasiado abstracto y descarnado; el culturalismo acumulativo de José María Álvarez, luego las vaguedades irracionalistas de Blanca Andreu… Ahora soy más complaciente. Cuando un disparate se pone de moda, me limito a sonreír. Ha acabado haciéndome gracia hasta Antonio Gamoneda. En cualquier caso, ni en los tiempos más belicosos, he confundido a los cordobeses de la poesía noclónica, o de la diferencia, con Andrés Sánchez-Robayna o con Olvido García-Valdés. Siempre he sido muy consciente de las jerarquías intelectuales. Y de que puede haber poetas de cierto o mucho prestigio que a mí me interesan poco, como Juan Gelman.

—¿Qué poetas crees que no gozan de prestigio crees que se lo merecerían?

—Lo del prestigio es algo muy relativo. Debo haberme ido haciendo viejo, pero, por ejemplo, la mayoría de los poetas jóvenes que estudia y antologa como a los más destacados de su generación mi amigo Rafael Morales no me interesan nada. Yo creo que el buen lector de poesía sabe encontrar, entre la balumba de libros contemporáneos, aquellos que le interesan y desdeña todo lo demás, tenga el premio Reina Sofía o el no mucho más prestigioso Ciudad de Burgos. Los poemas que necesitamos nos buscan, y acaban encontrándonos.

—Una de las influencias presentes en tu poesía desde muy pronto es la de Eugénio de Andrade. ¿Qué fue lo primero que te llamó la atención en su poesía?

—Podría responder con tres palabras: la brevedad, la intensidad, el fulgor. Ayudó el que el primer libro suyo lo encontrara en una librería de Coimbra, en 1980. Antes nunca había oído hablar de él, aunque Ángel Crespo ya había traducido algunos de sus poemas al español.

—A propósito de Crespo, ¿en algún momento te planteaste continuar la labor de «lusistas» anteriores o tu acercamiento a la literatura portuguesa es similar al que has tenido a otras? Naciste en una región fronteriza con Portugal y has vivido casi toda tu vida en Asturias, donde la simpatía por Portugal es enorme.

—Yo no soy un “lusista”, sólo un aficionado a las cosas de Portugal y, en especial, a algunos autores portugueses. Nunca me lo he tomado como una especialización. Son caprichos de lector. Me gusta tener una especialidad y en lo demás dejarme guiar por el capricho.

—A Andrade le conociste personalmente. ¿Puedes contarnos alguna anécdota?

—Le conocí en 1988, cuando vino a Asturias a leer sus poemas y a presentar una selección de sus poemas traducidos al asturiano. Le volví a ver años después en Oporto, durante un congreso a él dedicado. Recuerdo que leyó sus versos (leía muy bien) en el escenario y al bajar, mientras todos aplaudían, me reconoció sentado en el borde del pasillo y agachándose un momento me preguntó: “Gostaste, García Martín? Gostaste, García Martín?”. Le gustaba gustar, era un seductor, pero su vanidad no resultaba nada agresiva.

—Creo que llegó a traducir al portugués algunos poemas falsos de Sandro Penna que eran en realidad tuyos…

—Mi mayor éxito como falsificador literario (actividad a la que me dediqué con cierta intensidad durante un tiempo) fueron unos supuestos poemitas rescatados de Sandro Penna, en italiano, que Eugénio de Andrade tradujo e incluyó en alguno de los tomos de su poesía completa. Aún tengo algún otro “falso” colgado por ahí, pero por supuesto no voy a desvelarlo. Si nadie lo descubre, ahí quedará para toda la eternidad.

—Creo que otra de tus admiraciones más claras es Jorge de Sena.

—Lo es, aunque no tanto como lo fue. Jorge de Sena fue un autor muy fecundo, publicó mucho, dejó abundante obra inédita, y póstumamente se han ido publicando hasta los borradores. Eso produce a veces un cierto cansancio y un cierto rechazo. Pero sigo admirando la pluralidad y versatilidad de su poesía, su capacidad de decirlo todo, de sentirlo todo de todas las maneras. Y sus traducciones inagotables. Y sus ensayos. Y su mordacidad como polemista.

—Como él, también tú has publicado varios tomos en los que versioneas a poetas de otras lenguas, en tu caso más azarosos, menos programados de lo que parecen los de Sena. ¿Cómo has ido haciendo esas versiones?

—Uno escribe libros del tipo de los que le gusta leer. Yo he disfrutado mucho con los libros de traducciones de Jorge de Sena, o con Versiones y diversiones, de Octavio Paz, o con Segunda mano, de Víctor Botas. La biblioteca de Alejandría o Jardines de bolsillo son libros de esa clase. No pretendo ser un traductor fiel. Algunos de los poemas están recreados de memoria, sin tener el original delante. Con frecuencia, más que traducciones, son escrituras “a la manera de”. Pero también hay versiones literales, claro. Eso ocurre cuando encontraba, en otra lengua, un poema que me parecía que podía haber escrito yo.

—¿Qué importancia crees que tienen esos libros en el conjunto de tu obra poética?

—Pues no lo sé. Es posible que a algunos lectores sean los que más le interesen. Aunque parezcan los menos míos, son quizá los más míos.

—¿Qué otros autores portugueses te han interesado?

—Sobre todo Eça de Queiros, al que siempre vuelvo. Me interesan sus novelas, pero también, y quizá todavía más, sus espléndidos y extensos artículos, llenos de ironía, atinada observación e inteligencia.

—Me gustaría que me dijeras en un par de líneas lo que opinas de estos poetas: Rui Cinnati, Rui Knopfli, Joaquim Manuel Magalhaes, José Bento, João Miguel Fernandes Jorge, Mário Cesariny, Sophia de Mello.

—Joaquim Manuel Magalhaes me ha interesado siempre como crítico (cuando habla de poesía portuguesa, no de poesía española) y cada vez menos como poeta. Para mi gusto, en la nueva edición de sus poemas, les va quitando todo el interés que pudieran tener. José Bento fue un tiempo muy amigo mío. Se enfadó por algo que dije en Días de 1989. Me parece un magnífico traductor de poesía española. A Fernandes Jorge, a Rui Cinnati y, sobre todo, a Sophia de Mello los he leído con admiración y provecho. Mário Cesariny nunca me ha interesado.

—Fuiste uno de los primeros en señalar la paternidad que la poesía portuguesa ejercía sobre la escrita en asturiano, Andrade mediante, sobre todo. ¿Cuál es tu visión del panorama de la poesía en asturiano actual, a la que has dedicado una voluminosa antología?

—Aunque se escribiera poesía en lengua asturiana desde hace siglos, no hubo en sentido estricto una literatura hasta las últimas décadas. A mí me interesa sobre todo un puñado de poetas: Antón García, Berta Piñán, Xuan Bello, Marín Estrada… Son los fundadores. Después han surgido multitud de nombres, algunos muy destacados.

—También preparaste una maravillosa antología de la poesía inglesa del siglo XX, infelizmente no reeditada. ¿Cómo fue que te decidiste? ¿Repetirías?

—Era una peculiar antología, que seguía el ejemplo de otra publicada por Gredos en 1963. Los poetas ingleses del siglo XX estaban traducidos por poetas españoles y cada poeta traducía los poemas que prefería. Ahí estaban los mejores poetas ingleses en versión de algunos de los mejores poetas contemporáneos. El problema de este tipo de libros es que resulta enojoso conseguir los permisos correspondientes, siempre se plantean problemas. Ciertamente, es un tipo de libro que me gusta mucho. Es todo lo contrario de los libros de poemas traducidos por un traductor profesional que apechuga con todo, tipo Reina Palazón.

—Y Clarín ¿te interesa por lo mismo que Eça?

—A Clarín lo siento casi como de la familia. Eça me resulta más exótico.

—Otra de tus múltiples labores ha sido la edición de textos más o menos perdidos: la Poética de Campoamor, los tomos de memorias de Gómez Carrillo, las entrevistas de Alfonso Camín... A menudo obras consideradas menores de autores entonces no tan menores como ahora... ¿Qué te llevó a reeditarlas?

—Me gusta poner al alcance de los lectores obras perdidas en las bibliotecas o en las librerías de viejo. Mis ediciones, aunque lleven un prólogo más o menos noticioso, no tienen nada que ver con las habituales ediciones eruditas (“críticas” las llaman algunos) que suelen publicar los profesores universitarios, llenas de notas y de variantes que las vuelven ilegibles. Para mí lo principal es ofrecer un texto limpio, que interese al lector hedónico, no al doctorando o al opositor. Otros convierten la obra ajena en un pretexto para el lucimiento propio. Esas ediciones sólo sirven para la promoción académica de los autores, son lo que yo llamo “basura curricular”. No quiere eso decir que no admire la erudición bien entendida, la que practican Francisco Rico o José María Micó. Pero considero un error publicar a un autor del XX como a uno del XVI.

—Hay dos ciudades que parecen míticas en tu adolescencia y primera juventud: Coimbra y Perugia. ¿Harías un libro llamado Dos ciudades dedicado a ambas?

—Me gustaría. Pero haría falta que me lo pidiera un editor. Ahora todos los libros que escribo los voy publicando semana a semana en el periódico. Es una manera de trabajar a la que me ha acostumbrado y que va muy bien con mi carácter. Soy un escritor por entregas, como los novelistas decimonónicos, y tengo la suerte de que dos periódicos, uno durante el curso y otra durante el verano, me dejan ocupar una página completa con total libertad. Mis libros no reúnes colaboraciones periodísticas. El libro lo pienso antes y luego lo voy escribiendo por capítulos.

—A la que sí has dedicado un libro, y sigues yendo a menudo, es a Venecia. ¿Qué es Venecia para José Luis García Martín?

—Después de Nueva York, o quizá antes, es la ciudad que más se parece a Aldeanueva del Camino. Como cuando era niño, paseo por sus calles y todo es asombro y maravilla. Para un niño, el más pequeño pueblo es como para un adulto, para ciertos adultos, la gran ciudad: un lugar de inagotables descubrimientos. Siempre que llego a Venecia vuelvo a ser un niño. Sigo asombrándome de todo. Y en Venecia, además de no haber coche, ocurre algo todavía más prodigioso. Coches ya no circulan por el centro peatonal de muchas ciudades. Pero Venecia es la única en la que no hay bicicletas. Es el único lugar en el que el transeúnte es verdaderamente el rey. Lo primero que noto cuando me doy una vuelta por la cercana Padua es que se acabó la tranquilidad. Ya no puedo caminar soñadoramente a mi aire. Aunque camines bajo los soportales, a cada paso se te cruza un ciclista, te da un susto. En las ciudades civilizadas, debería haber, como ya hay para los coches, zonas prohibidas a los ciclistas.

—Tu primer libro de poemas, Marineros perdidos en los puertos, tiene poco que ver con el resto de tu obra, y de hecho nunca lo incluyes en tus recopilaciones. ¿Cómo era el JLGM que lo escribió?

—Era un aprendiz (y lo sigue siendo), contagiado entonces por la moda del momento, cierta escritura “novísima”. Hay que tener en cuenta que, aunque publicado en 1972, se había terminado dos años antes. Curiosamente contiene bastantes sonetos, estrofa a la que acabo de volver este verano. Pero aquello sonetos, aunque respetaban el endecasílabo y la rima, eran más irracionales y pospistas.

—¿Y qué opinaría aquel del JLGM de hoy?

—Pues no sé. Yo creo que estaría encantado. Con un poco más de talento (y quizá algo más de éxito, pero ganando el mismo dinero), sería exactamente el que quiso ser

—En tus últimos libros el monólogo dramático es el recurso más habitual. ¿Qué te atrae de ese tipo de poemas? ¿En qué tradición te gusta incluirte?

—Mis últimos poemas están escritos casi de una manera automática: yo no soy el que habla en el poema, sino el que escucha (y transcribe) la voz que habla en el poema. Algunos amigos se burlan de esto y dicen que resulta extraño que esos presuntos fantasmas míos (o voces del subconsciente) se expresen en perfectos endecasílabos.
Pero así es.

—¿Qué te ha llevado a volver al soneto?

—La rivalidad con autores más jóvenes. Quería demostrar que yo también era capaz de escribir un soneto que, además de respetar todas las reglas, fuera también un poema. No sé si lo habré conseguido. Luego he descubierto que esa limitación favorece mucho la creatividad. Siempre que no se abuse, claro.

—Has probado casi todos los géneros: el teatro, el relato breve, la novela juvenil... Pero no la novela. ¿No caerás nunca?

—Tengo un lema: Antes muerto que casado y antes casado que novelista. A la novela, aunque he leído muchas y todavía las leo, le tengo un poco de manía. No intento razonarla. Quizá se deba a una reacción contra ese considerarla la cumbre de la literatura. A mí las novelas que más me gustan son las que se leen como si no fueran una novela.

—También es curioso que alguien que ha hablado tanto de la poesía de los otros nunca haya escrito ninguna clase de «confesión poética», de poética larga, digamos.

—Me aburren las generalidades sobre la poesía. Lo que yo he llamado el pensamiento algodonoso (el que carece de cualquier rigor conceptual) abunda sobre todo en las poéticas y en los prólogos a determinadas antologías. A un nivel adecuadamente abstracto, de la poesía se puede decir cualquier cosa y la contraria. Me interesan más bien poco las elucubraciones sobre la “postmodernidad”.

—Ahora que dices que has dejado la poesía joven para Villena, ¿de qué época, de qué literatura te apetecería hacer una antología?

—La verdad es que ya las únicas antologías que me apetecen son las caprichosas. Seleccionar un poema para cada día del año, por ejemplo. Cosas así.

—¿Sigues leyendo literatura portuguesa? ¿Has descubierto últimamente algo que te parezca que merece la pena destacar?

—Sigo leyendo, pero no con la intención de estar al tanto de lo nuevo. El hacer panoramas y esas cosas a las que me dedicaba antes ahora me aburre. Lo dejo para los periodistas culturales que tienen que ayudar a la venta de las novedades. Sigo leyendo caprichosamente y cada semana comento alguna de esas lecturas.

—¿Cómo ves el panorama de la poesía española de ahora mismo?

—Ahora miro para otro lado. Ya no me interesan los panoramas. Me interesan algunos poetas, algunos poemas concretos. Deben de ser cosas de la edad.

—Si tuvieras que salvar cinco poemas tuyos, ¿con cuáles te quedarías?

—La verdad es que no se me ocurre ninguno. Nada más deprimente que pensar que, a mi edad, la mayor parte de los escritores ya habían publicado lo fundamental de su obra. Yo prefiero pensar que, si algún poema mío, merece la pena que se salve todavía está por escribir. Como escritor, siento que estoy empezando. Una ilusión, lo sé. Pero engañarse un poco de vez en cuando tampoco viene mal.

—¿Podrías citar cinco poetas a los que te gustaría parecerte?

—Mejor, cito tres escritores que me abría gustado ser. El primero es Voltaire, consejero de príncipes y caballero andante (y sonriente) contra cualquier forma de intolerancia. El segundo es Goethe, también algo más que un escritor. El tercero es Borges, pero sin ceguera y sin María Kodama. Todos son escritores que llegaron a viejos sin perder sus facultades. Yo tengo la sospecha de que soy de evolución lenta y de que, hasta los ochenta años, no seré capaz de escribir nada que valga la pena. A ver si hay suerte y llego a esa edad.

—Pareces un hombre que vive para la literatura. La impresión que dan tus diarios es que no puedes sentarte solo en una cafetería y quedarse quieto. Tienes que ponerte a escribir lo que sea: haikus, aforismos…

—Pues es una impresión falsa. Hace tiempo que no escribo nada en ninguna cafetería. Sólo leo o charlo con algún amigo (y cuando me canso de leer, y no aparece nadie, escucho un poco de música en el iPod). Para la escritura soy muy oficinista, tengo una musa bien educada: escribo casi todos los días, de nueve a diez, en mi casa (cuando estoy fuera de casa, no escribo: solo miro). Cierto que fuera de ese horario, alguna vez he escrito haikus y aforismo: cuando tengo que presentar a algún conferenciante o a algún poeta especialmente aburridos. Si asisto por compromiso, y estoy entre el público, no tengo inconveniente en abrir un libro (y si me ven, mejor: es mi manera de censurar sin molestar). Pero, estoy en la mesa, junto al que habla, me parece demasiado fuerte abrir un libro. Entonces saco mi moleskine y hago como que tomo notas de lo que se dice (de vez en cuando, miro al conferenciante y asiento). Entonces aprovecho para poner la mente en blanco y escribir lo primero que se me ocurre. En el diario, he publicado alguna vez esas ocurrencias, pero más que porque crea que valen algo para censurar (indirectamente) al tedioso que me he tenido que aguantar. Soy como los niños, me aburro en seguida. Lo que más detesto, son esos escritores corteses y agradecidos que dedican el primer cuarto de hora a agradecer a quiénes les han invitado, la siguiente media hora a contarnos de qué van a hablar y la hora o las dos horas siguientes a leernos con voz monótona y sin levantar la vista los folios que traían preparados.

—Como profesor universitario, ¿qué opinión tienes del funcionamiento y del nivel de la universidad española?

—Es complicado dar una opinión general. Lo que sí puedo decir es que, por lo que yo conozco, no funciona peor que cuando yo estudiaba, allá por los primeros setenta.

—Has publicado una montonera de tomos de diario, muchos de tus poemas juegan a la anécdota autobiográfica, y sin embargo todo eso no parece más que un inmenso muro tras el que ocultarte. ¿La biografía también se inventa?

—En mis poemas hay pocas anécdotas autobiográficas. Y en mis diarios tampoco me dedico a contar todo lo que me pasa, sino solo aquellas pocas cosas (viajes, lecturas, desamores) que creo pueden tener un interés para el lector. Goethe decía que todas sus obras eran “fragmentos de una gran confesión”. A mí no me gusta confesarme, pero me gusta mucho fingir que me confieso. Creo que en mis diarios he aprendido a mentir con la verdad.

—Hay unos versos de José Emilio Pacheco que te gusta mucho citar, esos que dicen que ya somos todo aquello contra lo que luchamos cuando teníamos veinte años. ¿Así te sientes, al menos en parte?

—Yo lo digo irónicamente. Me incluyo en esa generalización, pero en realidad estoy pensando en otros. En Jon Juaristi, por ejemplo. Yo como nunca he sido marxista ni troskista ni maoísta ni más de izquierda que nadie, ahora puedo seguir siendo de izquierdas.

—Anónimo, discreto, provinciano. Así escribes en un poema. ¿Cómo te definirías, hoy, con tres adjetivos?

—Siguen valiendo los tres: sigo siendo anónimo (salvo para ciertos poetastros, que no olvidan que alguna vez me burlé de un libro suyo o nos los incluí en alguna antología), completamente provinciano (solo he vivido más de tres meses en Aldeanueva del Camino, Avilés y Oviedo: valiente cosmopolita estoy hecho), y bastante discreto, en lo que a mi vida privada se refiere (en lo que se refiere a las de los demás, me temo que no soy tan discreto).

—Eres aficionado a decir que amas sobre todas las cosas la rutina y a reelaborar tu idea del paraíso. ¿Cuál sería esa idea ahora?

—Me gusta tanto la rutina que no hay día en que no me invente alguna rutina nueva. Y mi idea del paraíso incluye cosas como buena salud, libros nuevos cada día, amigos con los que charlar, enemigos inteligentes con los que polemizar, algunas ciudades (y especialmente Oviedo), uno o dos periódicos en los que escribir, algún amor imposible, dar clases, estar solo pero rodeado de gente, en fin, cosas así.

 

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