Concha D'Olhaberriague
De la comedia a la tragedia.
Treinta años de literatura en Luis Landero
La vida de cada individuo, si se considera en su conjunto y en general, sin fijarse
más que en los rasgos principales, es siempre un espectáculo trágico; pero vista
en sus detalles se convierte en sainete, pues las vicisitudes y tormentos diarios,
las molestias incesantes, los deseos y temores de la semana, las contrariedades
de cada hora, son verdaderos pasos de comedia.
ARTHUR SCHOPENHAUER
A los treinta años de Juegos de la edad tardía (1989), la obra maestra de Luis de Landero y una de las mejores novelas en español del siglo xx, y a los diez años de la publicación de Retrato de un hombre inmaduro (2009), la más breve de sus obras, llega una novela de bello y ambiguo título, Lluvia fina (2019), que confirma a su autor como el mayor recreador de la lengua de nuestra tradición.
Luis Landero es uno de los mejores prosistas españoles, excelente narrador y maestro del humor y el ingenio en varios registros —en especial la parodia y la ironía—, aunque siempre con un fondo indulgente y compasivo. Su escritura es personal, con aliento clásico y apresto barroco, de ritmo vigoroso y fino lirismo, cálida, precisa, tensa y en ocasiones refleja o autorreferencial. El componente narrativo dominante se articula fluidamente con el lírico y el reflexivo o ensayístico. No es raro que los personajes landerianos expresen su admiración y sorpresa ante ciertos vocablos. La lengua y la creación literaria son ingredientes relevantes en la temática de la obra del escritor extremeño, cuyos personajes, desde el protagonista de Juegos de la edad tardía, Gregorio Olías1, hasta Gabriel, de Lluvia fina, nos hablan de su literatura efectiva o planificada tan solo. Metaliteratura, sí, de estirpe quijotesca las más de las veces, con asomadas o desvíos que no extravían al lector ni llegan a desgajarse del paño narrativo. Las fórmulas de la metaficción revisten caracteres diversos que van desde la confesión que hace Rodó, personaje secundario muy importante de la novela de aprendizaje en primera persona El guitarrista (2002), a Emilio, el joven protagonista —a quien le puntualiza detalladamente cuáles son las notas características de un escritor2—, hasta la alusión al propio discurso, como hace el hombre inmaduro, protagonista de Retrato de un hombre inmaduro, cuando se pregunta por tres veces: «¿Por dónde iba yo?»3 o la mención en Caballeros de fortuna de los protagonistas de Juegos de la edad tardía, como dos tipos de los que se rumorea que eran forasteros y se pavoneaban de haber conocido a un tal Faroni4.
Especialmente divertidos resultan los pintorescos críticos literarios que aparecen en la fiesta de inauguración de la estrambótica fábrica en El mágico aprendiz y, en una chispeante conversación, proceden a etiquetar la escena y a los tipos que ven por allí de esta guisa:
—Esto parece de novela —susurró uno de los críticos, con una mano confidencial en la boca.
—A mí me recuerda algo como de Bertold Brecht y el teatro épico.
—O de Dickens.
—Si es que la realidad supera siempre a la ficción —dijeron al tiempo, y ahí juntaron la cabeza, cuchichearon algo y sofocaron una risa convulsa. […]
—Este parece también un personaje de ficción —murmuró uno de los críticos. […]
—De una novela del realismo social. De La colmena o El Jarama.
—O de Galdós. Puro costumbrismo. […]
—Pues aquel de allí —y señaló disimuladamente a Martínez— parece de Kafka. […]
—¿Y la secretaria?
—Esa está entre Nabokov y la novela rosa5.
En este apartado de la metaliteratura en Landero ha de ocupar un lugar destacado Entre líneas. El cuento o la vida (2001), síntesis y compendio feliz de ensayo, autobiografía y novela de vanguardia a la manera de la unamuniana Cómo se hace una novela (1927). Mencionaremos, por último, el capítulo final de Hoy, Júpiter6, donde Tomás Montejo, el personaje principal, se dispone a escribir la obra que acabamos de leer, y el primer capítulo de El balcón en invierno7, titulado «No más novelas. Septiembre de 2013», confesión del narrador-escritor, atorado entre la duda angustiosa acerca de qué escribir y la certeza de que existencialmente necesita escribir.
Entre los rasgos genuinos del estilo maravilloso de Landero cabe destacar las enumeraciones torrenciales de estirpe lopesca8, tal la mención de manjares y bocados exquisitos de la mantequería donde trabajó de niño el narrador de El balcón en invierno, y la delicada poesía de sus símiles9, que templan el ritmo, así como el dominio de la técnica del diálogo, ya sea amable, candoroso y lleno de chispa y ternura —en las conversaciones telefónicas entre Gregorio y Gil—, ya desgarrado, vehemente y tormentoso —en los enfrentamientos, por teléfono también, entre los miembros de la familia anónima de Lluvia fina—. Son notables asimismo los fogonazos verbales de raigambre vanguardista que nos remiten al fulgor expresivo de Ramón Gómez de la Serna: «Pastor es el artista de palabras ovejas», dice Gregorio10; o:
Había mucha luna y en la transparencia del remanso se veían nadar algunos pececillos. Se me ocurrió entonces una imagen: La luz se abrazaba de noche a los peces para seguir brillando11.
De la tradición oral campesina que sazonaba la infancia del niño criado en la Raya de Portugal y sobre todo de los cuentos que le contó la abuela Francisca aprendió el futuro escritor a disponer el ritmo del relato con las artes de un juglar moderno, a enlentecerlo o acelerarlo según venga a cuento, y a descubrir el valor asombroso de los detalles.
Hay un minitexto de Landero, auténtica filigrana intertextual, parodia de la invocación ritual a la Musa con la que se inician los poemas homéricos, que se ha convertido en un modelo para cultivadores y estudiosos de la ficción breve, quienes lo citan una y otra vez. Así, en la tesis doctoral de Jorge Gómez Vázquez, encontramos el mini relato landeriano, titulado Breve antología de la literatura universal, entre otras varias citas, encabezando el trabajo12. En él hace gala el escritor de su veta lúdica y humorística, algo ramoniana, así como de su capacidad cervantina para la metaficción. El microrrelato lo firma Faroni, personaje de ficción creado por los dos protagonistas de Juegos de la edad tardía, y alude de manera encadenada, con mayor o menor claridad, a veinticuatro obras maestras de la literatura universal, en prosa y en verso:
Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo13.
Tomando como referente la primera novela, la labor de depuración, síntesis y búsqueda de la esencialidad que apreciamos en la última obra, Lluvia fina, es excepcional. De ello nos ocuparemos, más adelante, en el presente trabajo; también de precisar en qué género ha de encuadrarse la novela, punto en el que no hay un criterio común entre los críticos.
Landero compone sus tramas, sustentadas siempre en el personaje, como un artesano de buenhacer, ya sean complejas, como en Juegos de la edad tardía, novela multívoca, con unos diálogos memorables, de idas y venidas en el tiempo, y una fecha clave, el cuatro de octubre, que martillea recurrentemente, o más sencillas y lineales —que no quiere decir más fáciles—, como en el monodiálogo que transcurre en una noche del Retrato de un hombre inmaduro, con un protagonista sin nombre, igual que El hombre perdido de Ramón Gómez de la Serna.
Creador de un universo propio que conocemos sus lectores desde Juegos de la edad tardía, Luis Landero escribe con gracia, como los mejores clásicos del Siglo de Oro, maneja los episodios, enfrentamientos y detalles, y construye personajes —mayoritariamente masculinos, salvo en La vida negociable y en Lluvia fina— inolvidables por su cercanía, y no solo los protagonistas. Pienso, por ejemplo, en algunos secundarios de Juegos de la edad tardía : el oteador don Isaías, diablo benéfico, nacido en un taller de pájaros parlantes, narrador, a su vez, de una historia preciosa y desoladora protagonizada por una urraca14; el padre de las tres Marías, parlanchín incontenible de mesa de café15; el valleinclanesco hampón fulero Requejo, obsesionado por los cuernos16, o doña Gloria, la venerable anciana dueña de la pensión donde se hospeda el fugitivo Gregorio17, hermana de un pintor loquinario cuyos cuadros contienen sin excepción un burro y una plaza.
Todos ellos evocan por su viveza, singularidad y atractivo a los secundarios de Charles Dickens o del gran cine americano. También cabría aquí el regocijante Polindo de la novela más dickensiana de Landero, El mágico aprendiz (1999), antiguo bedel de instituto que hace las delicias del lector con sus disparatadas definiciones del arte de vanguardia y sus comentarios sobre los personajes de la tragedia, o el ya mencionado Rodó, de El guitarrista.
Al leer a Landero recordamos espontáneamente a los mejores escritores de nuestra tradición, principalmente a los de estirpe cervantina, a los maestros rusos y también a grandes pensadores del siglo xix, en especial a Schopenhauer (El guitarrista), o a filósofos del siglo xx: a veces a Albert Camus (por ejemplo en Retrato de un hombre inmaduro, que tanto se asemeja en su forma a La caída, o en Absolución, por la presencia de la fatalidad), a Ortega y Gasset con mucha más frecuencia (Caballeros de fortuna, 1994, El mágico aprendiz, 1999, Entre líneas. El cuento o la vida, 1996, 2001, El balcón en invierno, 2014), porque el fondo de su reflexión es rico en lirismo raciovital y porque —como sostiene el filósofo en las Meditaciones del Quijote : «Para quien lo pequeño no es nada no es grande lo grande»18— en la literatura landeriana lo pequeño realza y dota de sentido a lo grande.
En una conversación de El guitarrista, aconseja don Osorio a Emilio: «Hay que fijarse mucho en todo, y sobre todo en lo pequeño. Como los virus, como las semillas, como las cerraduras, en lo pequeño está a veces lo inmenso»19. Y, más adelante, hilvanando de nuevo una sarta de símiles percutientes, cavila Emilio:
Y del mismo modo que hay tiempos de convulsión en que hombres de poco pelo logran de golpe honores y fortuna, así hay también momentos de la vida en que los objetos más nimios o vulgares hacen inopinadamente una brillante carrera estética, y de la noche a la mañana alcanzan rango poético y se cargan de símbolos como el soldado raso de condecoraciones20.
A diferencia de Unamuno o de Albert Camus, que escribían novelas para exponer su filosofía, Landero, narrador nato, cuenta y, con la mejor técnica expresionista, traza personajes desiderativos, que son habladores con una tendencia irreprimible a la fabulación, se revuelven contra la grisura y pequeñez de su circunstancia y se afanan, con más tenacidad que provecho, en ser más de lo que son y en alcanzar siquiera las rebañaduras de la dicha, siempre esquiva y hasta tantálica.
Y de esta suerte, al convertirse en novelistas de sí mismos, filosofan a su manera —aunque algunos no sepan que lo están haciendo—, porque razonan, ponderan y sopesan lo que son, lo que podrían haber sido y lo que querrían ser, con gran empeño, como náufragos que bracean atisbando en lontananza una esperanza nebulosa.
Pienso en Lino, el protagonista de Absolución, impulsado por su desasosiego y los embates de la contingencia a tornarse nómada existencial, que no para de dar tumbos, o en El mágico aprendiz, novela de pobres gentes con un cierto aire entre dickensiano y gogoliano, y, cómo no, en Juegos de la edad tardía, donde está de pleno la materia narrativa landeriana —el contraste entre la decadencia del campo y la pujanza de la ciudad, el conflicto paternofilial, el afán o itinerario vital de un muchacho desorientado y soñador que parece inmune a la madurez— en su versión más rica y barroca.
Con La vida negociable (2016) el escritor amplía algo su elenco al incorporar al peluquero Hugo Bayo, tipo matonil de ribetes canallescos, condición ausente de los personajes anteriores, caracterizados por un fondo ingenuo y cándido, una cierta inestabilidad, una indolencia melancólica transida de tedio o un terrenal sentido común —esto último lo vemos en las madres y mujeres de los héroes—, pero exentos de malevolencia fría y directa, salvo, tal vez, los mendaces don Osorio y Adriana de El guitarrista, que juegan una mala pasada burlesca al pánfilo Emilio. En Lluvia fina el censo de los caracteres ingratos incorpora a Horacio, sujeto pervertido, dañino y despiadado.
Pese a tratarse de la obra de un escritor novel y desconocido, en 1989, Juegos de la edad tardía, verdadero cuento de cuentos, de compleja estructura en espiral, rica en simbolismo y dotada de una escritura brillante y enjundiosa deleitó a una mayoría por el atractivo y la simpatía de sus protagonistas, hombres corrientes de atribulada interioridad que se construyen una vida paralela a la real, fruto de la ensoñación.
Pero esa impostura de las criaturas landerianas, benévola y profundamente humana, no es una argucia picaresca para provecho del impostor, sino más bien un quimérico vuelo a la desesperada en busca de algún resquicio de felicidad, idea presente en todas las obras de Landero: la búsqueda anhelante de la felicidad.
Al comienzo de Absolución (2012), se pregunta Lino, el protagonista, mientras se afeita y mira en el espejo: «¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?»21.
Como decíamos, desde el comienzo —eran otros tiempos— los lectores tributaron el merecido recibimiento a la historia de los inolvidables Gregorio-Faroni y Gil-Dacio, los críticos, mayoritariamente, reconocieron y elogiaron las virtudes de la novela y la premiaron con los mayores galardones: el Nacional de narrativa y el de la Crítica de 1990. En Francia, Les jeux tardifs de l’âge mûr fue premio Méditerrannée extranjero en 1992. Llegó incluso a fundarse un Círculo Cultural Faroni y el nombre de este personaje tiene una entrada en la Wikipedia.
Quizá lo difícil en una carrera que comienza de esa forma tan sorprendente e inhabitual sea mantener la compostura como gran escritor (no buen escritor), combinando mesuradamente la presencia literaria y la discreción. El poeta y crítico literario Antonio Lucas, en un artículo publicado en El Mundo22, enaltece con perspicacia y sensibilidad la elegancia de Luis Landero, virtud de honda estirpe moral y no meramente aparencial.
Luis Landero, en efecto, no ha perdido el sitio, ese que se ganó hace tres décadas y ha ido consolidando y labrando libro a libro, en sus novelas de pura ficción, sus textos cortos (con uno de ellos: «¡A aprender al asilo!» obtuvo el premio Larra en 1992) y sus obras de trasfondo biográfico anovelado: Entre líneas. El cuento o la vida (1996 y 2001) y El balcón en invierno (2014). Sin olvidar un texto menor en tamaño, pero muy luminoso a la manera orteguiana: Bienvenidos a Ítaca, discurso de despedida de sus alumnos de la RESAD el día de su jubilación al finalizar el curso 2007-2008.
Subraya Ortega y Gasset que elegancia viene de «elegir», y así, a la luz de su ya larga y solvente carrera, podemos decir que Landero eligió perseverar en su condición de narrador, de contador de cuentos y cultivador gozoso de la lengua española a quien lo humano no le es ni ajeno ni indiferente, tal como aconseja el narrador a Tomás Montejo, protagonista de Hoy, Júpiter (2007), profesor y escritor de ficción, y apreciamos sus lectores atentos:
Nada en el mundo debía serle ajeno, y en eso consistía justamente la tarea de escribir, en el intento de comprender la honda significación de lo creado, identificándose con cada cosa para interpretarla y darle voz en el gran teatro del lenguaje23.
Un escritor que irrumpe en el mundo literario con una novela prodigio de imaginación, encanto y sabiduría compositiva no tiene ya que demostrar de lo que es capaz. Lo difícil en un caso así es mantenerse a la altura de las expectativas y confirmar que la primera obra no fue un unicum.
Pues bien, como decíamos, recientemente Landero nos ha entregado Lluvia fina, cuya extensión es la mitad de la de Juegos de la edad tardía. El tiempo de la narración también se comprime. Novela coral, no hay en ella personajes secundarios y la tensión es máxima.
La escritora y filósofa irlandesa Iris Murdoch, cuyo centenario conmemoramos este año, afirmó, el siglo pasado, que la novela había dado la espalda a la tragedia.
Murdoch —lo recuerda Andreu Jaume—, estaba convencida de que la novela es eminentemente un género cómico y de que ella, desde luego, escribía comedias:
La novela es una forma cómica. La tragedia tan sólo aparece ahí remotamente. En las novelas ocurren cosas tremendamente tristes pero no creo que sean trágicas debido a la forma. La tragedia pertenece al teatro y no a la vida real, como alguien ha observado (quizá yo misma) y tampoco pertenece a la novela, que de algún modo es como la vida real y no como el teatro).24
En efecto, la estructura es un punto crucial al escribir una tragedia, aunque no el único; ha de haber dolor y muerte encarnados en unos caracteres y sus diálogos o agones, y lo que sucede debe suscitar horror y compasión, precisa Aristóteles.
Tales son los requisitos, incluso si, como ocurre en el caso de Lluvia fina, su composición la encuadra prima facie en el género al que la preceptiva denomina novela. Los géneros literarios, argumenta Ortega en Meditaciones del Quijote, son las funciones poéticas, direcciones en que gravita la generación estética. La tragedia, sigue diciendo el filósofo, es así la expansión de un cierto tema poético fundamental, y solo de él, es la expansión de lo trágico.
La cuestión es que, huelga decirlo, el concepto de novela se ha dilatado notablemente desde la superación de la narrativa decimonónica que se inicia grosso modo en los albores del siglo xx —en España se señala 1902 como fecha clave del Noventayocho, año de la publicación de Sonata de otoño, de Valle-Inclán; Camino de perfección de Pío Baroja; La voluntad, de Azorín y Amor y pedagogía, de Unamuno— y certifica su libertad en los años veinte con Gómez de la Serna, Joyce y Proust. Por novela tenemos al Ulises (1922), pero también consideramos productos narrativos de la misma denominación Prometeo (1915), novela poemática de Pérez de Ayala, Nada menos que todo un hombre (1916), de Miguel de Unamuno o Locura y muerte de Nadie, de Benjamín Jarnés (1929), ejemplos en los que se percibe una herencia innegable de la tragedia, tal como expuso el profesor Javier de Hoz en su ensayo de 1971, («Tragedia griega y novela contemporánea: dos estructuras»)25, donde arguye que, más que en el teatro, la tragedia griega tiene continuidad en un tipo de novela.
Y así, matizando o desmintiendo a Murdoch, Landero ha presentado este año 2019 una novela excelente, cuya calidad, si no supera, sí está a la altura de Juegos de la edad tardía. Dos obras deslumbrantes; desbordante de exuberancia, ingenio y frescura la primera; ejemplo de depuración, síntesis esencial y perspectivismo la última; una comedia muy dramática, que tiene momentos jocosos pero también patéticos26 —no es fácil ni pertinente clasificar una obra tan rica en simbolismo, tan compleja y con tantas layas y lecturas posibles y diferentes, fruto de una armónica conjunción de la lengua y la cultura popular y oral con la culta y escrita—, y una tragedia de genuina estirpe griega que resulta universal, moderna y perturbadora por su piedad y franqueza, polifonía y cohesión compositiva.
Mas no hay tragedia sin héroe, masculino o femenino, individual la mayoría de las veces, colectivo en alguna ocasión. En Lluvia fina se llama Aurora.
Aurora o la creación de una heroína trágica
Las desdichas del «Príncipe Constante» eran fatales desde el punto
en que decidió ser constante, pero no es él fatalmente constante.
José Ortega y Gass et, Meditaciones del Quijote
En su iluminadora Introducción al teatro de Sófocles, señala María Rosa Lida, hablando de Antígona, que una heroína trágica no es consecuencia accidental de un momento, sino resultado necesario de todos los momentos y circunstancias de una vida. Este rasgo diferencia la tragedia clásica de la existencialista, donde el acaso desempeña frecuentemente un papel principal al operar como desencadenante de los sucesos luctuosos. Piénsese, por ejemplo, en El malentendido, de Albert Camus.
Aurora, de hermoso y poético nombre de arribada y partida, se configura, desde el comienzo de la novela, como una heroína trágica. Ya al inicio, en la tercera página, el peculiar narrador guadianesco, que tiene algo de vaticinador experimentado y algo de mensajero, se pregunta, con la retórica de la premonición trágica:
¿Qué habrá en Aurora que despierta enseguida la confianza de la gente y las ganas de sincerarse con ella y de contarle fragmentos antológicos de su vida, secretos que acaso el narrador no ha revelado nunca a nadie? Pero a ella sí. A ella todos le cuentan, todos la quieren, todos le agradecen su comprensión, su manera tan dulce, tan consoladora de escuchar.
Quizá sea un don innato y casi milagroso, porque quien la mira no puede dejar de sonreír, de dirigirse a ella para preguntarle cualquier minucia…27
Pero no nos engañemos. No hemos de esperar que el narrador nos explique luego, tras un análisis psicológico del personaje, por qué Aurora desempeña el papel de consoladora de afligidos en el gran teatro de la familia. Para saberlo solo nos vale estar muy atentos a la acción, que eso más o menos significa drama en griego. La novela de Landero tiene una estructura dialogal que permite verla como un drama, primero, y a la postre como una tragedia.
Todo ocurre en seis días que revive Aurora de forma envolvente y anular durante la última tarde en el aula de su colegio, un jueves de carnaval.
La trama la constituyen el funesto y múltiple agón familiar compuesto por los enfrentamientos sucesivos entre los hermanos: Andrea, Sonia y Gabriel, el causante de la trifulca por proponer, cándidamente, una comida familiar de celebración del cumpleaños de la madre con el fin de amansar y aquietar las ya viejas y arraigadas desavenencias y los agravios, nacidos y nutridos en el reducto de las relaciones consanguíneas.
El marido de Aurora, Gabriel, profesor de Filosofía, es el intelectual de la casa. Sabio era Edipo, aunque no supiera quién era él mismo. Cuando conoció a Aurora, Gabriel le propuso guiarla a la procura de la felicidad, materia sobre la cual está escribiendo un libro. En la tragedia sofoclea lo trágico se aquilata con el componente irónico y a veces con algún toque chusco, tal el guardián dormilón y sibilino de Antígona.
Aurora intenta en vano refrenar a Gabriel para que no se celebre la reunión familiar. Ella conoce en carne propia la fatídica paradoja de la palabra, sus propiedades salvíficas y su fuerza devastadora. Por añadidura, solo Aurora dispone de todas las versiones y perspectivas de cada miembro de la familia respecto a los otros. Es un gran infortunio no tener el don de la palabra, como le ocurre a Alicia, su única hija. También lo es para Aurora carecer del don de la persuasión aunque no del de la previsión, tal Casandra.
La confidente de todos, condenada a estar a la escucha sin tregua y a ser así el bálsamo de sus interlocutores, no tiene con quién hablar. Su teléfono nunca descansa.
La llaman sucesivamente todos los familiares, y cada uno le refiere la conversación que ha tenido con el otro. Aurora no quiere ser juez de nadie. Cree que hay algún fragmento de verdad en la confesión de cada uno, y que el peligro mayor es evocar el pasado e intentar sanar viejas y persistentes heridas con palabras ya irremediablemente ajadas y perturbadoras. Pero las peroratas de desahogo de sus cuñadas Sonia y Andrea, su marido Gabriel, su suegra y su excuñado Horacio, que son inexorables, conforman en gran parte la circunstancia de Aurora, y paulatinamente, como una leve y persistente llovizna, van minando las bases de su resistencia hasta hacerla sucumbir, como el pino en la pradera, en el derrumbe absoluto, la catástrofe tras de la cual caerá el telón.
«Es que mi vida ya está vivida, y lo único que me queda es contarla», le apostilla Sonia a la comprensiva Aurora28, quien la anima a proseguir con sus lamentos porque sabe que le hace bien. Y Aurora, que por una vez también tiene algo que contar (p. 13), no atina cuando intenta labrar su relato, seguramente porque sabe bien que nunca lo contará a nadie. A diferencia de Sonia, Aurora no tiene la posibilidad de suplir una vida fallida o ya vivida por una vida vicaria narrada.
Ella, no obstante, persevera en su condición de apacible y paciente receptora de penas y agravios, revelaciones, acusaciones y exculpaciones, directas y referidas.
Como El Príncipe Constante, la heroína de Lluvia fina, alma bella privada de la expresión liberadora que prodigan sus parientes, condenada a una endofasia autodestructiva, no decae en su abnegación, esencia íntima de la heroicidad y la santidad. Aurora, nacida para ser el alba de los demás, padece la antinomia fatal de tener que confortar sin descanso y sin esperanza alguna de ser confortada. Nuevamente la ironía trágica actualizada adquiere un tono sarcástico: en tiempos de frenesí de la comunicación, el cachivache tecnológico de las prestaciones máximas, casi mágicas, el teléfono móvil, deviene el instrumento de tortura, lento pero eficaz para la heroína. Suena una y otra vez, al tiempo que escupe mensajes escritos que tampoco son silentes. Cuando la fatiga la rinde y lo desconecta en un acto fallido, Aurora despertará en el aula, rodeada de los dibujos infantiles y motivos de carnaval, para encontrar la estridente polifonía interpelante y la quejumbre sin cuento de sus interlocutores.
Y así, el único silencio sosegante que le es concedido a Aurora es si acaso el que la aguarda allende la vida terrena. Por ello en un arrebato frenético en pos de la calma emprende su último viaje.
De esta forma tan poética concluye Lluvia fina, una historia hondamente humana, que desprende compasión, lirismo y sabiduría literaria:
La misma clarividencia que la aligeró de cargas y de culpas y la invitó a remansar la marcha, le indica también el momento justo en que debe apresurarse por última vez hacia él, hacia el futuro acogedor. «Me siento peligrosa», piensa. Luego oye venir a gran velocidad por la calzada el luminoso estruendo, cada vez más y más cerca, hasta el instante exacto en que se dice: «¡Ahora!», y avanza con decisión hacia la otra orilla de sus días, donde la espera el silencio inmortal29.
En la tragedia griega había horror, sufrimiento, crudeza, dolor, muerte, crímenes en el seno de la familia, pero una cosa era lo que sucedía y se contaba y otra lo que se veía. Medea, presa de celos y deseos de vengarse del perjuro Jasón, asesina a sus hijos, pero la preceptiva prohíbe que veamos la ejecución del crimen. Es obsceno.
Lluvia fina : una tragedia de nuestro tiempo
—Debes ser muy paciente —respondió el zorro—.
Al principio te sentarás sobre la hierba, un poco retirado de mí.
Yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no dirás nada,
pues el lenguaje puede ser fuente de malentendidos.
Antoine de Saint-Exupéry, El Principito
La familia de Lluvia fina no tiene apellido pues sus desdichas hunden sus raíces en las entrañas ancestrales de la condición humana de tal manera que el padecimiento de cada uno de los protagonistas desvela el entramado de las relaciones interpersonales de los hermanos, la madre y los cuñados, no de una estirpe. El apellido resulta irrelevante o más bien impertinente. Sin él la familia deviene universal y de cualquier tiempo.
«Salvo en las tragedias antiguas, siempre nos queda alguna solución», le comenta Rodó, el escritor oculto, a Emilio, el muchacho de El guitarrista30. En efecto, una tragedia, antigua o moderna, acaba con dolor y con muerte que producen unos efectos determinados en el espectador o lector. Lluvia fina tiene mucho de tragedia moderna; es una tragedia moderna protagonizada por una heroína, Aurora, de hoy y de antes, una mujer del común, maestra de escuela y no reina ni hija de rey, como Yocasta, Fedra o Antígona. En la tragedia moderna no hay culpa hereditaria que le sobrevenga al individuo por pertenecer a una estirpe o linaje, como vemos en las trilogías de Esquilo. El sufrimiento de Aurora, la congoja destructiva, nace de su infortunio en tanto que madre y esposa y de su virtud heroica, y como tal irrenunciable: un natural afable y un carácter receptivo y generoso con los otros, pese a la insensibilidad que muestran para con ella. No obstante, la novela de Luis Landero trasciende el ámbito de la familia anónima y su intrahistoria y nos traslada a las relaciones vidriosas y fallidas que se dan a toda hora en la sociedad, la de nuestro país y la de otros lugares.
En una de las entrevistas concedidas por Luis Landero con motivo de la publicación de Lluvia fina reflexionaba el escritor: «España es una familia mal avenida donde se masca la tragedia»31. Y al leerlo me vino de inmediato a la memoria la observación que hace Miguel de Unamuno en el prólogo a la segunda edición de Abel Sánchez. Una historia de pasión, redactado en 1928, cuando aún se encuentra en el exilio de Hendaya por obra de Primo de Rivera:
Y al fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse angélica; pero, ¿esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo?, ¿esa envidia colectiva?, ¿la envidia del auditorio que va al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más profundo?32
Hay algunas novelas, qué duda cabe, que irradian vida y emoción. Y las hay también —aunque pocas y cada vez más raras en tiempos en que la autoayuda se infiltra en la narrativa— que siendo literatura en toda regla, son por añadidura como una lente de precisión destinada a esclarecer sucesos congojosos de la vida.
Andando el tiempo, tales obras pasan generalmente a ser consideradas novelas clásicas. Así ocurre con Abel Sánchez. Una historia de pasión, y también, pese a su corta vida, me atrevo a vaticinar que ya sucede con Lluvia fina, novela que perturba el alma por su eficaz juego de voces, la potencia y belleza de su prosa y la delicadeza compasiva con la que se desentraña el sufrimiento.
Lluvia fina es por sus virtudes literarias y por su sentido y simbolismo la obra más conmovedora de Luis Landero.
Madrid, noviembre del 2019
1 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, Barcelona, Tusquets, 1989, pp. 183-187.
2 Luis Landero, El guitarrista, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 130.
3 Luis Landero, Retrato de un hombre inmaduro, Barcelona, Tusquets, 2009, pp. 19, 99 y 142.
4 Luis Landero, Caballeros de fortuna, Barcelona, Tusquets, 1994, p. 182. 5 Luis Landero, El mágico aprendiz, Barcelona, Tusquets, 1999, pp. 283-284.
6 Luis Landero, Hoy, Júpiter, Barcelona, Tusquets, 2007, pp. 399-400.
7 Luis Landero, El balcón en invierno, Barcelona, Tusquets, 2014, pp. 13-28.
8 Luis Landero, El balcón en invierno, op. cit., p. 59.
9 Luis Landero, Lluvia fina, Barcelona, Tusquets, 2019, p. 113: «Y siguió ajena a aquella letanía hasta que un día la madre (que esperó sin duda ese
momento como el jugador que reserva su mejor carta para matar la partida en el momento justo) le dijo».
10 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., p. 184.
11 Luis Landero, Retrato de un hombre inmaduro, op. cit., p. 214. 12 Jorge Gómez Vázquez, Fundamentos de consolidación de la microficción hispánica (1946-1995), Tesis inédita presentada en la UNED, 2018, p. 7
(consultada en su edición digital).
13 VV. AA., Quince líneas. Relatos hiperbreves. Edición de Círculo Cultural Faroni, Barcelona, Tusquets, 1996, p. 51. Esta antología contiene otros dos
textos de humor conciso firmados por Faroni: «Orgasmo» y «Cuando Dios quiera».
14 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., p. 345.
15 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., pp. 178-181.
16 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., pp. 248-254.
17 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., pp. 239-242.
18 José Ortega y Gass et, Meditaciones del Quijote, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1914, p. 42.
19 Luis Landero, El guitarrista, op. cit., p. 136.
20 Luis Landero, El guitarrista, op. cit., p. 282.
21 Luis Landero, Absolución, Barcelona, Tusquets, 2012, p. 13.
22 Antonio Lucas, «Luis Landero: la literatura de no perder el sitio», El Mundo, 5 de mayo del 2019.
23 Luis Landero, Hoy, Júpiter, op. cit., p. 321.
24 Andreu Jaume, «Iris Murdoch de viva voz» en El Cultural de El Mundo, 8-VIII-2019, s. p. (edición digital).
25 Javier de Hoz, «Tragedia griega y novela contemporánea: dos estructuras», Actas del IV Congreso Español de Estudios Clásicos, Discursos y ponencias,
Madrid, SEEC, 1971, pp. 159-196.
26 Luis Landero, Juegos de la edad tardía, op. cit., pp. 74-5. El narrador rememora una traumática experiencia sexual de Gregorio a los cinco años aleccionado
crudamente por su abuelo.
27 Luis Landero, Lluvia fina, op. cit., p. 13.
28 Luis Landero, Lluvia fina, op. cit., p. 243.
29 Luis Landero, Lluvia fina, op. cit., pp. 267-268.
30 Luis Landero, El guitarrista, op. cit., p. 298.
31 Luis Landero, «España es una familia mal avenida donde se masca la tragedia», Madrid, EFE, 11-III-2019, <https://www.efe.com/efe/espana/cultura/
luis-landero-espana-es-una-familia-mal-avenida-donde-se-masca-la-tragedia/10005-3921013> [consultado el 18 de noviembre de 2019].
32 Miguel de Unamuno, Abel Sánchez. Una historia de pasión, Renacimiento, Madrid, 1928, pp. 12-13.