Antonio Méndez Rubio – Una comunicación silenciosa

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO3

ANTONIO MÉNDEZ RUBIO

FUENTE DEL ARCO , 1967


UNA COMUNICACIÓN SILENCIOSA

Me vas a obligar a sacar a la luz lo que no
se debe remover del fondo del alma.
A
NTÍGONA

     En cualquier época, en cualquier lugar es evidente que la comunicación es el corazón de la vida social. Lo que quizá no es tan obvio, sin embargo, es reconocer qué significa comunicarse, com- prender qué significa comprender. En un mundo de globalización, telecomunicaciones y aceleración del tiempo las posibilidades se multiplican a la vez que se multiplican las dificultades para entender aquello que la comunicación implica. Nada ni nadie garantiza que, a lo largo de la vida, podamos aprender algo más o algo mejor sobre qué nos pide y qué nos ofrece la comunicación, el encuentro con los otros, tanto en el plano interpersonal como en la dimensión más íntima de nuestra experiencia de la realidad, del mundo.
     La cuestión se vuelve aún más insegura (y tal vez, además, más decisiva) cuando se trata de una comunicación no orientada fundamentalmente hacia la condición explícita o presente de los signos. Los signos (ya sean verbales, icónicos, musicales, gestuales...) a menudo se usan en la vida cotidiana de manera tentativa, precaria, incluso elíptica. La poesía intensifica esta capacidad evocativa y seductora del lenguaje. Y hace esto mediante una apuesta innovadora por el cruce entre las palabras y el silencio, la presencia y la ausencia, lo posible y lo imposible. En este cruce de caminos invisibles, imprevistos, de hecho, puede estar dándose cotidianamente la urgencia de la poesía a día de hoy. Como diríaR. Vaneigem, se da así “un lenguaje de la espontaneidad del hacer, de la poesía individual y colectiva; el lenguaje situado en el eje del proyecto de realización, que conduce a lo vivido fuera de las cavernas de la historia. Existe una comunicación silenciosa. Es muy conocida por los amantes”.
      En virtud de la energía magnética que las separa y las une, las palabras se enlazan entonces buscando formas de salir del aislamiento, buscándose unas a otras a veces con paciencia, a veces desesperadamente. Ahí radica, en fin, una forma de creatividad difusa, a menudo imperceptible, y al mismo tiempo absolutamente singular, empozada, sin fondo. Esa energía liminar es difícilmente canalizable por el poder, por mucho que la misión del poder sea regular y totalizar la realidad de forma diplomática y/o violenta. En otras palabras, a través del hacer-poesía (tanto en la escritura como en la lectura) la libertad y la vida aprenden a inventarse de nuevo de un modo microscópico, biopolítico, casi subliminal. La poesía deja aquí de confundirse sin más con la literatura para traspasar los límites del lenguaje estándar, de la gramática, y explorar a ciegas otros vínculos con el mundo. Puede que se trate de una búsqueda en la oscu- ridad, pero también puede ser cierto, parafraseando a E. Dickinson, que las mejores cosas están fuera de la vista.
     
En la era de las pantallas, las redes digitales y el espectáculo audiovisual a gran escala, esta exploración de lo no-visible, esta atención a lo real imperceptible puede tener más valor táctico que nunca antes. Paradójicamente la expulsión de la poesía fuera de la polis, como anhelaba Platón, le ha dado a la vez una imprescindible perspectiva de extrañamiento, extraterritorial, extranjera.
     
En un mundo en crisis, estoy convencido de que la necesidad de la comunicación tiene que pasar por la necesidad del arte y la poesía. Y de que la necesidad del arte y la poesía tiene que pasar por la necesidad del silencio y del vacío. Demasiado prejuicio y demasiada inercia bloquean la vía de entrada a una crítica del lenguaje establecido, convencional, que reactive la potencialidad de un vacío disponible, libre de la presión referencial o representativa. Donde todo-está-lleno no hay margen para intervenciones o interferencias en clave de libertad. En cambio, donde no-hay-nada todavía pueden activarse propuestas y preguntas sponte sua. Pero a este respecto parecen todavía vivos demasiados prejuicios, demasiadas acusaciones que llaman nihilismo a la necesidad de derribar para construir de nuevo, o que llaman despectivamente caos a lo que (como apuntaba F. Schlegel en sus Ideas, 1800) puede ser un pasaje de confusión del que puede surgir un mundo. En este sentido, la distinción léxica que se daba en chino antiguo entre kong (vacío del ser, existencial) y xu (vacío funcional, disponible) me parece todavía fértil. El primero se refiere a una pura negación. El segundo, en cambio, remite a una energía quizá incompresible, irreproducible, a la energía de un agujero negro. Como mínimo a partir del siglo VII en China, la práctica de escribir un poema en las partes vacías de las telas hacía de la caligrafía una parte del dibujo y del poema un pulso musical. Se podía así inscribir en la tela o en el papel un principio implícito de articulación formal, un aliento en realidad no dibujable, no representable, quizá inaudible que, a través por ejemplo de un paisaje, era capaz de traspasar la visión de todo paisaje, la idea de cualquier realidad. La comunicación silenciosa, en fin, necesita ese aliento sin aire. En parte se trata de una comunicación imposible. Y la poesía lo sabe.
      Desde esta perspectiva, la poesía no es tanto una forma de negar la soledad sino una manera de traspasar la soledad o al menos de reconocer sus límites, y en esta medida puede ayudar a convertir la soledad en un espa- cio de encuentro, comunicativo, disponible. Como es lógico, el momento histórico en que la ciudad se ha masificado, se ha saturado de redes y mensajes, es tam- bién el momento en que la soledad se ha vuelto un lugar cada vez más intempestivo y más común. Por eso la cuestión poética es al mismo tiempo una cuestión social y una cuestión crítica –me parece que tiene que ver con esto la reivindicación que plantea J. Alemán (en su reciente ensayo Soledad: común) de una “poética política” que abra fisuras en la “psicología de masas”. La observación de la vida cotidiana ya es una buena señal de hasta qué punto la soledad se ha vuelto temible: basta con apreciar hasta qué punto la evitamos, tanto con el consumo de nuevas tecnologías como con res- puestas emocionales que se hunden en los abismos del inconsciente. Precisamente en la indagación del incons- ciente colectivo e individual se adentraba la investigación psicoanalítica de W. Reich en su conocido libro Análisis del carácter, publicado por primera vez en 1933 –pero que es (no solamente por este dato histórico) un trabajo clave para entender la conexión entre la psicología de masas y el fascismo moderno. Reich explicó con acierto cómo, a pesar de tener relaciones sociales amplias, es cada vez más frecuente experimentar una falta de contacto y un colapso emocional que provocan “un senti
miento de soledad interior”. Esa soledad, así, se protegería de sí misma generando una coraza en la que confluyen “todas las fuerzas defensivas represivas”. De ahí que la necesidad de abrir esta coraza sea una necesidad tan subjetiva como social. Pues bien, creo que esta necesidad estaba así mismo planteada por A. Tarkovski cuando, hablando de la relación entre su cinematografía y la “lógica de la poesía”, decía que “el arte incide sobre todo en las emociones de la persona y no tanto en su razón; su meta es reblandecer su alma, hacerla receptiva...”. La tarea poética, vista así, es tan mínima o infinitesimal como constante o infinita.
      La poesía ayuda a vivir porque ella misma vive de esta ruptura de lo cerrado, de esta salida de la normalidad, de la sorpresa que acompaña al desvío o la suspensión de los códigos. Es desde luego una forma de desobediencia. No es extraño que sea Tiresias, el adivino ciego en la Antígona de Sófocles, quien cuestione la autoridad del tirano y le haga ver la dimensión trágica, mortal, de su autoridad. O, como ha explicado Adonis sobre la poética árabe yahilí: “El poema nuevo es peligroso porque es libre. La creación poética rechaza el concepto de lo concluso y lo definitivo”. El lenguaje poético se puede entender entonces como una forma de rebeldía, de resistencia a toda clausura, como “una tensión de resquebrajamiento” que impida la formación de corazas y que contribuya, con toda su humildad y toda su incertidumbre, a compartir lo que parece imposible: no un mundo nuevo, no una nueva ideología o utopía perfecta, sino la comunicación singular, silenciosa, de la necesidad abier- ta que tenemos de oír, mirar y vivir el mundo de una forma nueva.