Antonio Cabrera – 4 prosas

Fundación Ortega MuñozEnsayo, SO3

ANTONIO CABRERA

4 PROSAS


Unas palabras acerca del callar

      No se sabe nunca dónde puede saltar la liebre de la constatación. Mientras esperaba mi turno en la peluquería –templo evidente del palique–, leía en un periódico que, según los primatólogos, a los simios no les interesa conversar. Resulta que la evolución –bastante inflexible como repartidora de dones– no ha inculcado a nuestros primos antropoides la motivación suficiente a la hora de intercambiar mensajes. De su comercio gestual se desprende, a lo sumo, un apego al parco imperativo, al “dame” y al “vete”, pero de ninguna manera saborean las delicias de lo declarativo, ni mucho menos huelen siquiera el aroma del juicio de valor, del chisme, del argumento, de la banalidad, del humor o de la calumnia, contenidos tan comunes en las conversaciones humanas. Por lo visto les falta pasar de la sociabilidad, que poseen, a la ultrasociabilidad, que es prerrogativa cuyo disfrute exclusivo corresponde a nuestra especie. Mis oídos, allí, en la peluquería, estaban dando fe.

      Nada más humano, pues, que la charla o incluso que la cháchara. Pero parece innegable, con todo, que la comunicación contenida y el silencio han adquirido, por efecto reactivo ante esa realidad murmurante o clamorosa, un claro prestigio, aunque minoritario, del que bien podría derivarse como definición de lo humano –en muestra elocuente de la complejidad de Homo sapiens– la siguiente: es el hombre un animal que desea callar. Deseo o propensión, desde luego, en nada semejantes al desinterés involuntario de los simios. Es más, nos separa de ellos de un modo todavía más drástico.

      Esta voluntad de silencio, de no querer intervenir en el mundo con demasiada pronunciación o con ninguna, ha tenido ilustres defensores intelectuales. Me vienen a la cabeza al menos tres, quizá no acostumbrados. El primero, Spengler, defendió entre ingenuo y convencido que hablar no es necesario. El silencio tendría a su parecer un carác- ter más natural que el proferimiento de palabras en profusión. Por eso el aldeano calla y el urbanita llena con discur- so su aburrimiento.

      Con ausencia de candor, tan ajeno a su talante, pero en obediencia a una severidad sin amargura, a cierta adus- tez del pensar nada rara en sus diarios, César Simón escribió: “Uno sólo se siente adulto cuando calla”.

      El tercer nombre es Antonio Porchia, aquel miniaturista del pensamiento, maestro del matiz microscópico de consecuencias abisales para el significado de palabras e ideas. En una de sus voces –frases cinceladas hasta el extremo, de una extrema resonancia en la mudez de la conciencia– confesó: “Hablo pensando que no debiera hablar; así hablo”. Fue coherente, porque esta afirmación se ajusta a su personalidad de tímido recalcitrante, y se aviene con jus- teza a su producción literaria, que apenas supera toda ella las mil frases, de una sola línea la mayoría.

      Cada uno a su modo y en su dosis, los tres pertenecieron a la tribu de los callados, gente más bien inclinada a la reserva, al decir no siempre suficiente, a la síntesis que huye del análisis por incapacidad o por repulsa. Suelen los callados actuar como tales en cualquier parte, también en los templos obvios del parloteo: las peluquerías, por ejemplo.

      Es comprensible que estos preferidores del silencio se sientan atraídos, eso sí, por los goces de la escucha. Muchos invierten en ello tiempo y esfuerzo, pues se han hecho adictos a sus virtudes nutritivas, cifradas en la riqueza que supone saber situarse a una fértil distancia de lo que está y de lo que se dice.

     Pero como el callado, para no ser presuntuoso, debe hablar, cuando el otro día me llegó el turno y salí de mi rincón para ser atendido, añadí a la conversación general –sin alentarla, es cierto– algún comentario sobre la situa- ción de la Liga. Creo que así completaba mi diferencia con los simios.

Casos de acústica lírica

      En el tapiz dentro del cual vivimos hay tantos hilos–sonidos entrelazados que lo lógico es que no discriminemos, que percibamos el todo y no las partes. Sólo por acción de la voluntad se nos hacen manifiestos en detalle los sonidos del entorno, que para eso es la voluntad la herramienta más usada por la conciencia. Conozco de verdad, reconozco, porque activo el querer conocer. La voluntad es lupa, linterna, estetoscopio. Voluntariamente, ahora, capto el sonido que hace una carretilla en la puerta del mercado, y las voces borrosas de la gente, y el roce sordo de mis uñas en la piel de mi brazo, y la puerta cerrándose de una furgoneta –sonido diferente al de la puerta cerrándose de un coche–, y el impacto –particular también– sobre la tecla de la letra A, y el zumbido de la CPU, y un claxon, y el precipitarse de la saliva que trago...

     A veces, en el marasmo de lo audible no oído, a nuestra atención dormida la despiertan sonidos imperiosos no siempre violentos. Entonces, como si se tratase de una aparición exenta de solemnidad, pero asertiva, aquello que de pronto comienza a escucharse se impone y, al hacerlo, nos abre los oídos a todo lo demás.

     A modo de flechas lentas llegan –es algo que aún sucede en la ciudad donde vivo– las campanadas del reloj del ayuntamiento, con su ritmo puntual, decidido, abriéndose paso entre motores que aceleran y gritos infantiles, igual que alguien que, con rumbo claro, sortea a peatones morosos en las aceras del centro. En su avance, el sonar de las horas va levantando el velo que acallaba el percutir y el friccionarse de las cosas del mundo. Así, estos toques de cam- pana descubren la respiración atmosférica de las calles, que estaba presente sin presencia. El suyo es para mí uno de los sonidos pertenecientes a la acústica lírica, una acústica superior, al margen de la música.

      A esta parcela sonora de lo lírico, de lo que conmueve con modulación no enfática, con calma bien dispuesta ante la visita de un temblor que es temblor aunque sea tenue, yo incorporo también los ruidos nobles y las voces del campo. Nombraré –con respeto y con prisa, porque no voy a hablar de ellos– el viento en las ramas, el canto de las aves, el ladrido lejano, el balar y el mugir, los pasos en la tierra del sendero, la claridad sonante del arroyo, la noche... Son clásicos. Ahora, no obstante, es llegado el momento de que aluda a una olvidada vibración campestre: el rumor que se oye cuando pasan, contra el cielo, los aviones.

     A nadie le resultará difícil recordar alguna ocasión en que, mientras recorría parajes retirados, ha alzado la vista para buscar la fuente de un sonido que en medio de lugares de completa hegemonía natural se le ha antojado impropio. Y no lo es, sin embargo. Defiendo la convivencia, no insólita después de tantos años, entre la paz agreste emanada de llanuras o bosques o barrancos y un ruido artificial que gradúa su aproximación y su alejamiento, y se mues- tra como un trueno inofensivo, tumulto melancólico inmerso como nosotros en la luz abierta.

      Nada que ver el fragor alto, y por eso limpio, de un gigante de las rutas aéreas con el bronco estrépito de unas motocicletas o unos quads mordiendo las veredas. Los aviones emiten, desde su elevado paso rectilíneo, un ruido dulce dotado con la virtud de no violentar en ningún caso el azar armónico del campo, ni sus cosas inertes, ni a sus criaturas. Esto supone una muestra, llena de poesía además, del ajuste posible entre naturaleza y civilización.

Mi voluntad –mi estetoscopio– se aplica siempre que se da el caso sobre el azul que está siendo dividido por un avión. Oigo el resplandor adamantino de su fuselaje. Oigo la luminosidad.

Antes

      Antes de ponerme a hablar de las situaciones previas, del antes, del recinto fugaz donde se fabrica lo inminente, me haré una pregunta que, como todas las preguntas, es –según la pura gravitación de su lógica– anterior, preparatoria: ¿en qué tramo del tiempo residimos, si se puede saber? Esta mañana me he levantado agustiniano –me doy cuenta–, deseoso de entrar en una maleza especulativa irresoluble pero que posee una solución práctica de claridad manifiesta: estamos en el presente, siempre.

      De acuerdo. Y admito además que todo tiempo es irredimible porque todo tiempo es eternamente presente. Hago mío el matiz moral que añade el agustiniano Eliot al asunto. Pasa lo que pasa y sucede lo que sucede, sin que exista liberación posible del acontecer efectivo, que es ciego. El presente es la cápsula constante, la piel que nos rodea. No hay salida. Como la culebra, la cambiamos entera para que sea la misma piel nuestra. Residimos, por tanto, en el ahora, empezando y terminando cada vez, todas las veces.

      Con todo, la tramposa gramática, tan necesaria –tanto que es otra capa inevitable de la cebolla en que consistimos–, se reserva un par de adverbios con cuyo efecto aturdirnos o entretenernos. Dentro del presente que fluye hay cosas que ocurren antes y cosas que ocurren después. A menudo me descubro fascinado por un evento que se desarrolla justo antes de lo que viene a continuación suya. Esto es, me asombran ciertas situaciones anteriores. También, claro, me sorprenden muchas cosas sobrevenidas, pero, por una obvia cuestión de orden, las dejaré ahora a un lado y aludiré antes a las que van primero.

     Por ejemplo, contamos con el antes de leer un libro apetecible. No siempre se da el caso, pero basta la conjun- ción de elementos en general azarosos, como un autor aún no leído del que se tienen buenos informes, quizá otro autor bien conocido y por ello deseable, un tema atractivo o la firmeza de una intuición, para que se construya la expectativa de lectura grata, imperiosa en numerosas ocasiones. Por lo que a mí respecta, inmerso en la sensación de prefacio a un disfrute prometido, suelo entregarme al tanteo y a las catas. Leo una frase, un párrafo tal vez, del comienzo o del final, o del ecuador de la obra. De este modo, calibro, degusto, capto el aroma del alimento que me espera en el después de estar leyendo por fin. Este antes de leer administra por sí mismo una dosis tan alta de satisfacción, que a ciertos lectores compulsivos los abisma en la perversa conducta consistente en no llegar a leer por completo el libro o ni siquiera comenzarlo propiamente, y enseguida buscar uno nuevo, tan grande es la adicción al fervor previo, tan deformante el apego a lo que acontece con anterioridad al acontecimiento guía, experimentado entonces como demasiado lejano, allí, en su remoto futuro inmediato.

      Los antes abundan, no resultan en absoluto raros. Cómo iban a serlo si es necesario que algo tenga lugar antes de lo que está pasando. Hay, cierto es, algunos antes con rango de canónicos, como el ostentado por el de la lectura. Pero ahí están también todos éstos: el antes de los viajes, fértil en la conciencia de cualquiera; el antes de salir de fies- ta, ritualizado, automático; el de irse a dormir, con no menos pautas, pero más denso; el antes de haberse uno enamo- rado, casi incomprensible luego, y digno de nuestra clemencia; el antes de nacer, ese que existe para el más opaco olvi- do. O, en definitiva, el antes de morir, el de la prolongada caducidad, el que estuvimos llamando, antes, vida.

Divagación para el Día de Difuntos

      Casi todo es estático. He aquí un descubrimiento de esos que en ocasiones se hacen violentando de algún modo las convicciones usuales, la lógica más generalizada. Casi nada se mueve. Y no nos damos cuenta porque lo nuestro es, justamente, lo contrario, el movimiento. Fijémonos –detengámonos– un momento: la mayor parte de lo que existe está quieto. Tal vez a causa del alboroto de lo móvil –nosotros mismos, nuestros artilugios mecánicos, los animales– olvidamos la situación de asentamiento permanente en que alienta un porcentaje abrumador de lo real.

      ¿Se desplazan los árboles, las piedras, las construcciones humanas? ¿Cambian de lugar las montañas? El esce- nario donde se representa la vida no va a la velocidad de la vida, no va a ninguna velocidad significativa. Tampoco el mar se traslada, sino que se mece o se enfurece dentro de sus límites estrictos. Casi nada viene a nosotros. Casi siempre vamos nosotros a las cosas. Al mar, a la montaña, al árbol, a la tienda, al templo, al libro. Por lo general, no caemos en la cuenta de que ir es uno de nuestros verbos fundamentales. En el trasiego de ir es donde más vamos siendo.

      Detengámonos ante un hecho simple, fijémonos: la casa en la que habitamos nos espera y nos recibe, nos ve alejarnos y nos aguarda de nuevo. Pensemos en la inmovilidad de nuestra casa. Y acto seguido prestemos atención, de una vez por todas, a la puerta, a la que tanto vamos, la que nos ve pasar, salir o entrar con la abundancia y la monotonía de lo cotidiano. No rendimos a las puertas su merecida pleitesía, cuando ellas constituyen un elemento sin el cual la física y la metafísica del ir se desvanecerían porque, sencillamente, no podríamos acceder al ejercicio de nuestra movilidad obligatoria. Por su naturaleza elemental y compleja –se encuentran atadas a través de las bisagras a la estaticidad y a un recorrido estipulado– las puertas han ido acumulando una densidad de simbolización dema- siado importante como para que la apartemos como se las aparta a ellas mismas al traspasarlas. Las necesitamos para que la tarea de ir, en sus propósitos graves igual que en sus caprichos, se cumpla. Todo es mejor si una puerta se abre o puede abrirse cuando llegamos ante ella. Qué desconcierto el de las puertas cerradas.

      Mañana vamos a ir en masa a los cementerios. Un buen lugar donde ir, digan lo que digan. No sólo porque la muerte es el destino hacia donde avanzamos todos, es decir, no sólo por la evidencia de que morir rima con ir irre- mediable y definitivamente, sino además porque acudimos a encontrarnos con nuestros muertos, gente que se movió por aquí y terminó llegando en turnos anteriores a la meta común, y ahora descansa detrás de una lápida.

      Situarse delante de una lápida equivale a ponerse ante una puerta que no va a abrirse. O sí, pues la lápida es un portal a la memoria susceptible de ser franqueado con sólo colocarse uno ante su mármol. Mañana es un día para ir hasta ese umbral del recuerdo y penetrar sin trabas en la evocación de los ausentes, pasando al otro lado o trayendo a éste –la virtud del símbolo así lo permite– a los que ya no están.

      (De pronto me doy cuenta de que, aun siendo la muerte nuestro destino último, no avanzamos hacia ella, con- tra lo afirmado arriba. Es extraño que a pesar de ser el ir un trajín esencial que nos modela, no interviene en nues- tra relación con la muerte, porque a la muerte nunca vamos –mañana iremos a los muertos, cosa distinta. No es una dirección hacia la que dirijamos nuestros pasos, excepto en el caso del suicida, sino un lugar que no ocupa espacio, y, por eso, un lugar sin límites, ubicuo. Lenta o súbita, será ella la que un día se manifestará ante cada cual. Abrirá una puerta. Qué desconcierto entonces el de esa puerta abierta.)