álex chico
Gayga, muchos años después
Después de muchas lecturas de y sobre José Antonio Gabriel y Galán, después de algunas conversaciones con sus familiares y amigos, después incluso de dedicarle un libro, nunca antes me había hecho esta pregunta: ¿Quién fue realmente José Antonio Gabriel y Galán? Parece una cuestión colateral, una inquietud que quizás haya dado por sobreentendida tras tanta charla, tanta lectura y tanto libro. Sin embargo, no me la había formulado hasta ahora. Nunca me había preguntado qué significó, cuál fue o cuál es su verdadero alcance como escritor. Insisto, lo que no me había preguntado jamás es quién fue, qué persona se esconde al otro lado de sus libros o de su diario o de las conversaciones que he mantenido alrededor suyo. Han tenido que pasar muchos años para que pueda reflexionar sobre eso y, en la medida de lo posible, tratar de explicarlo. Cuando empleo el verbo «explicar» me estoy refiriendo, en realidad, a una tarea mucho menos ambiciosa, porque debería decir, más bien, que lo que me propongo ahora es aproximarme a José Antonio. Para ello, se me ocurre un itinerario, tres formas de acercamiento que nos permita entender un poco más la cuestión que formulaba antes. En primer lugar, comenzaré con un breve apunte biográfico; más adelante, intentaré abordar algunas de las claves de su escritura; por último, me detendré en una experiencia personal que me une al autor.
José Antonio Gabriel y Galán nace en Plasencia en 1940. Se desplaza a Madrid para cursar estudios de bachillerato y para dar inicio a la carrera de Derecho, en la Universidad Complutense. En 1963, es decir, cuando el autor tenía alrededor de 22 o 23 años, se produce un hecho crucial. Así lo juzgo, al menos. Ese fue el año en el que se traslada a París, donde residirá hasta 1966. Allí se matricula durante un tiempo en Altos Estudios Internacionales, en la Universidad de la Sorbona. Allí también contrae matrimonio con su primera mujer, Livya Bounatian-Benatov, de la que se divorciará tiempo después. Y allí nace su primer hijo, Alejandro.
Aquí haré un breve paréntesis. Al fin y al cabo, ese tramo biográfico, el que le lleva a París durante tres años, fue el material que empleé para redactar mi novela, o mi novela de ensayo ficción, que es la forma más adecuada para definir un libro como ese. París tiene una importancia superlativa en la formación de José Antonio Gabriel y Galán. No sólo por haber contraído matrimonio y concebir a su primer hijo, sino también en lo que a su formación literaria se refiere. Se trata de una ciudad, por aquellos años, convulsa, expansiva, heterogénea, revolucionaria y neurálgica. París volvía a ser el centro del mundo, el germen de la política y del pensamiento nuevo, con Sartre, Camus o Simone de Beauvoir a la cabeza. El lugar de encuentro entre exiliados o artistas atraídos por su magnetismo, como le ocurrió a buena parte de la literatura hispanoamericana. La década en la que, tal vez, París fue por última vez París. En ese ambiente intelectual se forjó José Antonio, desde su ático en la calle Campagne Première, no muy lejos del piso de Jean-Paul Sartre, en el pleno barrio de Montparnasse. Imaginemos, por un momento, qué supuso estar ahí durante esos años en los que iniciaba su carrera literaria, cuál fue el impacto que tuvo entre tanta amalgama de corrientes y estéticas, desde el existencialismo hasta la experimentación artística. Algo que culminaría en el famoso mayo del 68, una explosión revolucionaria que José Antonio no vivió en primera persona. Esa fue la primera vez en la que se quedaba a las puertas de algo, en la antesala, en el momento previo. No será la última.
Después de algunos viajes por Angola y Mozambique (antes había estado en Alemania o en La India) regresa a Madrid y finaliza, en 1968, sus estudios de periodismo. Ese mismo año se incorpora a la agencia EFE y participa en la elaboración del libro Por una iglesia conciliar. Anoto este libro principalmente por un motivo: porque a menudo se nos olvida, a mí el primero, que José Antonio estuvo muy ligado a la iglesia de base, a los movimientos sociales que, desde abajo, promovía esa institución. Y lo apunto por otra razón: porque buena parte de los temas que aparecen en sus obras tienen una raíz religiosa, mística, sobre todo en lo que a la moral y a la culpa judeocristiana se refiere.
Tras sus estudios de periodismo pasa a formar parte del gremio, como redactor, director o subdirector de revistas y periódicos varios. También como crítico. En el año 72 publica su primera novela, Punto de referencia. No su primera novela escrita, sino su primera novela que encuentra editor. Tiempo después se incorpora a la redacción de una revista fundamental para entender a buena parte de la cultura española contemporánea: Cuadernos para el Diálogo. Además de todo esto, escribe canciones y poemas, cuyo debut llega en 1977 con la edición de su libro Descartes mentía.
Un nuevo paréntesis para regresar a la pregunta inicial. ¿Quién fue José Antonio Gabriel y Galán? A partir de estos datos iniciales, ya de entrada sabemos que no fue una sola persona, sino varias a la vez, porque cada oficio le convertía en alguien distinto, aunque estén llenos de conexiones y de puntos en común. ¿Quién fue, pues? ¿Un periodista? ¿Un crítico? ¿Un director de revistas? ¿Un narrador? ¿Un poeta? Quizás fue todo eso junto, como eslabones de una misma cadena o como piezas de un mismo mosaico.
Volvamos a los últimos años de la década del 70. Algunos datos más: matrimonio con Cecilia Alarcón López, colaboraciones en el diario El País, publicación de su segundo libro de poemas, redactado de su segunda novela, nacimiento de su hija Laura. Y así llegamos a una fecha crucial, una fecha que quedaría marcada en su calendario por dos motivos muy dispares: el mismo día que estrena su versión teatral de La Velada de Benicarló, de Manuel Azaña, le diagnostican un linfoma. Un solo día en el calendario que ha juntado, por un macabro azar, dos acontecimientos tan emocionalmente distintos: su consagración como escritor y el inicio de un cáncer. Si yo fuera, ahora mismo, un crítico sin escrúpulos, vería en ello algo así como una metáfora. Pero como no lo soy, o me tengo por no serlo, diremos simplemente que esa coincidencia debió ser horrible, espeluznante. Una experiencia que, por mucho que lo intente, nunca podré imaginar del todo.
El gran poeta T. S. Eliot dijo en una ocasión que en la poesía, como en la vida, nuestra tarea consiste en sacar el máximo partido a una mala situación. O dicho de otra forma, a la manera de otro gran escritor, Cesare Pavese: la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida. ¿Por qué cito esto ahora? Por un motivo: porque José Antonio, poco después de recibir esa terrible noticia, comenzó con la escritura de un diario. Es decir, sacó partido o generó literatura de una mala situación, de una ofensa. Los diarios se publicaron muchos años después, en la Editora Regional de Extremadura. Abarcan doce años de vida: desde 1980 hasta 1992. Ese fue el primer texto que leí de José Antonio y esa es la verdadera razón o el verdadero estímulo por el que escribí una novela sobre él. Es más, siguiendo esta suma de azares, si no existiera ese libro tal vez yo no hubiera escrito nada sobre Gabriel y Galán. Mucho menos una novela. Pero no avancemos acontecimientos y volvamos a su vida.
A comienzos de los años ochenta, publica dos novelas: La memoria cautiva y A salto de mata. Realiza traducciones del francés, redacta una radio-novela y refunda una revista cultural, El Urogallo. Diré algo a propósito de esta revista. Cuando se publicó mi novela sobre José Antonio, algunos lectores me comentaron que su única memoria de Gabriel y Galán se centraba en dos recuerdos: uno, por ser el autor de la novela Muchos años después; y dos, por su labor al frente de El Urogallo. Es decir, debió ser una publicación medular, importante, al menos durante los años ochenta. José Antonio la recuperó y, con él como director, la volvió a situar en el centro del panorama literario. No era fácil. A ella se dedicó, por cierto, hasta el día de su muerte.
El mismo año que asume la dirección de El Urogallo, en 1986, publica en la editorial Tusquets El bobo ilustrado, una narración que será finalista del Premio Nacional de Literatura y que, como ocurrirá más tarde con otra novela, nunca consiguió ganar. De nuevo, se vuelve a quedar a las puertas, en la antesala, en el momento previo.
Poco después aparece El triunfo de Tito, una novela breve para niños, y la edición completa de su poesía, que incluía un libro inédito, Razón de sueño, otro de esos libros sin cuya lectura yo no hubiera escrito nada sobre José Antonio. Entre conferencias por aquí y por allá, llegamos a 1990, un año importante, porque obtendrá el primer premio Eduardo Carranza. En el jurado, entre otros, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Gonzalo Torrente Ballester. La novela se titula Muchos años después. Se trata de una espléndida radiografía de la sociedad española desde la década de los sesenta hasta los años ochenta, transición mediante. Cuando digo sociedad española no me refiero sólo a los que vivieron en España durante la dictadura, sino también a los exiliados que viajaron a París huyendo de ella. La novela debió tener una buena acogida. Creo, y esto es solo una suposición, que nunca debió tener José Antonio una vida literaria tan frenética, con promociones del libro en España e Hispanoamérica. Muchos años después quedó finalista del Premio Nacional de Literatura y, como ya había sucedido antes, no lo ganó. Otra vez, se queda a las puertas, en la antesala, en el momento previo.
Ojalá pudiera dilatar su biografía y añadir, como por arte de magia, unos cuantos años. Ojalá dedicara otra página y media y citara nuevas obras o nuevas colaboraciones o nuevos premios. Pero la imaginación da para lo que da y la realidad se impone: José Antonio Gabriel y Galán muere un par de años más tarde, el 13 de marzo de 1993, en su domicilio de Los Peñascales, en Madrid.
La segunda parada de ese itinerario, es decir, la segunda manera de aproximarme a José Antonio Gabriel y Galán, se detiene en la propia obra, en las características de sus libros, en los puntos en común, en sus temas.
Tal vez, la pieza fundamental del universo literario de Gabriel y Galán son sus personajes. Todo gira alrededor de sus inquietudes existenciales, de su memoria o del lugar que ocupan. Mantenemos con ellos una relación ambigua: los rechazamos por su inoperancia y su pasividad y, a la vez, empatizamos con su manera de afrontar lo que les rodea. Son seres frágiles, vulnerables, acosados, siempre entre dos aguas. Como le ocurre a Pedro Vergara, el protagonista de El bobo ilustrado: en un Madrid convulso, el de comienzos del siglo XIX, no es capaz de comprometerse ni con los afrancesados ni con los llamados patriotas. Por eso emprende una huida hacia sí mismo, hacia su propio interior. Les cuesta comprometerse con la acción, porque son agentes teóricos, perdidos en divagaciones personales y en reflexiones que les acaban desorientando aún más (cito un fragmento de El bobo ilustrado: «En ocasiones envidiabas a esa gente que lo tenía todo claro, que conocía con precisión dónde estaba su mano derecha»). La teoría que emplean es abrumadora. Continuamente se preguntan quiénes y cómo son, cuáles son sus límites y qué espacio deben ocupar. Por ese motivo intentan aferrarse a un punto de apoyo, el que sea. Sin embargo, sus referentes se vuelven contra ellos, les paralizan. Cargan con el peso de su propia cultura y la del país en el que viven. Su caída no es sólo un descenso personal, sino el reflejo de una sociedad en perpetua decadencia. Personajes de raíz existencialista, condenados a elegir, como le sucede a un personaje de Punto de referencia : tiene que decidirse entre Marguerite Duras o García Márquez, entre Fernando Arrabal o André Gide, entre François Truffaut o Jean-Luc Godard. Una decisión importante, pues de ella depende su forma de ser y de estar en el universo. De ahí que afronten continuas paradojas: viven de espaldas al mundo y buscan en él su reconocimiento; se niegan a cambiar, pero admiten que necesitan hacerlo; quieren ser útiles, aunque no saben cómo serlo; aparentan no depender de nadie y están, por el contrario, fuertemente aferrados a la opinión ajena. En definitiva: huyen para regresar de nuevo. Pensemos en Julián, Silverio y Odile, los tres personajes principales de Muchos años después. Tres seres que viven al margen, si bien desearían formar parte del núcleo de escritores españoles (como le ocurre a Julián), de las élites del Partido Comunista (como le sucede a Silverio) o del ballet de Marta Graham (como desea Odile). Lo que temen, en el fondo, es pasar desapercibidos, vivir su vida sin que nadie lo note. Temen ser, simplemente, seres anónimos, desencantados, condenados a llevar a cabo luchas intrascendentes, aventuras individuales, jugándose la vida en actos insignificantes, anodinos. Ninguno es lo que se había propuesto ser. Se resignan a la idea de que tienen lo que les basta. Todo ello les conduce a un proceso de autodestrucción. Sólo la idea de haber tocado fondo les procura algunas dosis de consuelo. En ocasiones esa desorientación hace que se aproximen a la locura, buscando una verdad irracional. La locura o, maticemos, la apariencia de locura. Fingirla no es más que un mecanismo de defensa ante un mundo que les resulta adverso. Una actitud quijotesca, en definitiva. Por eso apuestan por lo irracional, por el delirio. También por la violencia, asociada principalmente a la actividad sexual. Ahí es donde demuestran ser personajes turbios, déspotas o resentidos. Por una vez no piensan, simplemente actúan. Son, en ese momento, seres animalizados. El sexo, también el incesto, es el escenario donde aflora el rencor, la crueldad, el enfrentamiento, la culpa y, a pesar de ello o precisamente por eso, el júbilo y la ternura. Aquí se encuentra la raíz religiosa que comentaba antes: en un temperamento siempre amenazado.
En más de una ocasión, habló José Antonio Gabriel y Galán de dos tipos de autores: los que se juegan la vida en su escritura y los que no se la juegan. Gabriel y Galán fue de los primeros, porque no dejó de indagar en la forma, en el estilo, explorando distintas voces, aportando nuevos giros lingüísticos o, en fin, mezclando diversos registros. Sin abandonar tres premisas: ser claro, conciso y directo. Su obra evoluciona desde un cierto afán vanguardista hasta una forma de decir mucho más serena, de madurez asumida, por llamarlo de algún modo. Esa progresión es muy clara en los tres libros de poemas que publicó: Descartes mentía, Un país como éste no es el mío y Razón del sueño. Tres libros estéticamente muy distintos. Se diría, incluso, escritos por diferentes autores, aunque en ellos encontremos ciertas claves u obsesiones vitales que se repiten. Esta disparidad, más allá de valorarse como riqueza lírica y apuesta por lo heterogéneo, jugó en su contra. ¿Dónde situar la poesía de José Antonio? ¿Es un poeta épico? ¿Filosófico? ¿Meditativo? También la crítica quiere andar sobre seguro. Más en un caso como el de Gabriel y Galán, quien se supo, antes que otra cosa, poeta. Ya lo demostró en sus novelas, sobre todo en La memoria cautiva, una obra que podría leerse como un extenso poema narrativo. Acertó Gonzalo Hidalgo Bayal al comparar su inicio con unos versos de Descartes mentía. Cito: «Ambos quisimos un gran amor y tuvimos que conformarnos con uno pequeño», «A punto estuvimos de morir de amor, pero murió el amor y nosotros vivimos».
Existen dos aspectos externos que interfirieron en la vida de José Antonio Gabriel y Galán: la ludopatía y su relación con el éxito. Dos preocupaciones que aparecen de forma nítida, descarnada, en su diario. El primero, el del juego, entra en conflicto con su propia escritura. Lo explica en una de las entradas del diario, en septiembre del 89: «El desasosiego me duró esa noche y el día siguiente: se enfrentaban una vez más el juego y la escritura. Venció como siempre el juego y a las cinco y cuarto de ayer ya estaba en el casino». Ganar o perder es una forma, otra más, de poner a prueba su personalidad. No busca el beneficio, porque en el fondo sabe que es imposible. Los jugadores, explica, están inmersos en una situación límite. Luchan contra el azar, se dejan la vida y, sin embargo, juegan para nada. Ahí residen el riesgo y la condena. Esa relación aparece con frecuencia en su obra literaria. Pensemos, por ejemplo, en «Último naipe», el poema que cierra Razón del sueño: «Hay veces en que un naipe / descubierto al desgaire / conduce a la melancolía. / En la última carta siempre asoma la nada». Es el «vértigo central de la partida», como nos dice en Punto de referencia. El juego no forma parte del ocio. Se trata de una actitud ante la vida cuya premisa es la derrota. Como explica en Muchos años después, «en la profunda realidad de que las personas son más felices perdiendo y que, en el fondo, perder es más cómodo que ganar». El problema es, como dijimos, cuando colisiona con la escritura. Lo explica perfectamente Julián, también en Muchos años después : «era consciente hasta el empacho de la imposibilidad de jugar y escribir al mismo tiempo», y añade: «Afortunado en el juego, desgraciado en el arte».
Su relación con el éxito también fue motivo de preocupación. José Antonio se creyó maltratado por la crítica, y puede que no le faltara razón. Remito nuevamente a sus diarios. Allí nos muestra ese malestar por no ser incluido, una vez más, en la lista de narradores o poetas más significativos o influyentes del momento. Una exclusión que le produjo diferentes episodios de angustia. Cito otra vez sus diarios: «Tengo la impresión de que me moriré sin que nadie me conozca, ni siquiera yo mismo», escribe en noviembre del 88. Esa falta de reconocimiento le condujo a dudar sobre la calidad de su obra, sobre las relaciones que debería haber mantenido, sobre la vida literaria y sobre su voluntaria separación de determinados círculos culturales. Al final, siempre aparece la idea de que se encuentra en la antesala de algo («Yo no he vivido. He pasado mi existencia preparándome para vivir», nos dice en abril del 91). Como sus personajes, permanece a la expectativa, con la esperanza de que su nueva novela alcance el grado de reconocimiento que no obtuvo el resto de su producción literaria. Quizás estuviera en lo cierto. José Antonio murió en su mejor momento creativo.
Más allá de eso, nos queda un autor que se jugó la vida en su escritura. Desde la dirección de El Urogallo, desde su oficio de periodista o de crítico, desde las tertulias del Alabardero y, claro está, también desde su obra literaria. Nos queda un autor poseído por la literatura, en palabras de su amigo Juan Cruz, a quien comentó en una ocasión que era imposible escribir nada hasta que no fuera más importante la escritura que la vida. Nos queda, en fin, la relectura de sus libros y un buen número de inéditos aún por publicar.
Tercera y última parada del itinerario: la relación que me une con José Antonio Gabriel y Galán. Tal vez tenga que echar la vista un poco más atrás que otras veces y deba remontarme a mis años de bachillerato. A finales de los 90, yo estudiaba en el instituto Gabriel y Galán. Ese nombre, o ese apellido más bien, formaba parte de una institución. No era sólo el de un escritor, sino, diría, casi el de una marca. Por aquel tiempo, se iniciaba en Plasencia una actividad que aún dura hoy, un aula literaria que, con cierta frecuencia, acerca a distintos escritores a la ciudad. Aquellos encuentros tuvieron para mí un valor fundamental. Pocas veces hasta ese momento había tenido la oportunidad de charlar con autores y, venciendo mi pudor, reconocer que también yo escribía.
Recuerdo el primero de esos encuentros. Fue en mi instituto, en el salón de actos. La charla inaugural corría a cargo de Álvaro Valverde. Presentó el acto, presentó al poeta invitado y explicó por qué habían empleado ese nombre para las aulas. Fue justo en ese momento cuando me di cuenta. Las aulas no se llamaban Gabriel y Galán por José María, sino por José Antonio. ¿José Antonio?, me pregunté. ¿Hay más escritores con ese apellido? ¿Tenía algo que ver con José María? ¿De dónde había salido ese nombre? En realidad, si lo pienso bien, aquella fue la primera vez que me hice esa pregunta: ¿Quién es José Antonio Gabriel y Galán? Al comienzo de este texto comenté que nunca hasta ahora me lo había preguntado, pero a medida que escribo estas páginas descubro que la primera vez que me hice esa pregunta fue hace muchos años, solo que lo había olvidado. Es decir, preguntarme por ese autor estaba en el inicio de mi escritura. No tenía ni idea. Si algo he aprendido de este oficio, el de la creación literaria, es que debemos tener mucho cuidado a la hora de elegir las preguntas que nos hacemos durante nuestros años de formación, porque posiblemente estaremos condenados de por vida a tratar de responderlas. Como si nos quedáramos anudados a ellas hasta la última línea que compongamos.
Aquella fue, ya digo, la primera vez que me hice esa pregunta, pero no fue la primera vez que traté de responderla. Tuvieron que pasar aún varios años. Diez, para ser exactos, cuando llegaron a mis manos los diarios de José Antonio que mencionaba antes. Los comencé a leer con una mezcla de curiosidad y de compromiso. Alguien me los había regalado y sentía que, al menos, debía echarles un vistazo. Estaba, lo recuerdo bien, en un pequeño pueblo de la Costa Brava, en Tossa de Mar. Entre baño y baño en la playa, comencé a leerlo. Y así estuve durante los dos días siguientes. Por un momento, desapareció Tossa, desapareció la playa y sólo me quedó un mundo entre las manos. Desde la primera página, cuando nos habla del inicio de su tumor, hasta la última. Al terminarlo, me sobrevino una sensación extraña, un sentimiento contradictorio. Por un lado, tenía la impresión de haber llegado tarde a esos diarios; por otro, creía que me había acercado a ellos demasiado pronto. Esto mismo le comuniqué al que era director de la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Y de rebote, ese correo en el que le explicaba mis impresiones sobre la lectura llegó también a Cecilia, la viuda de José Antonio. Ahí se accionaba una unión que ha ocupado los últimos años de mi vida.
¿Qué pasó a partir de entonces? Varias cosas: en primer lugar, intenté hacerme con todos los libros de José Antonio, en librerías de segunda mano, a través de pedidos por internet o solicitándolos directamente a las editoriales. Muchos ya estaban descatalogados. Cuando conseguí reunir todos esos libros, y después de haberlos leído, decidí iniciar una tesis doctoral sobre la vida y la obra de José Antonio. Tenía tutor y tenía universidad, la Autónoma de Barcelona. Así pasé un par de años, redactando capítulos, entrevistándome varias veces con el hermano de José Antonio, Paco Gabriel y Galán, tomando apuntes, diseñando esquemas, etcétera, etcétera. Sin embargo, algo fallaba. No tenía la paciencia, ni el entusiasmo, ni la dedicación necesarias para continuar con un trabajo académico como el que me había propuesto. Tal vez me cansé o me aburrí, no lo sé. El caso es que dos años más tarde me encontraba con mucho material y no sabía exactamente qué hacer con él.
Ya dije antes que es muy difícil separarnos de nuestras primeras obsesiones, de nuestras primeras inquietudes. Por eso, hubiera resultado muy extraño que no buscara una salida para todo ese material que tenía entre manos. ¿Qué hice? Busqué la mejor manera de abordarlo, la única con la que verdaderamente me siento cómodo: recurrir a la ficción. Sin embargo, lo que yo pudiera escribir no podía obviar la parte real del tema, la parte que, valga la redundancia, realmente existió. Y entonces pensé en generar algo híbrido, a medio camino entre el ensayo y la novela. El resultado es Un hombre espera, un librito de apenas cincuenta páginas en donde intento reconstruir la vida de José Antonio en París, y a partir de él la vida de la ciudad durante un buen tramo del siglo XX.
Lo que me motivó a escribirlo fue que, entre los papeles que me prestó su hermano Paco, me encontré con varios libros inéditos de José Antonio. Ahí estaba la que yo creía, hasta hace un mes apenas, su primera novela, titulada Idea fija en Montparnasse. Cuando presenté mi libro en Madrid, hace poco, en la charla posterior a la presentación, Paco nos habló de una novela anterior a esa, una novela que debió escribir con apenas veinte años, si no antes. Nadie, ni él mismo, sabe qué vida tuvo. No la ha encontrado por ninguna parte. Lo único que tenía, y que tengo yo también en las carpetas de mi escritorio, es Idea fija en Montparnasse, un relato de unas cien páginas sobre la condena de estar esperando algo que, tal vez, nunca llegue.
Cuando decidí convertir todo ese material en una ficción, o en una ficción real, o en una realidad ficcional, viajé a París en varias ocasiones. Quería conocer in situ los lugares relacionados con José Antonio, su piso en Montparnasse, sus calles más habituales, sus cafés más frecuentes, sus paseos continuos, tanto los de su propia vida como los que aparecen en su obra. Lo interesante del asunto es que una cosa me fue llevando a otra, un nombre o una calle me hacía saltar a otro espacio distinto. Así hasta tejer un enorme mosaico en donde cabían muchas más personas de las que pensaba al inicio. Una prueba de que, a poco que prestemos atención, todo parece conectado entre sí, todo parece formar parte de una secuencia única. Hablar de José Antonio era hablar de la que fue su mujer por aquel entonces, era hablar de sus suegros, también artistas, era hablar de otros autores que habían vivido en la ciudad, mucho antes que él. El gran escritor W. G. Sebald llama a estas conexiones delirio de relación. Y es, me parece a mí, un término adecuado, magnífico diría, porque en el momento que iniciamos la búsqueda de una persona debemos estar dispuestos a seguir caminos que nos llevarán por territorios que no imaginábamos al comienzo. Esa es, quizás, la gran enseñanza que he aprendido después de escribir Un hombre espera.
Tengo la impresión de que ciertos finales no sirven para concluir nada, sino para dar inicio a otra cosa, como si terminar algo no fuera más que el prólogo a lo que aún está por venir. Digo esto porque mi relación con José Antonio, que ha fructificado en un libro muy breve y en unos cuantos artículos, no ha hecho más que empezar. Tal vez no vuelva a él en unos meses, ni siquiera en unos años. Lo que sí creo es que regresará tarde o temprano. No sé con qué propuestas ni bajo qué forma. Sólo tengo la impresión de que volverá en algún momento. Porque ahora que voy finalizando me doy cuenta de que había formulado mal mi pregunta del inicio. No se trata de cuestionarme quién fue José Antonio Gabriel y Galán, sino que se trata, más bien, de preguntar dónde está exactamente. Y para eso sí que tengo una respuesta: José Antonio Gabriel y Galán está en mí y estará, con suerte, en futuros lectores.