Una pintura pura, una realidad transparente, 2009. Extracto de la introducción del libro.

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Ortega Muñoz. Paisaje de tierras rojas, 1964-1967. Óleo sobre lienzo, 73 x  93 cm.
Colección MEIAC

Gerardo Diego habló de “pintura esencial”, Alonzo Zamora Vicente de “pintura silenciosa”, Camón Aznar de “misterio diáfano”. Ciertamente, los misterios son debidos a que nadie, o muy pocos, se sienten inclinados a desvelarlos —exige, y ello se adivina, extraordinario esfuerzo—. Misterio diáfano, el de Ortega Muñoz, porque, ante su revelación, todo parece aclarado: solo se trataba de esto: transparencia, un insondable vacío capaz de producir vértigo, menos al artista, junto a una extraña y última soledad. Todo es diáfano: lo es el artista, el mundo, y el mismo espectador, cuando se siente realmente identificado con la obra. No resulta fácil al comentarista referirse a una obra como ésta.

Cómo hablar aquí de pintura, de técnica, de materia. Nada de esto parece existir, porque se ha llegado a un gran estadio de depuración. Podemos hablar de sus temas, conscientes de que los va borrando también: queda siempre, claro está, su significado: el significado de los campos, cierto resplandor que sólo puede ser referido a ellos. Una de las notas esenciales de la pintura de madurez de Ortega Muñoz es el resplandor que ilumina sus cuadros. Para ellos tienen que haberse fundido todos los elementos temáticos y los medios técnicos utilizados. La pintura nos produce una impresión como de sutil fogonazo. Nada nos distrae. Puede haber árboles, surcos, piedras, cepas, la geometría de los diferentes campos de cultivo: ninguno es superior a otro, todo forma una sola cosa.

Ortega Muñoz. Paisaje blanco, 1961-1964. Óleo sobre lienzo, 73´5 x 92´5 cm.

Esta eliminación de categorías es característica del gran arte, suficientemente humilde, capaz de advertir la profunda comunión de lo que en principio se presenta como diferente. Un arte así todo lo redime, concilia las oposiciones, hace desaparecer el mundo que entendemos por real, al fundir seres y cosas. No puede extrañarnos que parezcan desaparecer la pintura y el pintor. Y el contemplador ha de desaparecer también si quiere acceder a este plano de realidad. Una actitud crítica, que suponga total distanciamiento, impedirá el goce efectivo de la belleza. El arte no se ha hecho en época alguna para ser criticado, sino para ser contemplado y gozado. Por esto, al crítico, en cuanto tal, le resulta tan difícil enjuiciar una obra como la de Ortega Muñoz, tan despojada de toda anécdota, tan pura.

El crítico podrá hablar como contemplador —cosa que, a mi juicio, debería hacer más a menudo—, aunque sea con la guardia presta para que funcione sola, como por resorte. Mientras no exista resquicio, la obra no será solo arte, objeto mueble portador de estética, sino entidad que trasciende este concepto y que viene a resumir una actitud y una actuación ante el mundo real determinadas, que nos permite una nueva visión. Todos los cuadros de Ortega Muñoz, desde hace décadas, nos sitúan ante un plano inclinado. Pero no sólo en el sentido en que podemos encontrarlo en otros pintores, por la perspectiva derivada de una disposición ante el modelo. Existe en el cuadro una zona muy amplia, tan llena de cosas como vacía. Las manchas y trazos subrayan el espacio: ciertamente lo pueblan, pero marcando el contraste.

La disposición es ordenada, geométrica. Se trata de una geometría muy libre: no la imposible y mental de la pura matemática, sino la flexible que advertimos en la naturaleza e incluso en el cosmos. Los árboles son personajes; las cepas son como insectos; los almendros floridos, focos de luz; el trigo crecido da luz propia. Los colores son predominantemente ocres, tierras tostadas. De los ocres brotan los amarillos, que siguen direcciones distintas. Y están las cercas de su campo extremeño, y en los cuadros que pintó en Lanzarote, las piedras que protegen las cepas. En estos últimos, el color es gris oscuro, el de la ceniza volcánica, en que resplandece el ocre claro. En estos cuadros de la isla canaria es donde se despliega con mayor rotundidad la curva, marcando círculos y semicírculos.

En general, encontramos más bien rectas, que pueden curvarse, y los círculos irregulares de los montoncitos de tierra y las piedras. Todo parece remitirnos al horizonte. Al fondo, en los paisajes que ha pintado con mayor asiduidad, se alzan montes suavemente ondulados, cuando la llanura no se prolonga idealmente al infinito. En datos como éste me parece descubrir cierto simbolismo. Quizá sea resultado concomitante con la exigente depuración, con la incesante búsqueda de lo más elevado. Se nos empuja a ir más allá. La estrecha franja de cielo marca el horizonte. Está ahí como referencia: lo que importa es la tierra pero no vista con ojos de la vida cotidiana. El cielo es contrapunto. Todo es un juego simbólico. Lo que no es, en general, el arte contemporáneo. El arte de todas las épocas, hasta el Renacimiento, lo fue.

Ortega Muñoz. Camino y colina de castaños, 1978. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm.

Expresaba una visión profunda de la realidad a través del símbolo. Se adivinaba la existencia de un orden superior, se creía en una visión más ancha y honda del mundo, y el arte se tenía que valer de referencias de ese orden mediato pero revelador. Para las culturas anteriores, el espacio físico era, como hace notar Titus Burckhardt, la objetivización del espacio espiritual. Esta visión de la realidad se ha perdido desde hace tiempo, salvo en contados artistas. La obra de Ortega Muñoz trasciende la visión cotidiana y nos remite a otra superior.

De un mundo que no es exactamente otro, sino este mismo que conocemos, visto en profundidad. Su condición de verdadero maestro reside, no solo en esta consecución, sino en el hecho de que lo haga con absoluta naturalidad, como si fuera empresa sencilla. Sorprende, y emociona, que sea tan generalizada la aceptación de su pintura por parte de un público muy amplio. Por una vez coinciden las opiniones de los fieles seguidores de la actividad más creativa con la mayoría. Sin duda es muy buen signo. Quizá nos equivoquemos a veces al creer que el público no hace el necesario esfuerzo para llegar al arte nuevo. Quizá el problema sea otro. Con toda seguridad, nuestra época no es la más propicia para tender puentes y mantenerlos —lo estamos viendo cada día—. El artista, ante todo, ha de saber ver. El arte vendrá como por añadidura. De esta capacidad y esta disposición es ejemplo Ortega Muñoz.