Por Carmen Hernández Zurbano
El último fin de semana del otoño estuve en el Valle, en un pequeño pueblo; me invitaron a un encuentro entorno a la poesía y la ecología. Los bancales bajan hasta el río y los cerezos y algunas vides estaban aún amarillos, aunque los robles ya casi tenían desnudas sus ramas y una película de hojas pardas y granates cubría los caminos. Veníamos de las lluvias más copiosas que se recuerdan en Extremadura en los últimos años y los torrentes bajaban con fuerza; el suelo estaba anegado y las piedras llenas de musgo. La lluvia fina, constante, y la niebla me permitieron solo entrever, pero eso fue suficiente para que prendiese el deseo.
Dos días después de aquel encuentro, con las manos de Violeta en el barro aún en la cabeza, con sus hongos enredándose en los troncos, me enviaron las fotos de un camino que yo no logré encontrar la mañana antes de volver. Los robles, los erizos de las castañas, las hojas rojas pudriéndose, la niebla, el musgo y los bancales cuesta abajo hasta aquel pueblo desordenado. Nada que ver con estos paisajes de los cuadros de Ortega Muñoz que recorro con los ojos boquiabiertos, y a la vez, ahí vuelve a estar, todo.
Se leyeron poemas debajo de un árbol centenario y en la casa de cultura, vimos tumbas vetonas, hubo un encuentro con productores agroecológicos, comimos queso, panceta, avellanas, mientras se discutían cosas importantes para mí, para todos, en este momento, y bailamos reguetón en el bar. Fue esa sensación agridulce de lo que podría ser, de lo que no es todavía, mirando alrededor, lo que hace volver: las contradicciones de un lugar. Hablar con los jóvenes del pueblo sobre cómo son sus vidas, esquivar manos directas a tu cintura por ser una novedad exótica. Manos babosa borracha tentáculos pegajosos náusea machista distopía rural babosa náusea pegajosa manos tentáculo borracho. Eso sigue igual muchos años después. Encoger el cuerpo, deshojar la margarita. Seguimos bailando hasta las cuatro de la madrugada y después no encontré el camino entre la niebla. Él sí, me envió las fotos ayer, antes de irse a dormir. Las vi esta mañana.
A veces necesito convertir la impotencia en una cosa sólida que llevarme a la boca. En membrillos, por ejemplo. Su tacto y el olor, cantarles o algo.
Campos partidos de diferentes colores antes de la revolución verde y todavía en algunos lugares. Campos plantados de cosas distintas, diversos, en sinergia. Campos que son las raíces del territorio, reflejo de la cultura, de los saberes, del tejido social, de los recursos disponibles. Cambiantes, distintos. Si no puedo vivir rodeada de naturaleza, quiero que por mi cuerpo pasen las estaciones a través de lo que como. Campos de Ortega Muñoz antes de las concentraciones parcelarias y el uso intensivo de plaguicidas, fertilizantes, del abandono de variedades autóctonas. Viñas y olivos y aguas subterráneas. Que la oportunidad de esta tierra en la transición verde sea conservar esos campos, defender el agua y el aire, darnos salud, buena vida, comer comida, respirar aire. Eso también hay en estos cuadros, aire para respirar. Que no hemos de pasar hambre ni penalidades si se reparte con justicia; eso me ha dicho la muchacha de la margarita. Membrillos.
Mi abuela los escondía entre la ropa en los cajones de la cómoda de arriba, y yo, de pequeña, seguía el olor por las escaleras, entraba en la habitación donde nunca entraba, la más tenebrosa de la casa, la más oscura; decían que fue ocupada por la madre enferma de mi abuela, que murió en esa cama. Me acercaba con cuidado a la ventana y subía la persiana de lamas de madera que se iba enrollando, pesaba, la ventana daba a un tejadillo donde mi abuelo colocaba las trampas para los ratones. Parecía tan endeble que yo temía que se derrumbara cada vez que le veía salir, a través de los suelos de madera de las habitaciones, de las pequeñas junturas entre las tablas, sobre todo si había algún nudo que la hacía más ancha, se veía el piso de abajo: al almacén, la despensa, la bodega, donde se guardaban los alimentos. Sentía siempre un escalofrío cuando entraba, cuando entreabría los cajones fríos que chirriaban y sobre todo, cuando veía mi imagen reflejada en el espejo de detrás, junto a la gran cama y la mecedora. Entonces el olor se hacía más intenso, tanteaba entre la ropa y notaba el picor de la piel peluda, lo agarraba. El membrillo era una luz dorada que quitaba los miedos, me lo pasaba por las mejillas, me lo acercaba a la nariz y sin querer, de repente, lo mordía, y toda el agua de mi boca y de mi cuerpo se iba al membrillo, masticaba, tragaba, era ya una tierra seca, durmiéndose, y la marca de mi boca se iba volviendo de color óxido en la fruta. Los membrillos que cuelgan del techo en la pintura de Ortega Muñoz me hacen recordar lo bien que olía ahí dentro, e imaginar bulbos dorados bajo la tierra, raíces globulosas, plenas de saliva, como si fuesen el envés de sus pinturas de castaños, escuálidos, distribuidos siempre geométricamente, plantación planificada por el hombre, naturaleza domesticada. Tierra labrada. Piedras. Camino. Muros. Suerte y fecundidad. Besos fragantes. Carne y mermelada. ¿Pero qué hacen ahí colgados? ¿Espantar a los malos espíritus?
La última vez que preparé dulce de membrillo los cocí con manzanas y zumo de limón, me los regaló Josefa, de dos membrilleros que crecen en su finca junto a los manzanos. Estos domingos, uno cada quince días, si me acerco por los soportales del ayuntamiento, puedo comprarlo mezclado con anís estrellado y canela, viene de los árboles de la montaña que hay cerca de la ciudad. También compré unos calcetines tejidos con la lana de las ovejas merinas de los rebaños que pastan por allí. La última vez vino la gente del Valle que había conocido en otoño, se acercaron a vender sus quesos. Dicen que harán una mina en esa montaña cerca de la ciudad, ojalá no la hagan. Tenía yo cinco años y los membrillos eran mágicos. Campesinas y campesinos, la tierra, la luz del sol: todo lo que podría salvarnos.
Carmen Hernández Zurbano (Guijo de Santa Bárbara, Cáceres, 1976) es médica, antropóloga y ha estudiado Teoría de la Literatura en diferentes países como Argentina, Portugal, México o Brasil. Ha publicado los poemarios Géiser (Editora Regional de Extremadura, 2011), la felicidad lingüística (De la Luna libros, 2013), ¿eres okupa? (Ganador del I Concurso Internacional de poesía El Buscón, Liliputienses, 2013), Trucha Vagabunda (Le Tour1987, 2016), Esa flor parece un pájaro (RIL, 2021) y el ensayo Polen (Editora Regional de Extremadura, 2021). Sus poemas y textos en prosa han aparecido en diversas revistas y antologías, y ha participado en charlas y festivales relacionados con la literatura y la naturaleza. Ahora escribe relatos y se forma para ser especialista en Salud Pública, con especial interés en las consecuencias que la crisis climática pueda tener sobre la salud de las personas.