Se van. Memoria de la mano de Ortega Muñoz

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Ortega Muñoz. De camino, C.1955. Punta seca 25 x 19 cm.

“Nunca han sido bellos los campos de cultivo. Tal vez por ello el arte esté lleno de naturaleza salvaje, improductiva.
Esta tierra espera a los segadores. Pero ya no están los segadores.
Nadie reza ya el Ángelus. Los árboles sin hojas están dos veces solos.” Javier Rodríguez Marcos[1]

Se están yendo. Se han ido ya casi todos. No sólo los segadores, también los pastores, los pareadores, los arrieros… Así, como los pintó o los dejó silueteados de terciopelo Ortega Muñoz en sus obras…, a la grupa de sus burritos pardos, acomodados entre las aguaderas de esparto, sosteniendo sus paraguas negros de empuñadura de caña… Se van en silencio, austeros, sin molestar… Y en ese viaje de regreso al polvo al que pertenecen y sobre el que vertieron sudor y la vida entera, se mueven por caminos entre lindes y paredes de piedra, por rastrojos y cerros tan conocidos como el laberinto de surcos de las palmas de sus manos.

Los conozco. A ellos y a ellas. Podrían parecerse al Campesino extremeño retratado por Ortega Muñoz en 1940 o a la protagonista de Muchacha de la margarita, quince años después. Aunque casi nada de mi persona ni, me atrevo a decir, de mi generación pueda parecerlo, muchos de nosotros venimos de su estirpe. De sus cuerpos y sus brazos sarmentosos avivados por una sabia humilde y discreta. De su sacrificio. De su tiempo transitado a otra velocidad. De lo escaso disfrazado de sobrio, en el mejor de los relatos. De haber tenido que aprender demasiado pronto lo esencial de la vida, sin tiempo ni ocasión para lo demás…

Ortega Muñoz. El postigo, 1950. Óleo sobre lienzo 81 x 65 cm.

Sé de unos cuantos que a lo largo de sus vidas, fueron y vinieron de sus chozos de bálago o de sus casillas diminutas, como la del Paisaje extremeño pintado por nuestro artista con 13 o 14 años, a la estación de tren de Magacela, cruzando el arroyo El Molar, viniera crecido y furioso o languideciera con apenas un palmo de agua. Las mujeres mayores, a lomos de las bestias, los hombres o los más jóvenes de la comitiva, a pie. Horas entre polvo, calor y moscas. O bajo lluvia y frío. Mantos negros de paño que las cubría por el camino en invierno, camisas de lienzo de algodón arremangadas hasta el antebrazo de ellos durante el verano. Tomaban un camino entre labores para llegar a la estafeta de correos instalada en interior de la sala de espera donde Juan, el cartero, dejaba parte de la carga que portaba en aquel bolso de cuero inmenso colgado al hombro, rebosante de cartas. Los burritos amarrados a la puerta mientras visitaban a Gabriela en su taberna y a algunos vecinos del pequeño poblado que había crecido alrededor de la parada del tren y sus trabajadores. El Postigo (1950) nos trae cualquier instante robado de aquellas conversaciones… Desde allí, enfilaban la cuesta para llegar a la parte baja del pueblo a por el saco de pan recién salido del horno del Sr. Álvaro… Cuántas veces habremos visto en casa el Bodegón del pan y el queso (1940), con esa luz y esa mesura: la mesa matancera esquinada, sobre la que reposa un pan muy parecido al de nuestra memoria, el queso ya estrenado, recién traído de las tablas de la quesera… y lata de conserva convertida en taza por la habilidad de alguno de ellos…, comprada en el único comercio del pueblo con un mostrador de madera y dos estanterías con víveres, el comercio de “La Castañuela”… Las aguaderas vacías, al ir, y a medio llenar, al volver.

Las obras de Godofredo Ortega Muñoz. Todas ellas, de una u otra forma, con más o menos claridad, nos remiten a los campos de Extremadura, de Castilla o de Lanzarote. Con la mirada repleta de otros modos de vida, después de haber recorrido gran parte de Europa, Oriente Medio, Turquía, Palestina, Egipto…, la incisión de su buril sobre el cobre es capaz de desvelar La llamada (1970) de una mujer de mediana edad que podría ser mi madre, reclamando mi presencia a la hora del almuerzo…, es irrelevante este dato, en realidad, lo trascendente es que casi es posible sentir como se expande su voz por las lomas y los surcos de Castaños (1969), entre las tapias de Cercas (1963) o los bancales de Tenerife (1971).

Ortega Muñoz. Boceto 1. Óleo sobre papel 23´5 x 29 cm.

Desde este lugar de mis recuerdos y de mi identidad, veo en las obras de Godofredo Ortega Muñoz un ejercicio de justicia poética hacia los pobladores de los territorios de sus pinturas, a los que dedico este pequeño retazo de memoria con la osadía de sentirme acompañada por sus obras. La figuración de este artista no recala muy a menudo en ellos. La mayor parte del tiempo, abre nuestra mirada a los lugares donde transcurren sus vidas; pero cuando recurre a su presencia, se las arregla para contener universos enteros entre unas pocas líneas. Pienso en De camino (1955) o en cualquiera de las variantes de Campesinos con burros y paraguas (1953), todas ellas en el lenguaje de la punta seca. Veo a todos aquellos hombres y mujeres de campo, conocidos -queridos, en realidad- o anónimos, en Hombre con burro y paraguas (1953), la pintura al óleo de ese varón sin identidad, encajonado entre el paisaje, su animal y el objeto. Es la humanización de la que habla el poeta Gerardo Diego al reflexionar sobre la obra de Ortega Muñoz -pensamiento al que no quiero sustraerme aquí-: “En la humanización de lo vegetal o de la material silenciosa, roca o madera, reside el milagro y el honor de la pintura humana y humanizadora (…) Y a veces paradójicamente se torna más trascendente el simbolismo sobrehumano al pintar figuras de hombre con espanto de espantapájaros. Tal, el campesino de espaldas de Figura en el paisaje, tan impresionante de rigidez, de eternidad, desafiando al árbol de la cima, ése sí, trágicamente humano.”[2]

Sencillez, sobriedad, esencialidad… y tantos otros conceptos utilizados por los verdaderos expertos en la obra de Ortega Muñoz… Yo no puedo añadir nada más a lo que ya ha sido denominado y abordado a la perfección mucho antes; sólo puedo constatar que el lenguaje expresivo de nuestro pintor, los visibiliza a los ojos del presente con su verdadera dimensión porque los armoniza y los hace coincidir con su naturaleza real, con la pulsión vital de unos tiempos que, a pesar de haber desaparecido en estas latitudes, han estado vigentes en nuestras vidas hasta hace no tanto. Paisajes y figuras nos interpelan desde la naturalidad y la llaneza con que Ortega Muñoz los vio y los sintió: una óptica de modernidad inmutable para siglos de quietud y de silencio.

BIBLIOGRAFÍA

ÁVILA CORCHERO, Mª Jesús. “Los clásicos de la modernidad: Ortega Muñoz”. Actas X Congreso C.E.H.A. Departamento de Hª del Arte de la UNED. Madrid, 1994. P. 76-82.

ÁVILA CORCHERO, Mª Jesús. Ortega Muñoz. Fundación Caja Badajoz. 2003.

VV. AA. Ortega Muñoz. Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo. Badajoz, 2004

RODRÍGUEZ MARCOS, Javier. Variaciones desde el paisaje (Y desde Ortega Muñoz). Fundación Ortega Muñoz. Cáceres, 2007.

VV. AA. Palabras para una pintura del silencio. Teoría del paisaje en la obra de Ortega Muñoz. Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2007.


[1] RORÍGUEZ MARCOS, Javier. Variaciones desde el paisaje (Y desde Ortega Muñoz). Fundación Ortega Muñoz. Cáceres, 2007. P. 12.

[2] GERARDO DIEGO, “La pintura esencial de Ortega Muñoz”, Formas, Madrid, 1973. Citado por SÁEZ DELGADO, Antonio, “La sobriedad cosmopolita de Ortega Muñoz”, en Palabras para una pintura del silencio. Teoría del paisaje en la obra de Ortega Muñoz. Catálogo. Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2007. P.22.