Ortega Muñoz: crónica yerma del futuro

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Por Azahara Palomeque

Hombre con burro y paraguas, 1953.
Óleo sobre lienzo, 81 x 65 cm.
Colección particular

Sobrecogen los paisajes de Godofredo Ortega Muñoz. Sobrios, el trazado ondulado, de cariz expresionista, va dejando un rastro de sequedad y desconsuelo conforme nuestra mirada se desplaza buscando un brote verde, una migaja de esqueje, del todo inexistente. Particularmente desgarradora es su serie de castaños que, inspirada en el paisaje extremeño, ofrece muñones oscuros por troncos; hebras finas, como raíces que se levantasen al cielo, por ramas; y un cielo que es pardo y angosto, desahuciado de criaturas vivas: pájaros o insectos. La arboleda yerma que vibra en sus lienzos le valió el calificativo de “hijo de la tierra” por parte de Salvador Jiménez, un periodista que lo entrevistó para el diario ABC en enero de 1969. “¿Qué has querido poner en estos caminos (…), en estas tierras?”, pregunta Jiménez. A lo que el autor responde, dubitativo, que ha querido “dar la emoción” sentida al contemplar esos paisajes, como si estuviese expresando un estado de ánimo, o el hueco desacompasado del estómago ante la inmensidad inerte de sus campos más cercanos.

Esta esterilidad punzante que caracterizó su obra desde los años cincuenta hasta su muerte, que él calificó como “síntesis de recuerdos”, pues a veces pintaba lejos de su tierra natal movido únicamente por el ingenio del trazo y la memoria, bien podría asemejarse a una posguerra que cuajó de hambre a muchos de sus paisanos, época cruenta de represalias y olor a plaza de toros ensangrentada, de huertas sin fruto y sequía –óleos plenos de sequía– quizá moral. Ortega Muñoz, hombre parco en palabras, de familia bien posicionada, cosmopolita en sus comienzos –viajó a Francia, a Italia, a Alemania y a Egipto, entre otros países, durante su etapa de formación–, decidió refugiarse en la austeridad sedienta del surco sin labriego y erigir el silencio como marca pictórica personal, aunque el franquismo a veces lo cubriese de loas, quién sabe si por representar –en esa visión romántica del nacionalcatolicismo– el alma más pura de lo español.

De la lectura contemporánea de Ortega Muñoz se desprende una ambigüedad incómoda, como si la paciente interlocutora quisiese desentrañar el origen de lo inhóspito, averiguar por qué no pobló de frutales o frondosos riachuelos su pincel desde el apetito saciado de su casa bien abastecida, o qué le motivó a pintar, en forma de retrato, a campesinos de rostro ambivalente -carentes de dolor, pero sin ningún jolgorio que ocultase la miseria–, o incluso descabezados, como el enigmático Hombre con burro y paraguas (1953), composición en que la protección ante una fina lluvia sólo intuida prima sobre la mirada –desaparecida– del jornalero. La autoridad de quien esboza al pobre lo dignifica en cuanto ser silente y sin queja, privado de voz, tal vez movido por una fusión imposible de la persona con el polvo que evocase con tintes religiosos. Admirador de Antonio Machado, Ortega Muñoz no se exilió como el poeta, y tampoco quiso seguir la senda de compañeros pintores como Remedios Varo, afincada en México, o el también extremeño Timoteo Pérez Rubio, quien dio con sus huesos en Brasil. En su lugar, quizá cierto exilio interior, una sumersión calma dentro de la aridez local a la que dedicó una vida relativamente exitosa, dejándose agasajar, pero sin demasiadas ostentaciones.

Observado ahora, el corpus pictórico de Ortega Muñoz, sus castaños, piedras y dunas, la soledad amordazada de esa vegetación que yace próxima a la muerte, sugiere tanto el pasado dictatorial que contuvo la mayor parte de su biografía como el futuro planetario del que ya dan cuenta nuestros suelos esquilmados. De hecho, a veces, si una mira fijamente, puede confundir las hondonadas blanquecinas con un paisaje lunar, sintiendo que hemos perdido toda potestad sobre la Tierra, condenada a la infertilidad en las grietas sureñas de la Península. El pintor transmite así futuro: funde la devastación provocada por la lid añeja con una profecía anunciada sobremanera por la ciencia, como si ambas circunstancias pudiesen ser amarradas al mismo tiempo, sostenidas por el clavo que parece huir de la modernidad, del desarrollo y sus panaceas urbanas, a pesar de haberlas disfrutado en vida. De ahí también el carácter desasosegante del encuentro, porque los cuadros de este maestro paisajista guardan, admirados con ojos atónitos, el germen de una violencia tan bélica como postindustrial: por eso casi nunca hay nadie, apenas crece nada, y el horizonte no es más que la repetición de sí mismo sin escapatoria posible. A la luz mortecina de nuestra historia nacional, ésa de la que tantos huyeron, pero también de la barbarie medioambiental y sus consecuencias casi inexorables, estos lienzos de Ortega Muñoz cobran otro sentido: se alejan lentamente del Volksgeist que les fue adjudicado, gritan terruño-campo de batalla-erial profundamente famélico, y riman con la fotografía reciente de la escasez: sin agua, de qué vamos a vivir los todavía vivos; sin fruto sus castaños, de qué se alimentaría el labrador desrostrado a lomos de un burro.