Mucha tierra, poco cielo

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Ortega Muñoz
Viñas, 1972. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm.
Colección particular

Estuve a punto de pasar los ratos muertos de mi infancia mirando el dibujo de un vaquero del Far West, obra de Ortega Muñoz. Un boceto rápido, pero bien armado, con revólver. No sé si le hubieran dado ganas de pintar una burrilla con alforjas para hacerle compañía, aunque son hermosos los retratos que les hizo a los asnos, con su mirada tan cómica, mordaz, y las orejas alzadas, señalando al cielo. Los niños también le agradaban, le daban ternura, al parecer, y por eso estuvo a punto de acabar ese cowboy a petición de mi padre cuando él era todavía un pequeño farraguas, en algún momento de finales de los años 50.

La anécdota, que aunque lo parezca no es apenas fabulada, encontró resguardo en la tradición oral de la familia y en un libro de relatos programado para imprimirse el año próximo, si todo va bien. Entretanto, baste adelantar que sucedió durante una visita del sanvicenteño a su paisano escritor, Pérez Marqués, mi abuelo, quien algún tiempo antes (26-03-53) había publicado un breve artículo en el HOY pidiendo un mayor reconocimiento desde las instituciones extremeñas para el “artista andariego”, tal vez el patrocinio de una exposición, o nombrarlo hijo predilecto, por la “encantadora e inefable sencillez y sinceridad” con que llevaba a los lienzos “la fresca visión de esa panorámica que se divisa a la subida de cualquier cabezo”, “las típicas cercas de abrupta superficie con turgencias de canchos resbalosos”, todas las visiones relegadas de esa Extremadura “recia”, “humilde”, “ignorada”.

Después de aquella nota se produjo un intercambio de visitas, en una de las cuales aquel “hombre alto y flaco, con el perfil de un abisinio, pero de tez blanca” se cruzó con un muchacho inquieto aficionado, como tantos, a las historias épicas, quien ya siendo adulto lo recordaría de esa forma mientras componía un artículo, “Ortega Muñoz, en el crisol del tiempo”, indagando acerca de su recepción en prensa escrita, y en un cuento aparte, hasta ahora inédito, consignaba así el encuentro: “Lo miré, le apunté y le disparé. Enseguida me informaron de que era un señor importante, un pintor célebre (…). Lo miré intrigado. No lo pensé dos veces, armado de papel y lápiz me acerqué a él y le dije: Tú eres pintor. ¿Sí?, pues píntame un vaquero”.

No bien hubo empezado ese buen hombre a disponer los primeros trazos del llanero solitario sobre el pliego cuando, de improviso, un adulto vino a interponerse con celeridad y celo ríspido en la ejecución de su dibujo, malogrando su acto de nobleza. ¡Cómo iba el pintor a perder el tiempo y la energía por mor de los antojos de un mozuelo caprichoso! Era un tema impropio para el genio.

Una dimensión fundamental en la poética de cualquier artista, junto a los esquemas expresivos que recoge y actualiza en un periodo, la conforma el rango más o menos amplio de los referentes que convienen a su estilo y lo deslindan. En el caso de O. M., ese catálogo ya se ha elaborado muchas veces, con minucia y diligencia. Camón Aznar orilla bodegones y retratos para resumirlo de esta forma: “tierras en el descanso de los barbechos y árboles con muñones sin savia” (La pintura de Ortega Muñoz, 1956). La clave es la quietud, la detención, como una suerte de emblema que resultaría al destilar de los paisajes su “esencia permanente”, descartando a un lado, allende el marco, el alto sol que enciende las cosechas, los frutos y las flores. Estas, si extraemos consecuencias con cuidado, formarían su inconstante componente accidental; su esencia pasajera, necesaria pero ausente, la que, al retirarse, junto a todo lo efímero, disecara el paisaje en algo sólido, estable, permanente.

 Nada de un cowboy que respirase en esa escena, por lo tanto; ni siquiera inmóvil, aunque se lo pueda imaginar entre los cardos. Tampoco se permite la estridulación de los insectos: muchos analistas fijan la mirada sobre el gran silencio metafísico que dominaría desde dentro de la imagen. Entre los que abordan al pintor desde ese ángulo ascético, como aproximando una teología negativa de su obra, diciéndola según sus privaciones, destaca el gran poeta Luis Felipe Vivanco, a quien los artistas, como ocurre con Palencia y Zabaleta (en España, y en México José Clemente Orozco y Jorge González Camarena), parecen interesarle sobre todo en lo que tienen de “fuerza de afirmación espiritual” (la expresión es de “El sentido constructivo en la pintura de Zabaleta”).

Para Vivanco, la pintura de Ortega Muñoz es ya desde el título “una pintura silenciosa”. Sin embargo, el suyo es un silencio metafísico, no uno que provenga de la soledad de los paisajes, sino de otra forma de aislamiento mucho más absoluta. Plantea que hay mutismos que trascienden al objeto, por cuanto, a su juicio, los asuntos tratados en pintura resultan finalmente secundarios, sin mucha relevancia. La clave acaba dándola el color, que en su “Carta a Benjamín Palencia” interpreta como “forma espiritual”.

Por su parte, sobre los lienzos de Ortega Muñoz, las afinidades entre forma y cromatismo efectuarían, gracias a su intensidad, un “callar activo”, sea bien del “rostro” o del “objeto inanimado”, que en su trascendencia los convertiría en una “auténtica criatura” (con matiz teológico). “Individual”, y por tanto “aislada” (pero no separada). Y es en ese “aislamiento”, sobre el cual recalca que no entraña división, sino “intimidad”, que la forma plástica efectúa la exigencia del espíritu, la de transformar la realidad en lo que esta “está pidiendo ser para siempre”. Sub specie aeternitatis.

Es una propuesta que en algunos días me convence, no es fácil negarle cierta santidad a Ortega Muñoz, algo de zen tiene, de apacible, y en eso del color que sale afuera de este mundo me recuerda a unos paisajes más abstractos aún, los de Etel Adnan. Y, aun así, en otros momentos se me ocurre que es muy fácil estar solo caminando por el campo. Son muchas las tardes en que no te cruzas demasiados jornaleros ni tampoco paseantes, no resulta extraño que al final nuestro pintor se contentara con reflejar sus rastros. Ignoro cuán piadoso era Ortega Muñoz, y creo que no importa demasiado, lo que evidencian sus tierras labradas son sitios en pausa, más que rastrojeras o baldíos. El que los contempla no es un estilita despojado, un anacoreta retirado en el desierto que reniegue del trabajo.

Al leer su obra, entonces, quisiera sobre todo descifrarla en su constancia, su entereza fruto de la voluntad, de la observación y la conciencia: hay poco horizonte por encima de los campos, los castaños y las viñas, no se pierde mucho la mirada en las nubes. Lo justo para ver por dónde van y, se me ocurre, preguntarse cuándo volverán las buenas lluvias. El que pinta tiene la cabeza gacha, contumaz, de los labriegos, del agro, y por eso mira desde un poco más arriba, sabe lo que abarca. Al final, en algunos cuadros firma entre los surcos. Tiene el gesto llano y apegado al suelo firme del que traza rectos los caminos del arado, que no se deja los campos pusíos. Es de una comarca donde la labranza es tan necesaria como la oración, pues, como decía otro de allí, “no es pródiga esta tierra; (…) nada pródiga, lo que hace necesariamente al hombre, su habitador, sobrio, austero en el vivir y mañoso y técnico en el trabajo” (Fernando Pérez Marqués, “San Vicente de Alcántara”, Postales de andar extremeño).