La santidad de Godofredo Ortega Muñoz

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Boceto de Godofredo Ortega Muñoz. Libro de artista Del otro lado.

A lo largo de este último año, pensando en escribir estas cuartillas, ha visto y leído uno mucho sobre el pintor Godofredo Ortega Muñoz, todo lo que ha caído en mis manos, todo lo que ha puesto en ellas de manera solícita Antonio Franco, de la Fundación Ortega Muñoz, y algunas historias oídas a Clemente Lapuerta, sobrino del pintor.

Godofredo… Qué señalados y buenos nombres se ponían antes, altos, sonoros, significativos, como decía Alonso Quijano que quería que fuese el suyo, cuando buscaba uno para sí mismo, primero, y luego para su caballo. Godofredo Ortega Muñoz, el nombre más rotundo de la pintura española. Se oye siempre como se oyen las grandes campanas, cerca, cuanto más lejos, y limpio, cuanto más cerca.

El quijotesco don Miguel de Unamuno, pensando acaso en Cervantes y en el arcángel, decía: “El hombre suele ser hijo de su nombre y no de sus obras; tu nombre es su estrella”. ¿Pintando como pintó, pintando lo que pintó, hubiera podido Godofredo Ortega Muñoz haberse llamado de otro modo? Y el caso es que empezó llamándose de otro modo, como he visto en el recorte de una de sus primeras exposiciones: Godofredo Manso, nombre a todas luces mucho más galdosiano y antitético que unamunesco. Manso era el apellido de su padre. ¿Por qué se lo quitó y se puso el de su madre, siendo como era, según todos los testimonios, un hombre tranquilo y paciente, discreto y reflexivo, a quien hubiese cuadrado tanto el apellido de El amigo Manso?

No se saben muchas cosas del pintor o yo no las he encontrado en los libros, artículos y reseñas que he ido leyendo a lo largo de este año. Algunas más, pocas, me las he tropezado en dos o tres entrevistas que le hicieron. Pero hay que tener cuidado con las entrevistas y los entrecomillados, casi siempre apócrifos, y más cuando el entrevistador es un literato.  Quienes algunas veces hemos incurrido en el género, sabemos que hacemos decir, si no cosas falsas, sí de una manera adornada, por lo mismo que hemos visto en nuestra boca, entrecomilladas, palabras que jamás salieron de nuestros labios. Pocos hablan como dicen las comillas que han hablado.

No obstante, algunas de las cosas más sugestivas de Ortega Muñoz que he leído estaban precisamente en dos entrevistas, una que le hizo Francisco Umbral y otra Baltasar Porcel, conocidos literatos de su tiempo.

En la de este, por ejemplo, se nos dan dos o tres datos preciosos, pistas que podrían dilucidar eso del apellido.

Los artistas, y más cuando se hacen viejos, (y de esto tengo una cierta experiencia personal de los tiempos en que trabajé de ñáñigo –cruce de negro y chino– en una revista de arte), tienden a circular de ellos una autobiografía esquemática e idealizada, que reparten como quien lleva en la cartera un montoncito de tarjetas de visita.

Más, si se trata de una persona reservada y con poca inclinación a la oratoria, como parece que era nuestro pintor.

En la mayor parte de esas biografías se repiten estos datos: nació en 1899 en San Vicente de Alcántara, pueblo de la provincia de Badajoz (su mujer, quince años más joven y enamoradísima toda su vida de su marido, circuló la fecha apócrifa de 1905, por atención a él, como una prenda de amor, para acercar así sus vidas y quién sabe si sus muertes).

El hecho, el haber sido extremeño y haber pintado muchos años en Extremadura y paisajes de su tierra natal les ha parecido a muchos críticos y estudiosos algo importante y decisivo, algo sin lo cual sería muy difícil comprender su alcance, y acaso para algunos Ortega Muñoz sea el pintor nacional extremeño. Yo creo que fue así a medias, que le sucedía a Ortega Muñoz lo que Machado decía que le sucedía a Baroja, que allá por donde este iba llevaba consigo “el mismo taedium vitae en vario idioma, en múltiple careta igual semblante”. Ortega Muñoz paseó su mirada por muchos paisajes y todos le latían con un pulso parecido, descubriendo por donde iba Extramaduras, como don Pío descubría Vascongadas y vidas de vascongados por donde iba.

Nos habíamos quedado en el apellido del padre. Este era hojalatero, tenía un taller de eso en el pueblo; era un hombre pobre. Ortega Muñoz siempre habló de la gente humilde, con la que, decía, prefería relacionarse. A Porcel le confiesa: “Me escapé de casa y pasé a Madrid: tenía sólo treintaidós pesetas”. Parece que no se llevaba del todo bien con su padre, pero quizá esa no fuese la única razón para cambiarse el apellido: ¿A qué joven artista le gustaría que le llamaran manso? No llegaba entonces a los veinte años. ¿Se escapó porque no le dejaba irse su padre, porque se llevaba mal con él (Godofredo era huérfano de madre desde los seis años), porque quería ser pintor a toda costa? En todo caso se fue con lo puesto. Tal vez fue la suya una fuga precipitada. Años después no se le ha olvidado el hecho: treintaidós pesetas, no pudo reunir más. Quizá, como siempre sucede, sea una suma de pequeñas razones. En Madrid trabajó al principio de mancebo en una farmacia, mientras empezó a copiar pinturas del Prado y del Museo de Arte Moderno y a relacionarse con el elemento artístico de la capital. No se sujetó mucho en ella, un año apenas. Entre las personas que conoció, un escritor anarquista, figura muy literaria y atractiva, el zaragozano Gil Bel, amigo de Barradas, le ayudó mucho. Coincide con él en París en 1920. Empezó entonces una vida viajera por medio mundo, yendo y viviendo a España de vez en cuando, hasta 1936. Ese año se casa en Marsella con una muchacha de su pueblo, y al estallar la guerra se quitó de en medio: “Ni siquiera cuando el jaleo de la guerra civil estuve en España”, le dirá a Porcel. “El jaleo”… Los hombres parcos en palabras y silenciosos tienen muchísima gracia cuando han de elegir una. Aseguró siempre no tener ideas políticas y querer sólo la paz, y en cuanto la guerra terminó, en 1940, volvió a España (igual que sus admirados Solana y Bel), para quedarse. Años después Ortega Muñoz dijo que durante todos esos años, de 1920 a 1939, “buscaba la pintura” y algo que conciliara los ismos preponderantes entonces. Como quien emprende una larga peregrinación en pos de la religión verdadera, de templo en templo: cubista, expresionista, metafísico… . ¿Con qué se encontró? Anduvo por Francia, Suiza e Italia, y también por lugares exóticos para el arte moderno, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Hungría, Egipto, Palestina, Grecia… En la cosmopolita Alejandría llegó incluso a hacer una exposición de sus cuadros, al igual que en otras de esas ciudades, lo que le permitía ir tirando y seguir viaje. Casi veinte años dando tumbos por ahí, con algunas vueltas breves a España, le adornaron de un aire misterioso y una leyenda de pintor errante. Es la parte más novelesca de su vida, y sin embargo apenas se sabe nada de ella. ¿Cómo se sostenía, de qué vivía? De hacer retratos. “Se me daban bien”, confesó. En Roma le llamaron para retratar a Marconi. Sería bonito conocer el camino que une a Ortega Muñoz y Marconi, y tantas otras cosas, pero no las sabemos.

Boceto de Godofredo Ortega Muñoz. Libro de artista Del otro lado.

De Italia se trajo la impresión que le causaron los maestros primitivos, Cimabue, Piero, Giotto y Gaddi, más, confesó, que Leonardo o Rafael (“los primitivos italianos”, decía, “son más inocentes”); también vio y le interesaron los metafísicos modernos, De Chirico, Carrá y todo eso. De Francia destacó a Cézanne y Van Gogh, al que encontraba un poco excesivo a veces. El parecido de muchas de sus pinturas con todos esos pintores es notoria. Buscaba en la pintura una especie de pureza, de inocencia, que le devolviera al paraíso. De los españoles dijo que le interesaron Zurbarán, Picasso, Gris y Solana. La influencia de este en algunos cuadros suyos es evidente, como la de Cézanne. De París se trajo también aprendida la lección de Bonnard y Vuillard. En cambio ni él ni ninguno de sus estudiosos hablan mucho de Regoyos. Es bastante raro, porque tiene tanto o más que ver con él que con los otros, sobre todo en su actitud viajera y el amor por una España profunda. La de Ortega no llega a ser negra como la de Regoyos y Verhaeren, pero sí ascética, disciplinante.

Los comienzos no fueron fáciles: “En Italia me pasaba yo muchas noches paseando por la calle para no pagar el hotel, que no podía. Andar, andar. ¿Lo has hecho alguna vez?”, le pregunta a Porcel; “de tres a siete de la mañana el tiempo no corre. Es terrible… ¡Qué de veces no comí, viajando por el mundo! Me ganaba los cuartos haciendo retratos, se me da muy bien eso a mí, aunque ahora (1970) no lo quiero hacer. Y no siempre tenía clientes. Pero incluso cuando ya me iba bien, así, pues era una esclavitud lo del retrato: luché para ser libre y no paré hasta conseguirlo. Fue durante los años cuarenta cuando me afiancé… Pero las he pasado canutas en todas partes”.

Al volver a España, se instaló con su mujer en un pueblo algo mayor que el suyo, al lado de de este, Valencia de Alcántara, y tenía ya una idea más o menos precisa de lo que quería pintar y cómo pintarlo. ¿Qué y cómo? Paisajes principalmente, y de una manera despojada de adornos. Nada de verdes, o pocos, nada de vergeles o lugares amenos. Sólo sementeras, barbechos, caminos polvorientos y alcores azotados por un cierzo inclemente. En una ocasión, de vuelta de Venecia, donde no había podido pintar nada en ese viaje, hicieron un alto en la región de los Monegros, y le dijo a su mujer: “¡Qué maravilla!”. Ya prácticamente no cambiaría nunca, hasta que se murió, ni los temas ni el estilo ese suyo tan característico. No obstante, el éxito y la consagración no le llegarían sino hasta casi otros quince años después de su regreso, en La Habana, en una de las bienales internacionales que se celebraban entonce en todo Hispanoamérica.

El retiro de Ortega Muñoz primero en Valencia de Alcántara y luego del éxito en San Vicente, su retraimiento y su trabajo constante, en contacto únicamente con la naturaleza, recuerda al de Francis Jammes en Orthez, o al de Juan Ramón Jiménez en Moguer. Estos dos poetas hablaron de una cierta comunión permanente con la naturaleza. Durante más de quince años Ortega Muñoz no pinto más que lo que veía en aquellos pueblos, en realidad en los alijares y ejidos, esos campos, esas trochas secas, los caminos polvorientos y solitarios, ese vacío. La naturaleza, pureza y paraíso, tiene también mucho de áspero, y llegado a un punto, Ortega Muñoz debió de decirse: hay que salir de aquí, hay que volver a Madrid. Había que mostrar los frutos del trabajo de todos aquellos años, de su vida reclusa.

Cuando salió de ese aislamiento algunas gentes como Eugenio d’Ors se quedaron impresionados y dieron a conocer su pintura, y le apoyaron de una manera decidida, asegurando su éxito.

Andaba España entonces, aislada políticamente, tratando de dar una idea de modernidad en el exterior, al menos en cuestiones artísticas, y de ahí que aprovecharan todas las bienales internacionales posibles. Enrique Azocaga definió lo de aquellas bienales de una manera bastante graciosa: “la marimorena de las artes”. En unos años coincidieron en ellas la renovación del realismo y la incipiente abstracción, que capitaneaban los artistas de El Paso y de Dau al Set, en Madrid y Barcelona. Una lucha, que venía de antes, entre el arte rehumanizador y el deshumanizado, o sea, la lucha clásica entre la luz y las tinieblas, con un final cantado, tratándose del siglo XX y pese a que el Régimen en ese asunto había puesto una vela, como suele decirse, a Dios y al diablo: acabaron ganando los abstractos.

Los nuevos realistas habían pasado todos por Picasso, por un lado, y por Solana, por otro. D’Ors apoyaba sin reserva a estos nuevos realistas, a algunos se diría incluso que se los “inventó”, injertados por él en Picasso y en Cézanne, como Zabaleta. Junto a este, otros del interior, como, Palencia,  o del exilio, como Alberto, o a medio camino, quiero decir, en la cárcel, como Caneja, completaban el panorama de ese realismo (hubo, claro, otros realismos más, como el de Eduardo Vicente, también rescatado por d’Ors, o el de Bonafé o el de Prieto, en España, o el de Arteta, Moreno Villa, Souto o Gaya, en el exilio, pero esa es otra historia). Ellos fueron el canto del cisne de aquel realismo español. Así que la mayor parte de estos artistas acabaron incluso más solos de lo que empezaron, pese a haber conocido todos ellos un éxito grande y mucho reconocimiento de la autarquía española. Su estrella se fue eclipsando, primero, poco a poco, en la sociedad y ahora en las salas de subastas. Hoy, francamente, no sé qué puesto ocupan en la historia de la pintura. Me parece que ninguno relevante, por mucho que esos pintores le gusten a uno más que otros, alguno de ellos (el caso de Ramón Gaya) infinitamente más.

Hasta aquí los datos biográficos que recogen o repiten más o menos todos los que se han ocupado de sus cuadros.

Decíamos que cuando regresó a Valencia y San Vicente de Alcántara, su patria chica, Ortega Muñoz ya sabía qué quería pintar y cómo hacerlo. No debía de necesitar mucho. Fue un regreso a los orígenes, el de su vida y al de la pintura: “Me gusta la naturaleza más que el arte”, afirmaba. Seguramente quería decir que el arte casi siempre es algo que tiene que ver con la cultura, o sea, que nace medio muerto, porque cuando el arte está vivo, es pura naturaleza. “La naturalidad del arte”, decía Gaya. Todos los grandes pintores la han buscado.

Los veinte primeros años de Ortega Muñoz como pintor  fueron de búsqueda. Los quince siguientes, de conquista. Conquista de la naturalidad, diríamos. En lo personal los primeros debieron ser novelescos, y los segundos líricos, pero sabemos de los unos y de los otros poco más o menos lo mismo, casi nada. La mayor parte de las vidas quedan reducidas a dos o tres cuartillas. En aquellos dos pueblos, entonces bastante prósperos, dedicados a la agricultura y al corcho, los Ortega Muñoz no debieron de necesitar mucho para ir tirando, y llevaron, una vida ordenada, austera y laboriosa, pero humanizada: “Para mí lo primero es la amistad, los amigos. La cosa humana es lo que más aprecio, la que me llega. Tú puedes pensar como te dé la gana, pero si eres amigo, pues lo eres. Amigo de los amigos por encima de todo”.

Le ha preguntado uno a Clemente Lapuerta por los amigos de Godofredo. Lapuerta, su sobrino, lo trató mucho, fue, como si dijéramos, el hijo que no tuvieron. Lo invitaba desde muy joven al cine (la gran afición del pintor), y desde muchacho les hacía compañía todos los veranos, viajaba con ellos, pasaba con ellos la estación. Cuando murió Godofredo, hizo lo mismo con la mujer de este, Leonor, Leíto. Conoce la vida de Godofredo y cuida y aun mima hoy de su legado como nadie. ¿Qué amigos tenía Godofredo cuando se instaló en Madrid? Clemente Lapuerta es un hombre tímido, pulcro, silencioso, parco en palabras. Calibra las respuestas antes de dar una. Mueve la cabeza, cavilando… ¿Amigos? “De verdad, no muchos”. Iba al café Gijón, al Teide, pero el propio pintor decía que “como tengo esta falta de conversación”, se quedaba escuchando. “No cultivaba las amistades”, recuerda Clemente, pero tenía dos amigos de verdad: Gerardo Diego y Alonso Zamora Vicente. Quedaban a veces a comer juntos. Gerardo y Godofredo, de carácter retraído, permanecían callados, y Leíto, Zamora Vicente y la mujer de este, María Josefa Canellada (autora de un libro autobiográfico, Penal de Ocaña, y una cuartilla emocionante dedicaba a la muerte de su amigo Godofredo), efusivos y comunicativos, hacían el gasto. Fuera de estos encuentros, la vida del pintor, rutinaria, callada, apartaba, transcurría apacible. “Viajaban, pero lo que de veras le gustaba a Godofredo era Extremadura, Portugal, pasear por el campo, hablar con los labradores, sentarse en una piedra, debajo de una encina, pensar, sobre todo pensar. Pintaba lento y poco, y meditaba sobre lo hecho y lo que quería hacer. A veces el cuadro permanecía “contra la pared” meses”. Hay catalogados unos cuatrocientos óleos, una cantidad muy pequeña para un pintor moderno y longevo. Los dibujos y pinturas preparatorias, los destruía. Sólo se conservan los que vamos a publicar ahora, que Leíto rescató y guardó como un tesoro.

Sus temas se reduce a tres: paisajes, bodegones y retratos. Los paisajes son casi siempre de lugares pobres y calcinados, y están tratados de una manera muy austera y despojada, sin figura humana. Él decía que aunque en sus paisajes no salía nunca la figura, se veía que detrás estaba la mano del hombre, porque aparecían viñas podadas y hazas de tierra roturadas, y en los caminos no se olvidaba nunca de pintar los relejes de los carros. Los colores de esos campos son ocres cenicientos y Ortega Muñoz logró pintarlos de tal modo que cuando vemos sus cuadros se nos seca un poco la garganta y la boca, del polvo. Eso ha llevado a muchos a decir que es un pintor muy noventayochista y machadiano. Lo dicen porque en España a cualquiera que le guste Castilla lo llaman noventaiochista. Los bodegones, que fueron al principio muy cézannianos y solanescos, se volvieron muy elementales con los años, y en algún caso, como en el de unos membrillos colgados del techo, parecen los de un Sánchez Cotán pasados por La Siberia, región extremeña. Lo que le pasa con los paisajes le pasaba con los bodegones, porque lo que saca en ellos tiene una rara cualidad mineral, sean membrillos o limones, parecen piedras, frutos más bien secos, acedos, apretados. Con los retratos le sucedió lo mismo, acabaron haciéndosele un poco enjutos, como los modelos, en su mayor parte gentes del pueblo, labriegos y de los oficios. Algunos, pienso en ese campesino extremeño con una chambra azul y manos grandes, de santo de madera, son preciosos, muy vangotianos. A Umbral le confesó que él no retrataba ni burgueses ni caballos, sólo gente humilde y borricos. Los borricos son animales muy metafísicos, todo el día parados, comiendo cardos o dando vueltas a una noria, como el sofista Filita de Cos, que murió por extenuación tratando de resolver la paradoja del mentiroso (“¿miente el hombre que dice que miente?”).

Habiendo pintado tantos paisajes y siendo admirador de Cézanne y de Van Gogh, se supondría que fue alguien que, como sus compañeros de la escuela de Vallecas, salía al campo con el caballete. Lo de Ortega tenía otro origen y miraba a otro destino: “Nunca pinto del natural, prefiero pintar los lienzos después de que hayan posado y reposado mis impresiones visuales”, dirá una y otra vez a todo el mundo, lo mismo que su insistencia en recordar que “pinto el recuerdo de los sitios que me impresionan”. Sí, no era un pintor sur le motif.

Ese alejamiento del motivo creo que impregna su pintura y la hace vagamente abstracta, quién lo diría, aunque todo en ella sea reconocible, los campos, las cercas, los viñedos y olivares… Uno de los primeros en ver esto fue, quién lo diría también, Francisco Umbral. Estuvo a verle en el pisito madrileño que tenía el matrimonio Ortega Muñoz en la capital. Vivían en el barrio menos agrario de Madrid, cerca del estadio Bernabeu. Cuenta Umbral que aquel piso tenía sus buenos ventanales “por donde entra una luz que él no necesita para sus cuadros mentales y sombríos”, y nos acaba diciendo que “es un pintor cerebral, intelectual, aunque él no lo crea o no lo sepa. Ha operado sobre el paisaje español unas reducciones y unas síntesis que no son simplicidad de naif, sino esquematismos intelectuales. Pero no es, en cambio, un pintor literario”.

Yo creo que sí es un pintor bastante literario. Basta ver el interés que despertó siempre en los poetas. Desde Gerardo Diego, Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco, incondicionales suyos desde el primer momento, a José Hierro y Rafael Santos Torroella, muy críticos con él al principio, y luego arrepentidos de su intransigencia. Los poetas han visto en él eso, una idealización del paisaje, más poética incluso que pictórica. Lo demás que dice Umbral está bien visto, me parece a mí. Esas reducciones son patentes. Sus paisajes, pintados de memoria, nacidos de ella, del trabajo que hacen en nosotros los recuerdos, trataban de encontrar algo que perviviera, inmutable. La austeridad de los paisajes que le gustaban se corresponde con la austeridad con la que los pintaba (y no solo extremeños, también en la Rioja o en Lanzarote, o sea, allá donde iba, parecía encontrar “el mismo paisaje” siempre), y se avenía mucho también a su temperamento humilde, que subrayan todos los que le conocieron y trataron: “Yo pinto lo que mejor puedo”, decía. Esto, de todos modos, no debe confundir a nadie, porque en realidad aquel hombre es bastante más sofisticado intelectual y artísticamente de lo que parece, como podían serlo algunos de los pintores italianos que pasó él también por su tamiz, de Morandi a de Pisis, de Rossai o Tosi.

Boceto de Godofredo Ortega Muñoz. Libro de artista Del otro lado.

Sus paisajes (aquí, en este libro, van algunos de los más bonitos, acaso porque sean  la excepción a la regla y estén pintados del natural, con la naturaleza muy cerca, más naturaleza que arte), acabaron teniendo todos un aire espiritual muy grande y dejando el pintor en ellos su impronta personal. Juan Manuel Bonet, que ha visto como nadie a estos pintores medio descolgados de la historia, decía que a menudo, ante ciertos paisajes suyos, “exclamamos «esto es como estar dentro de un Ortega Muñoz», como en otros exclamamos «esto es como estar dentro de un Alberto» o «dentro de un Ramón Gaya»”. Esa capacidad de modificar la realidad está a la altura de muy pocos pintores. Solana, con la invención de lo solanesco, lo consiguió, y no hay campo de girasoles que no lleve la impronta de Van Gogh. José María Moreno Galván observó esto mismo también: “Este paisaje de ahí a la izquierda, esos campos cerrados por pequeñas cercas de piedra, esas rastrojeras…, esos castaños mochos sobre tierras recién aradas, eso es de Ortega Muñoz. ¿Es de Ortega Muñoz o es Ortega Muñoz?”.

La vida que llevó nuestro pintor fue muy parecida a la de sus propios paisajes, que recorría con su Leíto (y la compenetración entre ellos llegó a ser tanta, que Godofredo hablaba en plural: “Pintamos entonces…”; en otro momento aclarará: “Mi mujer es como otro yo, digamos”), un poco al margen de todo, de la modernidad y de la tradición, con un realismo que tiene mucho de abstracto, como abstractos son siempre los sentimientos, por intensos que sean, si son hondos, si expresan esas tres eses de donde nace siempre, en el ser humano, el agua salvífica del arte: silencio, soledad, serenidad, tres eses que se resumen en una: santidad. Algo hay de santidad en esos cuadros suyos, como en la pintura que le gustaba más que ninguna, la de Giotto y Cimabue, pintores que cantaban con sus pinceles místicos la gloria de Dios y lo creado.

Sí, quizá tuviera un poco de razón Unamuno, diciendo que el hombre sigue la estrella de su nombre. En el de Godofredo advertimos la impronta de un santo visigótico, juzgando sus obras. La de Godofredo Manso fue, sí, la de un artista primitivo que supo mirar y cantar la naturaleza de una manera serena. Los mansos heredarán la tierra, se dice en una de las bienaventuranzas y, según se mire, si sus cuadros nos parecen silenciosos, solitarios y serenos es porque por boca de su autor hablaba una cierta santidad.