La Raya mágica: horizonte de nostalgia

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Por Gabriel Moreno González
Profesor de Derecho Constitucional

Ortega Muñoz.
Campesino extremeño, 1939
Óleo sobre lienzo, 94 x 70 cm.

Está anocheciendo y caminas sin rumbo por las calles estrechas de casas blancas y amarillas de un pequeño pueblo del Alentejo. Al principio parece solo un rumor, un lejano hilo musical, pero poco a poco vas distinguiendo las voces y su origen, te vas acercando a la tasca de donde brotan los graves cánticos de los labradores, de los braceros y campesinos portugueses. Hablan de la pérdida de sus madres, del duro trabajo en el campo, de amores perdidos, de tiempos pasados. Es el cante alentejano, melodía tan vieja como el cansancio de siglos de quienes a diario la crean. Es el canto de aquellos que viven y han vivido en la periferia, pero en el centro de la vida, de aquellos que, desde Homero, saben que las grandes cuestiones de la existencia son siempre las mismas, las más sencillas y claras. Con los brazos cruzados, tristes, serios, gorra calada y arrugas en las manos, todas las noches hacen que sus voces se repartan por las calles estrechas de casas blancas y amarillas y terminen abriéndose a los horizontes infinitos del Alentejo.


El canto sencillo, telúrico y grave de los campesinos alentejanos podría ser la perfecta encarnación musical de las obras de Ortega Muñoz, en las que no es difícil apreciar varias constantes, preciosas constantes: las formas simples, los tonos de tierra labrada, de tierra trabajada y cansada, y la sencillez, nuevamente, de un mundo rural que tiende a perderse en los horizontes. Godofredo nació en San Vicente de Alcántara, en un pueblo de trabajadores del campo, de jornaleros del corcho y el latifundio, muy cerca de la frontera con Portugal, en esa Raya mágica que ha surcado durante siglos a un único pueblo y a una única tierra. Es el pueblo y la tierra que el pintor traslada a sus cuadros, repletos de permanencia homérica, de apego al campo que rodeó a su niñez, de la Extremadura y el Alentejo rurales que le vieron crecer. Si la patria es la infancia, la de Ortega Muñoz es la nostalgia que cantan y nos recuerdan esos campesinos alentejanos, la de un mundo rural que entonces, que siempre, parece desvanecerse y que acaso ya lo esté haciendo. Bajo la pretensión pictórica y artística del pintor subyace la intención más prosaica de fijar y reflejar la cultura y las formas de vida de nuestros pueblos, de sus campos y sus castaños, encinas y alcornoques, secos, vivos, hastiados o luminosos, pero siempre pegados a la tierra. “Esta tierra me habla, tierna y dura”, dice de su obra Corredor Matheos. Es una pintura del arraigo que quiere que nos percatemos de nuestro desarraigo actual y futuro, que no desea salir de las aldeas de Delibes y del cálido humanismo de sus personajes. Por eso hoy cobra más actualidad que nunca el mensaje de Godofredo y la necesidad de preservar lo que quiere perpetuar en la pintura, de conservar las melodías alentejanas, extremeñas, que rodean a sus cuadros terrosos.


El suroeste peninsular que vio crecer al pintor, y que tanto le enriqueció en vida y obra, vive un momento sumamente crítico en su maltratada historia común, especialmente en el espacio indefinido de horizontes que denominamos cariñosamente como la Raya. El envejecimiento de la población, la bajísima natalidad, la falta de dinamismo económico y de infraestructuras adecuadas y la desvertebración territorial acosan a sus habitantes con la amenaza de la pérdida, del olvido y de la paulatina desaparición. Las causas son múltiples, complejas y antiguas, sí, pero claras en su origen compartido: la indiferencia que desde los poderes políticos de Lisboa y Madrid secularmente hemos padecido y seguimos padeciendo. Nos vieron durante siglos como un mero campo de batalla, de guerras que se libraban entre dos Estados forzados a compartir una misma realidad geográfica, y alimentamos con nuestra sangre y sufrimiento la forja de impostadas glorias y adargas nacionales. Por aquí no pasó la industria, no porque no pudiera, sino porque no quisieron. Por aquí no pasó el progreso, no porque se olvidara de nosotros, sino porque le hicieron mirar para otras latitudes. El campo de Ortega Muñoz, las grandes extensiones de alcornoques, de castaños, de encinas y viñedos, es el campo que heredamos de los latifundios romanos, medievales, modernos, de los grandes señores y señoritos y de sus miserias poco inocentes. Hay en Godofredo permanencia, sí, permanencia de dolor soterrado en la arcilla y en el granito, de resignación y cansancio. La resignación de quienes entienden que poco cambia en verdad, que es mejor refugiarse en las cosas pequeñas y en el canto nocturno de los hombres que, desde la tasca y la taberna, nos hablan e interpelan como los primeros aedos griegos. Hay un filo hilo de estoicismo que los conecta con los cantores de los Balcanes, con los místicos sufíes o los brahmanas hindúes. Cualquiera de ellos podría aguantar el sol como el campesino extremeño que se confunde con el tronco seco del cuadro que preside este artículo. Cualquiera de ellos entendería con un primer acercamiento a Ortega Muñoz y la realidad de sus gentes y sus tierras. Pero he aquí precisamente donde reside nuestro secreto: la fuerza inagotable de la paciencia, de la antigua resignación y de la resistencia frente a la adversidad, es la que puede hacer brotar un nuevo rumbo que llene nuestros horizontes, una savia que haga recobrarnos de vida repleta y que otorgue sentido al lamento del cante alentejano, del canto de siglos extremeño y rayano.


La nostalgia por un mundo pasado, a veces irreal, muchas veces ficticio, romántico y forzado, pero siempre surreal, puede ser la raíz de la que partamos para afrontar con decisión nuestro futuro. El cruce continuo de fronteras que, como dice Alonso de la Torre, nunca existieron en realidad; nuestra condición migrante, de ida y vuelta, de regresos y alejamientos; el apego a la naturaleza, en ocasiones dura, que nos rodea y sin la cual no podemos entendernos a nosotros mismos… Semillas todas de cosmopolitismo humano, de rechazo a los particularismos autorreferenciales, de superación de nacionalismos serviles a intereses espurios, de compromiso con el entorno, humano y natural, con el paisaje que pintara Godofredo Ortega Muñoz. Dice Moisés Cayetano que “vivir en la Raya es como hacerlo en una especie de mundo mágico, de país de las mil y una maravillas” donde, añado, las lenguas mudan constantemente y surgen de voces profundas cargadas de querencia por el tiempo pasado, sí, pero también por el futuro.


La gran Simone Weil, una de las pensadoras más genuinamente originales y profundas del siglo anterior, apunta en su sugestivo “Echar raíces” a la necesidad de que las colectividades y comunidades humanas se identifiquen a sí mismas como depósitos de obligaciones para con el pasado y el futuro, como intermediarias de tradición, sentido de pertenencia, cultura y esperanzas. Solo creyéndonos lo que ya somos, una comunidad que a ambos lados de la Raya (y en la Raya misma) como espacio indefinido debe, y debe hacerlo ya, afrontar retos y desafíos compartidos; solo así, repito, podremos resolverlos y cargarlos de horizontes de progreso.


El cambio climático conlleva una necesidad imperiosa de cambiar a su vez de modelo productivo y energético: estemos ahí, en la vanguardia de ese cambio, pero no solo como mera tierra de explotación y de producción. El declive demográfico exige de apuestas decididas por la recepción de migrantes que sigan dando vida a nuestros pueblos, aldeas y pequeñas ciudades: recibámoslos, sin miedos infundados, con valentía. Las tendencias del modelo económico capitalista concentran toda la actividad en las grandes urbes, en Madrid, Lisboa, el mediterráneo o el atlántico: sepamos aprovechar la lejanía de sus externalidades negativas, la periferia en la que nos encontramos, y extraer de ella nuevas oportunidades, nuevas formas de producir, de consumir, de estar y ser, de vivir. Nos van en ello la vigencia de los campesinos y campesinas de Ortega Muñoz, de sus paisajes cargados de horizontes, de pasado y de futuro para nuestras tierras extremeñas, portuguesas, fronterizas y eternas.