Cuando nos encontramos frente al trabajo de Ortega Muñoz, todo lo que sabíamos sobre la pintura de paisaje nos sirve más bien poco, tenemos que volverlo a aprender. Aparentemente vemos un paisaje, pero no solo es eso, estamos frente a la puerta de entrada de algún lugar que nunca antes habíamos visitado, un espacio mental. La mirada de Ortega Muñoz es una mirada comprometida, se implica en lo que ve y en esa búsqueda se encuentra a sí mismo. No pinta lo que ve, pinta lo que piensa. No mira el paisaje sino se proyecta en el paisaje y nosotros con él. Sus pinceles transforman el paisaje en una construcción intelectual. Escondido bajo esa aparente inocencia y sutil torpeza, extrae y recoge aquello que nos presenta, traducido y ofrecido a nuestra mirada. Un paisaje como espejo donde mirarnos y donde reconocernos.
¿Hasta qué punto transformamos lo que miramos? En este último siglo, nuestra memoria colectiva, nuestra experiencia vital, se sustenta o construye desde lo visual, no sobre el mundo, sino sobre la fotografía del mundo. La antigua mirada fotográfica analógica era indiscriminada, sin jerarquías, solo datos físicos: cantidad de luz, cierta longitud de onda, una traducción óptica, un esperar el momento, una elección de lentes, la química del revelado, en definitiva, una mecánica. La fotografía digital, la de nuestros smartphones, responde a la lógica de los algoritmos, el análisis matemático, los sesgos preestablecidos… En relación a esa forma de mirar el mundo, el privilegio del pintor consiste en decidir sobre aquello que quiere mirar, aplicar una mirada discriminada, selectiva, que escoge y rescata aquellos elementos y signos, sobre los que quiere trabajar. El pintor no mira el paisaje, sino que lo reconstruye desde su perspectiva; no pinta un paisaje, construye una imagen. Cualquier paisaje esconde aquel cuadro que queremos encontrar, la realidad es una excusa, lo que vemos ahí fuera, pura apariencia.
La pintura de Ortega Muñoz obliga al espectador a poner mucho de su parte, no es una pintura amable, condescendiente, autocomplaciente, es dura, rígida, austera, extrema. Un proceso pictórico donde elimina lo que sobra, reducido a elementos significantes que luego manipula como un puzle: una ajustada gama cromática, las dobles o triples perspectivas, la línea y el plano, la estructura compositiva, la escala del signo en relación a la distancia, las sombras que dibujan, los horizontes elevados.
Una espacialidad elástica derivada de un esquema perspectivo singular: un primer terminó muy próximo, donde casi podemos recoger las piedras o pasear entre los surcos arados, en perspectiva cónica, unido a una continuidad espacial que creemos horizontal, pero que se levanta en vertical, se desdobla y aplana y que da como resultado un distanciamiento, una elevación casi en perspectiva axonométrica; vemos el paisaje desde arriba, a vuelo de pájaro, una mirada que aplana la superficie y dispara el horizonte hacia la parte superior del cuadro y en ocasiones hasta hacerlo desaparecer; la lejanía se convierte en un muro que se nos viene encima, un paisaje que se aleja y retorna, una geografía que según nos alejamos, se acerca hacia nosotros, nos sepulta, un espacio curvo, ficticio, que nos envuelve y atrapa.
Y sobre todo ello, una luz quemada con sombras extremas, que dibujan y estructuran los planos en un espacio contradictorio, vertical. Luz inmisericorde, plana como un flash cósmico, con la justa y mínima lateralidad como para dibujar eficazmente las formas, los elementos. Nunca la luz modula la geografía del paisaje, sino que define los muros, los huecos, los surcos, las plantas. Una luz de luna. Una huida del color, un encuentro con los matices de la tierra. La distancia sugerida se articula en relación al tamaño: lo lejano se ve más pequeño, más estrecho, cada vez más junto. El color es el mismo en la distancia, Ortega Muñoz desconfía de Leonardo da Vinci, en la pintura atmosférica, la gradación del color, el gris azulado de la lejanía. Por el contrario, maneja el color de la memoria, de quien recorre el camino. Sabe que el campo arado lejano es del mismo color del que esta pisando, lo sabe porque viene de allí, lo ha paseado, lo ha vivido; no se fía de lo que ven sus ojos, recurre a su memoria de paseante, a la certeza de la experiencia total (no solo visual), tocar la tierra, deshacerla entre sus manos, apoyarse en el muro, saber cómo suenan sus pisadas y el sonido que producen las piedras al recolocarlas en el muro. Ese es su paisaje, más táctil que visual, un paisaje experiencial, más intenso que un paisaje solo visto.
El paisaje como el dibujo de la memoria sobre el terreno: caminos, paredes, parcelados, sembrados, “chabocos”, castaños; un paisaje siempre trabajado, lejos de lo bucólico, lo pintoresco, lo “natural”. Una propuesta estética radical que habla de los que han construido ese paisaje, un paisaje cultural, espacio de subsistencia, un paisaje socializado desde el trabajo. Pudiera parecer que es una pintura de representación, levantar un acta de lo que vemos, listado de los trabajos realizados sobre el terreno, una cartografía del paisaje, pero no, su pintura va más allá que el mero hecho de verificar el estado de la cuestión, su pintura es un proceso intelectual que construye un paisaje simbólico, que maneja herramientas voluntariamente austeras, secas, mínimas, “simples”.
Godofredo Ortega Muñoz nos habla más del tiempo que del espacio. Sus cuadros son lugares habitados, construidos y reconstruidos sucesivamente. Generaciones, una tras otra, trabajando sobre el territorio con lo mínimo, lo indispensable, lo que da la tierra, surcos fértiles, las piedras organizadas en vertical formando muros o dispuestas en horizontal dibujando caminos. Capas superpuestas de tiempo, generaciones modulando sutilmente el paisaje, haciéndolo humano, productivo, un espacio en el que reconocernos. No es una instantánea, sino una gruesa capa de tiempo acumulado, solapado, reconstruido, un tiempo natural, láminas de tiempo, estratigrafía de experiencia acumulada, que subyace en su pintura. Ese tratamiento del espacio, nos da la medida del tiempo, pero contradictoriamente también el tiempo mide el espacio, lo define, lo modula, lo superpone, también lo desgasta y lo destruye.
Desde una aparente unificación de estilo que puede parecer limitante, Ortega Muñoz se permite profundizar en sus obsesiones, su particular y personal mirada, encontrando aquello que se sabe existe, encerrado en las apariencias y los estereotipos, que nos desvela su diversidad, su riqueza de matiz, su variabilidad, esa complejidad escondida donde no hay piedras iguales, donde cada fragmento esconde un universo.
Su pintura nos invita a sumergirnos en su profundidad, en esas capas de tiempo semiocultas por la última superficie de óleo, a inmiscuirnos entre las texturas abiertas y secas de la capa pictórica, para entender lo que queda del paisaje, lo que fue, de donde viene, lo que hemos hecho con él. En esencia, su pintura nos habla de la humanidad, nuestras obras y nuestros trabajos, todo lo que tuvimos que hacer para vivir, para domesticar un paisaje hostil, poco generoso, distante… un espacio que mide nuestro tiempo, un territorio local para una historia universal.