La Extremadura seca

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Por Álvaro Valverde

Tierras, 1967. Óleo sobre lienzo. Colección Liberbank, Fundación Caja de Extremadura.

Recuerdo perfectamente aquel momento. Veníamos de pasar unos días de playa en Conil de la Frontera, como todos los años. Si no fue el 31 de julio, fue el 1 de agosto. Hicimos el viaje de día pero un grave accidente a la salida de Sevilla, del que fuimos perplejos testigos, nos retrasó bastante. Fue entonces, desde el bar de carretera donde nos refugiamos del atasco y del calor, cuando llamé por teléfono a mi amigo José María Lama para proponerle que comiéramos juntos en alguna piscina que nos pillara de camino; en Monesterio, por ejemplo. Pero estaba en Zafra y al final terminamos comiendo con Eva y con él en su casa. Después, sobremesa mediante, ya de regreso, en una curva en pendiente cerca de Mérida, al contemplar un campo amarillo que fulgía bajo el tórrido sol veraniego como si de un espejismo se tratara, me vino a la cabeza (y a la boca), mientras conducía, una frase escueta: “Amo esta sequedad”. Comprendí al momento que podía ser el primer verso de un poema; de uno de los que me había pedido Antonio Franco para una futura edición en forma de plaquette que se editaría, junto a una plancha inédita del pintor, con motivo de la exposición que el MEIAC iba a dedicar a Godofredo Ortega Muñoz.

“Amo esta sequedad” fui repitiéndome de vez en cuando, en silencio, el resto del viaje, hasta Plasencia.

Como quiera que los cuadros que había visto de Ortega Muñoz no eran muchos y además estaban alojados en un oscuro rincón de mi memoria, busqué la manera de acercarme a su obra y lo hice, como cabe en estos tiempos, a través de internet. En una página denominada “Ciudad de la Pintura” encontré por sorpresa nada menos que 119 cuadros del pintor de San Vicente de Alcántara. Bien es verdad que las reproducciones distaban de ser perfectas, pero, con todo, me bastaban para armar el imaginario de su obra. El color real, los tonos adecuados estaban fijados de antemano en mi retina. Y en mis recuerdos. Nuestra mirada confluía en el mismo paisaje. Nada le hubiera gustado a uno más que mis poemas lograran reflejar la misma luz que ilumina esos cuadros.

El azar me quiso extremeño, sí, pero del norte. Mi Extremadura, ese “lugar del elogio” que conforman mi ciudad natal y las tierras que la rodean al que tantas veces he aludido en mis versos, es, en consecuencia, húmeda; un espacio fértil compuesto por valles umbríos que cercan altas montañas y cuya vegetación mediterránea es rica en viñas, higueras, cerezos, olivos, robles y castaños. La Extremadura de La Vera Alta, la del pueblo de mi abuela materna: Viandar, donde uno apreció por vez primera qué era la vida rural (siempre la he extrañado) y el campo en su sentido más elemental y próximo. La Extremadura del Valle del Jerte, indisociablemente unido también a mi infancia y que uno no ha dejado de recorrer arriba y abajo, caminando y en coche, durante décadas. Y, cómo no, Las Hurdes, a las que dediqué un pequeño libro, una suerte de poema extenso titulado El reino oscuro. Y, por fin, otro valle, el del Ambroz: Aldeanueva, Baños, Hervás…. Quiero decir, concluyo, que la mía no es, en rigor, la Extremadura seca de la dehesa, la de los inmensos espacios de suaves alcores donde abundan los alcornoques y las encinas, aunque este horizonte se dé también en mi territorio. Confieso que durante muchos años me costó identificarme con él. Es por eso que la escritura de la serie (al modo pictórico) Imaginario, un conjunto de poemas que brotaron de golpe, sin solución de continuidad a lo largo de unos pocos días de agosto de 2002 (que, además de en el citado cuaderno,se incluyeron enmi libro Desde fuera) se me antoja aún más importante. Con independencia de su calidad poética, su escritura me sirvió para asumir mi lado extremeño seco, si se me permite la expresión. Por eso, aunque surgieron bote pronto y fueron escritos, entre las frescas tardes del Molino y las mañanas calurosas de Plasencia, gracias a un impulso para mí desconocido u olvidado, son versos que brotan de muy hondo, que estuvieron meditándose, sin siquiera saberlo, a lo largo del tiempo. Fueron los cuadros de Ortega Muñoz quienes lograron sacar de mí esa experiencia que ignoraba, sedimentada por acumulación en lo más profundo de mí. Ellos y el prosaico encargo del añorado director del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz, por supuesto.

No sé si la pintura del pintor sanvicenteño y, por ende, esos poemas reflejan una imagen tópica de Extremadura. No lo creo. A estas alturas de la historia, tampoco me importa: he superado ese trastorno. Lo que sí sé es que muestran de manera fidedigna una versión depurada de esa pasión triste. Mi lectura de su obra, teñida de mi propia autobiografía, ya se dijo, es actual, está hecha desde el presente, como es obvio. No pretende glosar nada, sino dar cuenta de un estado de ánimo, el que resume a la perfección uno de los epígrafes, de Arthur Schintzler, que lo encabeza: “El alma es una tierra extensa”.

Encinas, 1961-1962. Óleo sobre lienzo. 65 x 81 cm. Colección particular.

El lenguaje seco, sobrio, sereno, austero e incluso grave de los veinte breves poemas se adapta, de modo natural, al de las imágenes (a las que podríamos adjudicar los mismos adjetivos) que le sirven de inspiración. Uno y otras no son sino los rasgos que constituyen la esencia del paisaje de esta región y, quiero creer, que sus cualidades impregnan también eso que, no sin atrevimiento, podríamos denominar carácter extremeño. Sin ánimo de ofender, pobreza por pobreza. En su sentido más noble.

Como dije en la nota final que acompaña a la serie, lo escrito no es sino el fruto de una conversación con la obra de Ortega Muñoz. No en vano el diálogo –de uno consigo mismo, primero; del autor con el lector, después– es el fundamento de cualquier labor artística.  De ese cambio de impresiones, más allá de mi vida y de su muerte, dan cuenta, en última instancia, los poemas de Imaginario.