¿Heraldo del futuro?

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Por Elvira Navarro

Castilla. Verano, 1957
Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

Sé que es feo citarse a una misma. A pesar de ello, voy a empezar este artículo con un pequeño fragmento de mi novela La trabajadora, pues creo que lo que contiene explica por qué la Fundación Ortega Muñoz me invita a participar en este blog. Ahí va:

«Yo no pude evitar, durante aquellas dos semanas en las que había estado pasando al ordenador su texto, que hablaba de acontecimientos que habían tenido lugar en Madrid, acordarme de los colores y los motivos de los cuadros de Ortega Muñoz, como si la letra de la viuda emanara no de las calles de la capital, sino de las hileras de árboles de esos cuadros, árboles secos con sus ramas en gritos, y también de las filas de vides igual de secas, y de los campos parcelados eternamente marrones, grises, amarillos, y el horizonte apenas, siempre en calima, deshecho por la nube de polvo de la meseta. Ahora el sol seguía abrasando igual, y la luz en Madrid no era clara, sino ceniza por el esmog. El paisaje ladrillista, la marabunta de edificios con sus coronas de antenas, se parecía al campo de Ortega Muñoz, o simplemente al campo, sin Ortega Muñoz. El ladrillo tenía el mismo color que la tierra que rodeaba Madrid, que a su vez era igual que la tierra de los cuadros de vides y árboles chupados, y se me antojaba que pudiera haber algún tipo de coherencia estética, en lugar de solo material, entre los edificios del desarrollismo y el arte de algunos pintores de aquel momento. Este falso pensamiento me permitía encontrar orden en el desbarajuste que la mayor parte del tiempo me generaba lo que veía desde mi ventana, la ciudad de crecimiento descontrolado, voraz, exorbitante, pobre».

La trabajadora no es el único lugar donde he convocado a Ortega Muñoz. También lo he mencionado en otros sitios. Por ejemplo, en un artículo sobre Primera memoria de Ana María Matute, donde lo vinculé con el calor y el paisaje de tantas novelas españolas de posguerra, ese mismo calor y paisaje que vemos ahora en buena parte de la península ibérica cargado de significado, como si la tierra pudiera guardar la historia, convocarla.

No sé si llamar inconsciente a mi vínculo con las pinturas del artista nacido en San Vicente de Alcántara. Sé que alguna ilustraba mi libro de literatura de tercero de BUP o COU y que, por tanto, pasé muchas veces por los castaños escuetos, o quizás eran vides. La verdad es que no recuerdo cuál de sus cuadros acompañaba, tal vez, la sinopsis de Réquiem por un campesino español o de alguna obra similar que hablara del campo, de la pobreza secular y el hambre espiritual. No me quedé con el nombre de aquel pintor, pero no me olvidé de él, y cuando escribí la novela de la que he sacado la cita, busqué en Google cuadros de paisajes españoles hasta que lo encontré y verifiqué la impresión, que aún me dura, de que Madrid, con su enorme y triste y feo cinturón, no dejaba de ser una emanación de un campo vacío y seco, como si su paisaje, tan duro, corrosivo, consumido, fuera el condensado de una dureza anterior y más austera, que es la que podemos ver en los cuadros de Ortega Muñoz.

Pero ¿por qué me transmiten eso sus obras? ¿En qué diría que consisten y cómo las relaciono con la actualidad? 

Creo que, si el recuerdo de aquella pintura perduró en mi memoria incluso ignorando el nombre de su autor, es porque el artista pacense posee una gran personalidad. Está a medio camino entre lo figurativo y la abstracción, aunque quizás, más que de abstracción, se puede hablar de una intensa estilización de lo figurativo, que en su caso es el paisaje. En su ejecución encuentro una suerte de actitud naif que me hace pensar en la naturaleza que dibuja un niño, pero con el trasfondo de una persona adulta. Los paisajes que pinta Ortega Muñoz son muy intensos, magnéticos; emanan una fuerza derivada de la reducción, de la eliminación de lo superfluo. En sus obras el espacio queda absolutamente aplanado en dos dimensiones, como en los dibujos. No hay atmósfera, y los diversos planos se superponen hasta que todo se aplasta de una manera extraña. Sin embargo, es gracias a ella que todo adquiere mucha más potencia, como si así consiguiera extraer la esencia de esos paisajes áridos, implacables, que para mí encarnan el sentimiento trágico de la vida. Sus cuadros son la España más humilde, su historia y sus carencias, pero también su belleza, una belleza que es todo lo contrario a exuberante y que podemos ver en buena parte de nuestro territorio. Su paleta de colores se reduce a dos gamas: pardos verdosos por un lado y colores tierra por el otro. Lejos de limitarle, la restricción aumenta su fuerza, la misma que a mí me asalta en cuanto salgo de la ciudad: el poder del vacío, del silencio, de la llanura, de la tierra a menudo yerma, absolutamente sola.

La soledad es una de las protagonistas de su obra. En el paisaje no hay nadie, como si la vida humana se hubiera marchado a otra parte, o quizás extinguido. Incluso la vegetación parece muerta, pues los árboles se muestran sin hojas, y cuando nos topamos con personas, como en sus cuadros de campesinos, estas se asemejan a un tronco seco. Los cuadros de Ortega Muñoz hablan de un país devastado, de un desastre, de un infierno silencioso, del fin de los tiempos, aunque, a la vez, también de la eternidad. Porque no se puede nombrar la muerte sin pensar en su reverso, la vida eterna.

Tierras labradas, 1958
Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm.
Colección particular, Madrid

Si Ortega Muñoz conserva vigencia, no es solo porque aún encarna nuestro presente, sino también como posible heraldo del futuro. No es descabellado pensar que sus cuadros anuncian ese momento en el que el campo se vacíe del todo por haberse convertido en un desierto. Por otra parte, como siempre hay que sospechar de los apocalipsis que otros nos pintan (el inexistente futuro a menudo funciona como maniobra de distracción para no mirar el presente) no perderemos de vista su enseñanza: que también en los desiertos más desolados hay belleza.