¿Hacia dónde?

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Por Gabi Martínez

Ortega Muñoz. Paisaje. Cruce de caminos, 1977
Óleo sobre lienzo 73 x 92 cm.

Cruces de caminos los hay cada dos por tres pero ciertas coyunturas permiten distinguir mejor unos cruces de otros, y el que afrontamos en la actualidad, con sequías inquietantes que evidencian el impacto del ya indudable cambio climático mientras se multiplican los interrogantes sobre cómo nos afectará la inteligencia artificial y todo fluye a una velocidad tan inédita que nada parece durar gran cosa, es uno de los cruces más singulares en la historia de la humanidad. La clave del cruce es que exige decisión. ¿Decrecemos o invertimos aún más en tecnología para huir a otros planetas -quienes puedan costeárselo- cuando la Tierra sea invivible? ¿Comemos carne o no o cuánta? ¿Cómo apostamos por el pueblo y la ciudad?

De todas formas, este cruce de 2023 no es sino la versión hiperacelerada del que se produjo con la Revolución Industrial, y que en los años 20 del siglo pasado situó a Godofredo Ortega Muñoz ante una de las preguntas más trascendentes de su vida: ¿qué pinto? En Italia, había conocido al pintor inglés Edgar Rowley Smart, congeniaron, reflexionaron juntos sobre la importancia de lo elemental y Ortega Muñoz, abrumado por la cada vez más vertiginosa sinrazón que observaba alrededor y que entre otras cosas propiciaba demasiadas obras de arte denominadas vanguardistas que él consideraba puro alarde y artificio, y, asumiendo el poso de luz y emociones acaudalado en las dehesas, quiso ahondar en su relación con todos aquellos enormes espacios rechazando la Academia y saliéndose del carril de moda para abordar paisajes y estampas campesinas.

Cruce de caminos lo pinta en 1977. Hace mucho que es un pintor consagrado. Tiene 78 años. Los críticos iniciales a su primitivismo aparentemente caduco llevaban décadas rendidos a una propuesta que, sobre todo a partir de los años cincuenta, adquiere una sobriedad metafísica proyectando geometrías absorbentes tocadas por colores que se dirían solo suyos, propios. “Hay un color Ortega”, afirmó José María Moreno Galván. Sus pardos, marrones claros, sienas, verdes, son tan delicados que suavizan la austeridad de los campos, las colinas, las piedras, envolviéndolas en algo similar a la tristeza, pero paradójicamente vital. Aprehende la sustancia de la tierra, haciéndola entrañable.

La misma conexión logra en su serie de islas canarias a finales de los sesenta. Para entonces ya es físicamente viejo. De vuelta al paisaje extremeño, su paleta, manteniendo la suavidad, rutila más. El pintor añade rojo y negro a su obra, opta por el color fuerte, una nueva intensidad. Godofredo sabe que el tiempo se agota y eleva su apuesta hacia lo que Bataille definió como el “juego fuerte”, cuyo principio es la soberanía, la indiferencia al qué dirán, incompatible con la sociedad de producción. En el juego fuerte, ha escrito el filósofo Byung Chul-Han, “la muerte no es una pérdida, no es un fracaso, sino una expresión de vitalidad, fuerza y placer extremos”.

Por supuesto, esto es una interpretación, y por lo tanto subjetividad pura, pero resulta hermoso intuir en el recurso de la potencia cromática un heraldo del fin. En cualquier caso, Godofredo recupera los colores fuertes de su juventud para el universo geométrico que ha modelado durante el resto de su vida, y también aquí, en la geometría, introduce una variación: endurece la rectitud de las líneas, a menudo representadas por los muretes de piedras que demarcan la propiedad privada. Lo que habían sido pinturas de horizontes abiertos con sinuosos campos inmensos y cepas no floridas cede el paso a parcelas perfectamente encorsetadas, fruto de la redistribución de los campos y de la variedad de cultivos. El artista da fe de un nuevo orden que sus cuadros titulados Tierras expresan con matemática brillantez. El equilibrio de varios colores fuertes es tan conmovedor, delicado, invitador, que dan ganas de empuñar una azada, mientras se nos revela que el campo se calcula más que nunca.

Esas Tierras dejan, eso sí, una puertecita abierta muy al fondo sugiriendo que ahí afuera aún resiste un espacio más silvestre. Pero Cruce de caminos lleva la idea del nuevo orden a otro lugar. Nada es tan exacto como parece. Los cultivos se estiran desiguales, unos más grandes que otros, un campo obliga a retroceder al vecino, todos estrictamente cerrados, y el camino serpentea ante el cruce de intereses. 

El artista que, como dijo Francisco Umbral, no podía pintar “burgueses ni caballos” habla también de ellos sin mentarlos y, como es cuidadoso, prefiere titular a su obra Cruce de caminos en lugar de, por ejemplo, Encrucijada. Esta posibilidad me ha remitido a la última inmensa novela de Jonathan Franzen, Encrucijadas, en la que el escritor estadounidense disecciona las relaciones de una familia creyente vinculada al grupo juvenil de una iglesia local. La evocación tiene que ver no solo con el título, también con la importancia de la religión y la naturaleza en la obra de ambos artistas, porque la metafísica presente en la pintura de Ortega Muñoz es el resultado de haber puesto como estrella de su credo al resto de seres vivos y a la gran corteza que compartimos, la tierra.

El juego fuerte, la religión, la naturaleza y la muerte convocan a su vez el nombre de Miguel Delibes, que en su última novela, El hereje, expresó una ¿advertencia? En mayo de 1975, dos años antes de que Ortega Muñoz rubricara Cruce de caminos, Delibes había dedicado su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua Española a la necesidad de reflexionar sobre la codicia desbocada que estaba contaminando el mundo, y a la urgencia de impulsar la filosofía del decrecimiento. Nadie hizo mucho caso. Al final de su vida, a modo de epitafio, Delibes optó por aumentar la contundencia de sus anteriores ya contundentes novelas y narró la historia de un honrado y original comerciante al que la Inquisición culpa de herejía y condena a morir en la hoguera. Después de toda una vida escribiendo sobre España y el campo, Delibes eligió despedirse sugiriendo que este país no tiene solución, y al disidente, al creativo, al solidario, tiende a quemarlo vivo.

Ortega Muñoz, más sutil, prefirió añadir un poco de rojo y negro a sus pinturas y señalar ciertas dudas sobre las nuevas dinámicas relacionales titulando a un cuadro Cruce de caminos. ¿Hacia dónde vamos? Sería estupendo tenerlo aquí para consultarle hasta qué punto está de acuerdo con lo que ha especulado este texto y preguntarle, por ejemplo, qué opina sobre el “gran momento” de los monocultivos. Pero eso deberemos confiárselo a la intuición. Ésa que el artista nos ayuda a afinar a lo largo de toda, toda, su obra.