Es inútil un arte sin conciencia

Fundación Ortega MuñozEntre viñas y castaños

Ortega Muñoz.
Campesino durmiendo, 1951. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm.
Colección particular

Mientras Picasso pintaba con una linterna en Vallauris, Ortega Muñoz andaba buscando la casa de los expresionistas. Y la casa de Nietzsche en Sils-Maria. Porque en el campo infinito de la pintura traza una pared de piedra seca. Un símbolo que trasciende la apariencia. Una teoría del paisaje. El espacio con todos los atributos de la soledad. Por donde anduvo el campesino que duerme, la muchacha con margarita, la lluvia. El espacio con la sustancia de los signos, la extensión que evoca las cercas de San Vicente, y la infancia definitiva. Para obtener la emoción pura bajo el despojamiento, el vacío. Pero, y en esto enlaza con Oteiza, un vacío activo, la producción de la diferencia. El sujeto es tiza y tizo, afirma el vasco.

El resultado es la imagen. Que no está fijada previamente a la composición, quizá sólo sus “ideas”, y cuyo desarrollo sigue una dirección entre lo arbitrario y lo necesario, entre lo que está latente y lo que fue. Es la metafísica hecha pintura. Es una hoja de cálculo bajo el barullo de las estrellas. Lo que está representado es el pensamiento profundo. La matriz, el origen, el camino que deviene en palimpsesto. Sísifo elevando su piedra hacia la divinidad ausente. Devolviendo azar al azar, blanco al blanco, polvo al polvo, cenizas a las cenizas… Es una pintura apodíctica, incondicionalmente cierta, en cuya investigación del espacio hallamos la pobreza exuberante, la luz del universo sensible, la perspectiva de lo íntimo. Y no menos un metalenguaje, la pintura como materia misma de la pintura, más allá de una comunicación subjetiva, sobre una base de belleza, orden, economía, subordinación del detalle al conjunto. Intentando crear una semiótica al margen de modas puntuales, un léxico propio.

Ortega Muñoz.
Muchacha de la margarita, 1955. Óleo sobre lienzo, 117 x 73 cm.
Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, Badajoz

Ortega Muñoz se nos aparece como extremeño de tres mundos, favorable en la novedad y en la industria del corcho, con la conciencia histórica de su itinerario, con una pintura exacta y absolutamente verdadera donde los seres y las cosas se amalgaman en mutua dependencia y, en suma (y esto forma parte de su hechizo), por un compromiso ético irrenunciable que no oculta la trampa disyuntiva de la nada y el ser.