En mis visitas al Museo Helga de Alvear suelo “repetir” dos salas, la de “Los Caprichos” de Goya, y la dedicada a la Naturaleza, con excelentes piezas de Richard Long, José Damasceno, Adolfo Schlosser, Mario Merz… acompañadas por un texto personal de cada artista y dispuestas a partir de un montaje que favorece el diálogo entre ellas.
Son frases esclarecedoras, a modo de sucinto “manual de arte”, así Merz afirma: “(…) pintor en África no significa conocimiento de África”. Una interesante fórmula que se hace extensiva a todo el museo y que facilita un mejor conocimiento del arte contemporáneo a la ciudadanía. La historia del arte es cuestión de códigos, eso sí, hay que ayudar a descifrarlos.
Otra buena fórmula de acercamiento es la consulta de catálogos, no dejan de ser “memoria”. Estos días he echado un vistazo al de la muestra Todas las palabras para decir roca, una de las más interesantes de temática arte/naturaleza que he visitado, tanto por la selección de las piezas, pertenecientes a la colección Helga de Alvear (fue precisamente en Cáceres, en su Museo, donde se exhibieron), como en términos discursivos. Recuerdo que en el Babelia la reseña crítica ponderaba el hecho de que en raras ocasiones –esta exposición era una de ellas- una serie de obras no fuera utilizada como “un listado de cromos” para ilustrar el discurso del comisario. Este logro recayó en el escritor, editor y galerista Julián Rodríguez, al que nunca está de más recordar.
La mayoría de los textos publicados en Todas las palabras para decir roca tienen carácter ensayístico. Además del propio Julián Rodríguez escriben César Rendueles, Guillermo Altares, Jesús Aguado, Sergio Rubira, Alberto, Rubén Hernández, Henry David Thoreau, Luis Francisco Pérez, Robert Macfarlane y Eva Lootz. Me detengo en esta última, una artista cuya obra suele interpretarse como una reflexión sobre la intervención humana en la naturaleza. De ella se expuso una pieza para mí inolvidable, Lengua de tierra (1983). Vuelvo a leer como digo su texto “En cuanto el tema naturaleza…”, y me parece interesante la defensa que hace sobre la idea de hablar de la Tierra antes que hablar de naturaleza, porque la Tierra sí existe, “y, a pesar de los pesares, es un organismo vivo”. “Hoy todo lo existente sería segunda naturaleza: todo está transformado por los humanos. (…) En el continente europeo apenar existe un milímetro de bosque originario, y tampoco nuestros genes son los genes de los hombres de la Edad Media, son el producto de la evolución.” En otro de los párrafos Lootz apelaba a Gaia, la Tierra, “como fuente de vida, de creatividad, de productividad sostenible, principio de fuerza femenina, desde el respeto, y no desde la voluntad de dominio”.
La naturaleza es también la protagonista de sendas exposiciones que coinciden en el tiempo en nuestra región. Ambas con varias capas de lectura que no se agotan en un vistazo. En este mismo Museo Helga de Alvear la antológica Performar la naturaleza (hasta el 12 de mayo), de Carlos Bunga (Oporto, 1976), “una reflexión -en palabras de Sandra Guimarães, su comisaria- sobre las temporalidades de la Naturaleza, sus refugios y sus cualidades vivas y orgánicas”.
He paseado descalzo por Habitar el color (2024), una instalación inmersiva realizada ex profeso para la Planta -1 del nuevo edificio en la que Carlos Bunga busca el “verdadero” diálogo entre el hombre y la naturaleza, “gracias a una actitud de resistencia frente a todo aquello material que nos rodea y aleja cada vez más de la esencia espiritual”. El espacio de esta amplia sala asemeja a una naturaleza anaranjada, de atmósfera envolvente, mágica, y de aspecto lunar, salpicada de hojas, ramas, piedras… y otros elementos naturales recogidos de los entornos del Museo. El público forma parte de Habitar el color, podemos corretear, interactuar, convirtiéndonos en performers, o simplemente nos dejamos llevar… Somos nosotros, al fin y al cabo, los que completamos la obra, esta deja de ser “objeto” para convertirse en experiencia. Pasado el tiempo “habitamos” un espacio meditativo, de reflexión… integrados como un elemento más de la Naturaleza.
Tiene razón, por otro lado, Carlos Bunga cuando afirma que vivimos obsesionados con la eternidad, “Estamos –dice- constantemente intentando congelar el tiempo y poniendo énfasis en conservar las cosas cuando constantemente están cambiando”. Este concepto sobre lo transitorio y frágil de la vida enhebra buena parte de su discurso estético-vital, identificándose con la condición de “nómada” (para él una manera de ser y, sobretodo, de pensar). No en vano ha sabido sublimar vivencias dolorosas: la huida de su madre a Portugal durante la guerra de independencia de Angola, con su hermana de dos años y embarazada de él; las estancias en centros de acogida, en casas de materiales pobres, perecederos… que moldearán su mirada en torno al “refugio” como espacio de protección. De los techos de una pequeña sala cuelgan unos “nidos”, Bunga empatiza con estas arquitecturas nómadas, “más cerca de un pájaro que construye su nido que de un arquitecto”.
La otra muestra puede visitarse en Badajoz, en el MEIAC, está comisariada por José Jiménez y se titula Las líneas de la vida (hasta el 10 de junio), del artista internacional Pablo Reinoso (Buenos Aires, 1955), afincado en Francia.
Al igual que Bunga, una vivencia es el origen de una de sus piezas ya icónicas, me refiero a los denominados “bancos espaguetis”. Surgieron a raíz de la huelga a mediados de los 90 en Francia, “Tuve que viajar –comenta Reinoso- al norte de París para un proyecto en una fundición y tras esos dos meses de cierre me encontré con animales y una naturaleza que irrumpían en la autopista”. En los bancos-espaguetis descubrimos la posibilidad de la madera de volver a ser vegetal, explorando los espacios re/significándolos. La madera se rebela, crece, se enreda… volviendo a su ser, a su estado anterior como árbol, como criatura viva, reconquistando su libertad original en esas formas que se desbordan, incontrolables, que trepan a veces y otras gravitan, caen… y que el público con sus acciones finalizan, así los niños se apropian de ellos, juegan… Para mí poseen algo de inutilidad poética, a la manera de Ionesco, “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte”. Son, en definitiva, un homenaje a la “inteligencia vegetal”, a las disposiciones que adoptan para perpetuar su crecimiento.
No faltan alusiones al cambio climático, sus “troncos articulados”, de madera esculpida de cerezos silvestres, están dotados de una segunda vida al adquirir nuevas funciones después de fenecidos, y en la instalación Incendios (2023) unas “llamaradas de madera” son evocadoras del fuego. Otros árboles son erguidos con “muletas” a modo de prótesis que los sostienen. “Es –comenta Reinoso- una especie de protorrama post época del hombre. Como si dijera: Antes los árboles eran así, pero ahora nos cargamos todo e hicimos este modelo, que más o menos captan también el oxígeno, no tan eficientes pero nos están ayudando”. Y es que todo lo que hace Pablo Reinoso tiende a transformarse en representación de la vida.
Martín Carrasco