Suelo diseñar un posible itinerario antes de viajar a Madrid para visitar exposiciones. Intento ser preciso, pero siempre me excedo en la selección. Demasiadas. Eso sí, no dejo de ir a La Casa Encendida, y en tiempos también a Tabacalera (ahora ya no es posible pues lamentablemente cerró). De Tabacalera me interesaba el reto de montar una exposición en un espacio con tanta “personalidad”, me viene a la memoria una bellísima de Vilariño, y de La Casa Encendida su programación arriesgada, ultimísima, de hecho, se ha convertido en un referente de las prácticas artísticas más actuales. Nunca me pierdo la muestra Generaciones, el certamen de creación joven que convoca la Fundación Montemadrid, uno de los más importantes – si no el más importante- a nivel nacional. Funciona como un interesante escaparate del arte emergente, del arte que nos ha tocado vivir, de ahí mi interés.
Para mí Generaciones es un proyecto eficaz, la visibilidad que otorga es enorme. Conozco a muchos de los artistas premiados, que me comentan la importancia que supone para ellos contar con este premio en su curriculum, hasta tal punto que sea motivo más que suficiente para poder trabajar con galerías de arte. Su prestigio deviene del rigor de los jurados, y la exigencia de las bases, que obliga a que los participantes presenten “proyectos”, no obras aisladas como sucede en otros certámenes. De este modo se ofrece una visión más completa del trabajo de los artistas, entendemos mejor su discurso.
Nunca olvido que estamos en la periferia. La inercia -“Es que siempre lo hemos hecho así”- es la gran aliada de los proyectos fallidos. Cuando defiendo una propuesta cito la frase de Chillida “Soy como un árbol, con las raíces en un país y las ramas abiertas al mundo”. Me gusta esa idea de universalidad apegada al mismo tiempo al territorio. También muestro el dibujo de Blanca Gracia titulado Acmé, cuyo motivo es un torso del que surgen cuatro cabezas, metáfora de la conveniencia de que los distintos interlocutores “hablen” en términos profesionales el mismo lenguaje, de partir de unos mínimos. Y por último la imagen de un padre con su hijo construyendo un artilugio con piezas de meccano para explicar la “teoría del ovni”, inventada por un buen amigo para definir irónicamente aquellos proyectos faltos de criterio, ajenos al territorio y por tanto más propios de “extraterrestres” … Habrá pues que “construir” antes el ovni.
Pienso inevitablemente en la fábula de los canteros de Pèguy: “Yo construyo una catedral”, que aúna criterio y objetivos bien definidos. Es imprescindible además atender a la memoria del lugar para seguir creando memoria, y sobre todo que ocupe un “espacio” discursivo no cubierto por otra propuesta. Esta propensión a la realización de continentes sin un criterio en los contenidos es una verdadera lacra, yo creo incluso que se ha normalizado. Nos hemos habituado. La sede del proyecto Habitar el palacio, en Cabrero, en pleno Valle del Jerte, posee un halo de artefacto varado. Fue pensado como centro de congresos, allá por el 2005, con el nombre de Palacio del Cerezo, para acoger eventos como la “Fiesta del Cerezo en Flor”. La Junta de Extremadura adjudicó el proyecto en 2008 y las obras se iniciaron en 2010, paralizándose al año siguiente, dejando el edificio inacabado. Asistimos pues al aterrizaje de un “ovni”, en medio del campo, sin el conocimiento por parte de los convecinos de la comarca. Fue rechazado, entre otras cosas, por ser algo no elegido, por ser una decisión política. Para Amparo Moroño, gestora cultural de la Mancomunidad de Municipios del Valle del Jerte, el primer conflicto que emana del palacio es su propia existencia, fruto de la política del ladrillo y de las dinámicas urbanísticas de los años 1990 y 2000. “Hay gente de la comarca que afirma que nunca pisará ese lugar”. En una reciente entrevista en el Magazine digital Poliédrica afirmaba: “Hay una aspiración en la base de Habitar el palacio que tiene que ver con la necesidad que detectamos de facilitar procesos de participación ciudadana reales que puedan, en un futuro, desembocar tanto en prácticas pedagógicas, artísticas y culturales de carácter colaborativo como en cualquier otro proceso social en el que las personas se organicen y actúen ante situaciones compartidas”. Por eso hay que habitar el lugar, “estar” en él, llenarlo de vida, hacerlo propio… “La idea es que de cada proceso participativo (en cada pueblo) surja un artefacto que dé respuesta a necesidades concretas en el ámbito de la cultura”. Eso sí, sin olvidar la memoria de lo preexistente.
Martin Carrasco