Friedrich Schelling
…en el hombre sólo, como situado en un punto central, aparece el alma, sin la cual el mundo sería como la naturaleza privada del sol.
Aquí nos encontramos con aquel precepto de la teoría que ordena moderar, hasta donde sea posible, las pasiones cuando estallan, a fin de que la belleza de la forma no sea violada. Pero creemos que el precepto debe ser modificado para que exprese esto: las pasiones deben ser templadas por la belleza misma. Pues es muy de temer que esta moderación que se recomienda sea entendida de un modo negativo, siendo así que la verdadera ley del arte es más bien oponer a la pasión una fuerza positiva. Pues lo mismo que la virtud no consiste en la ausencia de pasiones, sino en la fuerza del espíritu que las domestica, así no es descartándolas o aminorándolas como se produce la belleza, sino por el imperio que sobre ellas ejerce la belleza. La fuerza de las pasiones debe mostrarse. Ha de verse que ellas se pueden sublevar con toda su violencia, pero que están sometidas por la energía del carácter y que vienen a estrellarse contra las leyes de una inquebrantable voluntad de belleza, como las olas de un río que llena sus orillas, pero que no las puede rebasar. Por otra parte, este precepto de moderar las pasiones no podría compararse al de los moralistas que, para obtener mayor docilidad de la naturaleza humana, han tomado voluntariamente la decisión de mutilarla, y que de tal modo han querido suprimir todo lo que hay de positivo en las ciencias del hombre, que el pueblo acude a nutrirse del espectáculo de los grandes crímenes para recrearse, al menos con la vista, con algo positivo.
En la naturaleza y en el arte, la esencia tiende ante todo a realizarse o exponerse a sí misma en los individuos. Y la mayor severidad de la forma se señala en los principios de ambas, pues sin los límites no podría manifestarse lo ilimitado. Si no existiese la rudeza, la dulzura no podría existir, y si la unidad ha de hacerse sentir, ha de ser por la peculiaridad, la separación y la oposición. Al principio, por tanto, aparece el espíritu creador totalmente perdido en la forma, inaccesible, cerrado e incluso acerbo en las grandes manifestaciones. Pero cuanto más logra unir toda su riqueza en una criatura, tanto más se va dulcificando paulatinamente su rudeza, y donde él modela la forma permanente, descansando en ella, reposado y captándose a sí mismo, se anima en cierto modo y empieza a moverse en líneas suaves. Tal es el estado de los más bellos frutos o las flores más hermosas; donde el vaso puro rebosa, el espíritu de la naturaleza se libera de sus lazos y siente su parentesco con el alma. Como una dulce aurora que se eleva sobre la totalidad de la figura, se anuncia el alma que viene; todavía no está allí, pero todo se dispone para su llegada con el reposado juego de los movimientos delicados. Los rígidos moldes se funden y se dulcifican en la calidez; una amable esencia, que no es aún ni espiritual ni sensible, se extiende sobre el exterior y se pliega a todas las ondulaciones, a todas las formas de los miembros. Esta esencia incomprensible, según se dice, pero que todo el mundo siente, es la que los griegos llamaban juris, y que nosotros llamamos gracia.
Donde la gracia aparece en forma perfectamente realizada, la obra es perfecta por parte de la naturaleza, no le falta nada, todas las condiciones están consumadas. El alma y el cuerpo están también en perfecta concordancia; el cuerpo es la forma, la gracia es el alma, aunque no el alma en sí, sino el alma de la forma, o el alma de la naturaleza.
El arte puede detenerse y permanecer en este punto, pues al menos en un aspecto, ha realizado ya todo su cometido. La imagen pura de la belleza que se detiene en este grado es la diosa del amor. Pero la belleza del alma en sí se funde con la gracia sensible: esta es la más alta divinización de la naturaleza.
El espíritu de la naturaleza no está contrapuesto al alma nada más que en apariencia, porque en sí mismo es el instrumento de su manifestación. Produce, ciertamente, la oposición de las cosas, pero sólo para que la única esencia pueda aparecer como la más alta dulzura y reconciliación de todas las fuerzas. Todas las restantes criaturas están impulsadas por el espíritu de la naturaleza simplemente, y por él afirman su individualidad; en el hombre sólo, como situado en un punto central, aparece el alma, sin la cual el mundo sería como la naturaleza privada del sol.
El alma, por tanto, no es en los hombres el principio de individualización, sino aquello que les hace elevarse por encima de toda personalidad, que los hace capaces del sacrificio de sí mismos, del amor desinteresado, de lo que hay de más sublime, como contemplar y comprender la esencia de las cosas, y que le da, al mismo tiempo, el sentido del arte. El alma no se ocupa ya de la materia, no tiene trato inmediato con ella, sino sólo con el espíritu, que es la vida de las cosas. Aunque aparezca en un cuerpo, está, sin embargo, libre del cuerpo, cuya conciencia, en las más bellas formas, flota sobre ella como un sueño liviano que no la estorba. No es ninguna cualidad, ninguna facultad, ningún modo especial; ella no sabe, sino que es la ciencia; no es buena, es la bondad, no es bella, como puede serlo el cuerpo, es la belleza misma.
El alma del artista se señala en la obra del arte, ante todo, a través de la ficción de los detalles; pero también en el conjunto, cuando se mantiene sobre él, como una unidad, en silenciosa calma. Pero en lo representado debe ser visible, o bien cuando aparece como fuerza originaria del pensamiento, en la esencia humana llena de una idea o de una alta consideración, o también como el bien intrínseco, esencial. De ambos modos encuentra su expresión clara cuando, de un modo vivo aunque tranquilo, se manifiesta activa en la oposición. Y como son principalmente las pasiones las que turban la paz de la vida, se admite generalmente que la belleza del alma se muestra de modo particular por una fuerza tranquila en medio de la tempestad de las pasiones.
Autor: Friedrich Shelling Obra: La relación de las artes figurativas con la naturaleza, Aguilar, Buenos Aires, 1954. Traducción y prólogo de A. Castaño Piñán. Reedición: La relación del arte con la naturaleza, Sarpe, Madrid, 1985. Cópia digital: SCRIBD (Presentación por Chantal López y Omar Cortés)