La relación del arte con la naturaleza (2/4)

Antonio Cerveira PintoAyN

Friedrich Schelling

Parte del grupo escultórico que representa la matanza de los hijos de Niobe. Artemisa aparece vestida de cazadora, mientras Niobe se inclina sobre su hija menor para protegerla. Copia de una obra original del siglo IV a.C. atribuida a un famoso escultor: Skopas o Praxiteles. Ubicación: Inatos, Creta.
Nº de inv. 265 / 266.,
Heraklion, Museo Arqueológico.
(cc) 2013. Photo: Egisto Sani (CC BY-NC-SA 2.0).
[créditos]

…las obras que nacen de una apropiación de la forma, aunque sea bella, serían obras sin belleza alguna, puesto que lo único que da belleza a la obra de arte, a su conjunto, no puede ser la forma, sino algo que está más allá de la forma: la esencia, lo universal, la mirada y la expresión del inmanente espíritu natural.

La naturaleza no era solamente para ellos [aquellos que niegan toda vida a la naturaleza] una imagen muda que jamás había preferido una palabra viviente: era un esqueleto de formas vacías, cuya imagen vacía había de trasladarse al lienzo o esculpirse en la piedra. Esta era, precisamente, la doctrina de los rudos pueblos primitivos que, no viendo nada divino en la naturaleza, sacaban de ella ídolos; mientras que el inteligente pueblo de los helenos, que en todas partes sentía la huella de una fuerza activa y viviente, veía nacer de la naturaleza verdaderos dioses.

(…)

La costumbre del imitador es apropiarse antes y más fácilmente de las faltas de su modelo que de sus eminencias, ya que aquellas ofrecen caracteres más salientes, más aprehensibles; y así vemos que los imitadores de la naturaleza, los que son de esta índole, copian con más frecuencia e incluso con más cariño lo feo de ella que lo bello. Si no vemos las cosas en su esencia, sino sólo en su forma vacía y abstracta, nada nos dirán a nuestra intimidad; debemos prestarles nuestro propio sentimiento, nuestro propio espíritu para que nos respondan. ¿Pero qué es la perfección de cada cosa? No es más que la presencia en ella de la vida creadora, de la vida que la anima. Por consiguiente, aquel a quien la naturaleza se le aparece como algo muerto, en general jamás podrá alcanzar aquel profundo proceso, semejante al químico, gracias al cual, como acrisolado en el fuego, nace el oro puro de la belleza y la verdad.

(…)

Atraído intensamente por la belleza de las formas en las representaciones plásticas de la antigüedad, [Johann Winckelmann] enseñó que la manifestación de una naturaleza idealizada y obtenida por encima de la realidad, junto con la expresión de los conceptos espirituales, constituye el más alto fin del arte.

(…)

¿Quién podría decir que Winckelmann no conoció la más alta belleza? Pero a él se le apareció sólo en sus elementos separados, por una parte como belleza que está en el
concepto y que fluye del alma, y por otra como belleza de las formas. ¿Qué lazo realmente eficiente las enlaza juntamente?; o, si se quiere, ¿qué fuerza crea a la vez el alma y el cuerpo como en un soplo único? El arte no podría crear en general nada, si no actuase en él esta fuerza, como actúa en la naturaleza. Winckelmann no determinó este término medio viviente; no enseñó cómo pueden ser engendradas las formas por el concepto. Así el arte pasó a aquel método que podríamos llamar retrospectivo, puesto que va de la forma a la esencia. No se alcanza lo absoluto de esta manera; por la simple ascensión de lo condicionado no se llega a lo incondicionado. Por eso tales obras, que han partido de la forma por perfecta que ésta sea, presentan como característica de su origen, un vacío que no puede ser llenado, y precisamente en donde esperamos encontrar lo perfecto, lo verdadero, la suprema belleza. El milagro por el que lo condicionado haya de elevarse a lo incondicionado y el hombre se divinice, queda sin realizar. El círculo mágico está trazado, pero el espíritu que debía mostrarse en él no aparece, indócil a la voz del que creyó posible una creación por la simple forma.

Está lejos de nosotros querer con esto rebajar el genio del hombre completo cuya doctrina inmortal más bien fue la ocasión que la causa que produjo esta dirección del arte. ¡Que su memoria se conserve santa como el recuerdo de los bienhechores universales! El, en su siglo, está en la suprema soledad, como una montaña: ni una voz de respuesta, ningún signo de vida, ningún latido respondió a su llamada en todo el ancho reino de la ciencia.

Y cuando vinieron sus verdaderos contemporáneos, este hombre admirable había ya desaparecido. Sin embargo, ¡ha realizado algo tan grande! Por su sentido y por su espíritu no pertenece a su tiempo, sino a la antigüedad o al tiempo del que fue creador: la época actual. Él puso el primer fundamento de aquel edificio total del conocimiento y la ciencia de la antigüedad, que los tiempos siguientes comenzaron a construir. Fue el principio que concibió la idea de considerar las obras del arte según los modos y las leyes de las obras eternas de la naturaleza, mientras que, antes y después de él, la humanidad las tuvo por obras de una arbitrariedad sin ley, y procedió de acuerdo con esta creencia. Su genio, como el soplo de un viento venido de climas más dulces, disipa las nubes que ocultaban el cielo del arte de la antigüedad; y si ahora vemos en él los astros claramente, a Winckelmann se lo debemos. ¿Cómo sintió él el vació de su época? Verdaderamente, si no tuviéramos otro motivo que el sentimiento de su amistad eterna y de su inextinguible anhelo de gustarla, bastaría esto para justificar la plena adhesión al amor espiritual al hombre completo, al hombre que vivió como un clásico. Y, además de aquel, ha sentido otro anhelo, que no pudo satisfacer: el de un conocimiento profundo de la naturaleza. Él mismo, en los últimos años de su vida, dio a conocer a sus amigos más íntimos, que sus postreros estudios habían sido dirigidos del arte a la naturaleza, presintiendo en cierto modo lo que le faltaba y confesando que no lograba contemplar la belleza suprema, que encontraba en Dios, en la armonía de la totalidad del mundo.

La naturaleza se nos ofrece ante todo en una forma más o menos severa e inasequible. Ella es como la belleza reposada y tranquila que no atrae la atención con signos estridentes, que no seduce a los ojos vulgares. ¿Cómo podríamos nosotros fundir, en cierto modo, espiritualmente aquella forma, dura en apariencia, para que fluyan juntas la intensa fuerza de las cosas y la fuerza de nuestro espíritu, y hacer de ambas un único molde? Es preciso que nos remontemos sobre la forma para reconquistarla en sí misma comprensivamente, viviente y verdaderamente sentida. Considerad las más bellas formas, ¿qué queda de ellas cuando las priváis del principio que las anima? Nada más que las cualidades inesenciales, tales como la extensión y la relación espacial. Que una parte de la materia esté cerca y al lado de otra, ¿afecta algo a su interna esencialidad? Evidentemente que no. No es la yuxtaposición lo que constituye la forma, sino el modo de aquella; pero ésta no puede ser determinada más que por una fuerza positiva que se opone precisamente al aislamiento de las partes, que somete su multiplicidad a la unidad de una idea: desde la fuerza que actúa en el cristal hasta aquella que, como una dulce corriente magnética, en la organización del cuerpo, da a las partes de la materia una posición relativa y un orden que las hace capaces de manifestar la idea, la unidad esencial de la belleza.

La naturaleza se nos ofrece ante todo en una forma más o menos severa e inasequible. Ella es como la belleza reposada y tranquila que no atrae la atención con signos estridentes, que no seduce a los ojos vulgares. ¿Cómo podríamos nosotros fundir, en cierto modo, espiritualmente aquella forma, dura en apariencia, para que fluyan juntas la intensa fuerza de las cosas y la fuerza de nuestro espíritu, y hacer de ambas un único molde? Es preciso que nos remontemos sobre la forma para reconquistarla en sí misma comprensivamente, viviente y verdaderamente sentida. Considerad las más bellas formas, ¿qué queda de ellas cuando las priváis del principio que las anima? Nada más que las cualidades inesenciales, tales como la extensión y la relación espacial. Que una parte de la materia esté cerca y al lado de otra, ¿afecta algo a su interna esencialidad? Evidentemente que no. No es la yuxtaposición lo que constituye la forma, sino el modo de aquella; pero ésta no puede ser determinada más que por una fuerza positiva que se opone precisamente al aislamiento de las partes, que somete su multiplicidad a la unidad de una idea: desde la fuerza que actúa en el cristal hasta aquella que, como una dulce corriente magnética, en la organización del cuerpo, da a las partes de la materia una posición relativa y un orden que las hace capaces de manifestar la idea, la unidad esencial de la belleza.

Pero no solamente como principio activo en general, sino también como espíritu y como ciencia activa debe aparecernos la esencia en la forma si queremos captarla de un modo vivo. Toda unidad ha de tener un modo y un origen espiritual; ¿y a dónde tiende la investigación de la naturaleza, sino a encontrar la misma ciencia en ella? En efecto, lo que no tiene un sentido comprensible no podría ser tema del entendimiento, ni podría ser reconocida la misma carencia de conocimiento. La ciencia según la cual obra la naturaleza no se parece en nada a la humana, que tiene conciencia refleja de sí misma; en ella no es distinto el concepto de la acción, ni el proyecto de la ejecución. Así la materia bruta, ciega en cierto modo, tiende a una configuración regular y tiende, sin saberlo, a unas formas puramente estereométricas, que pertenecen, sin embargo, legítimamente, al reino de los conceptos y que son algo espiritual en lo material. A las estrellas les son innatas una aritmética y una geometría sublimes, que ellas observan, sin saberlo, en sus movimientos. Más claramente, aunque sin llegar a tener todavía concepto de él, aparece en los animales el conocimiento viviente, y los vemos cumplir, de un modo ciego e irracional, innumerables acciones muy superiores a ellos: el pájaro que, ebrio de música, se supera a sí mismo en tonos plenos de alma; la minúscula criatura que, dotada con el espíritu del artista, sin ejercicio ni educación construye livianas arquitecturas … todos son impulsados por un espíritu ultrapoderoso que brilla en aislados relámpagos del conocimiento, pero que en ninguna parte reluce, como el sol verdadero, sino en el hombre.

Esta esencia activa es, en la naturaleza y en el arte, el vínculo entre el concepto y la forma, entre el cuerpo y el alma. A cada cosa corresponde un concepto eterno que está bosquejado en el entendimiento ilimitado. Pero, ¿cómo pasa este concepto a la realidad y se hace cuerpo? Sólo por la ciencia creadora, que está tan necesariamente unida al entendimiento ilimitado como en el artista la esencia (que comprende la idea de una belleza intangible) con aquello que la representa sensibilizada. Es digno de llamarse feliz, y sobre todo digno de alabanza, aquel artista a quien los dioses agraciaron con este genio creador; y nos parecerá excelente una obra de arte en la medida en que se nos muestre en ella esta fuerza no falseada del poder creador y la actividad de la naturaleza, como en círculo.

Desde hace largo tiempo se ha reconocido que en el arte no todo se hace con consciencia; que a la actividad consciente debe unirse una fuerza inconsciente, y que la unión perfecta y la correspondiente compenetración de ambas produce lo más excelso del arte. Las obras donde falta este sello de la ciencia inconsciente adolecen de la falta de una vida propia e independiente de su realizador; y, al contrario, allí donde se manifiesta, el arte comunica a sus obras, al mismo tiempo que una perfecta claridad para el entendimiento, esa realidad insondable que las hace semejantes a las obras de la naturaleza.

Autor: Friedrich Shelling Obra: La relación de las artes figurativas con la naturaleza, Aguilar, Buenos Aires, 1954. Traducción y prólogo de A. Castaño Piñán. Reedición: La relación del arte con la naturaleza, Sarpe, Madrid, 1985. Cópia digital: SCRIBD (Presentación por Chantal López y Omar Cortés)