Muchos pensaron que tras la tormenta de transformaciones aceleradas que se produjo a inicios del XX, motivada por las vanguardias -las llamadas históricas-, volvería la calma, la vuelta a las formas académicas… No fue así. El profesor Juan Antonio Ramírez tenía razón cuando consideró la irrupción de las vanguardias como “un viaje sin retorno, el más impresionante de toda la historia del arte”. Sin duda alguna.
A lo largo del pasado siglo, de hecho, se han venido sucediendo una serie de “derivas” artísticas, como buena parte de las fórmulas geométricas, los expresionismos varios, las diferentes abstracciones o el conceptual (en la memoria Duchamp, su máximo referente) que se nutrieron de las innovaciones vanguardistas… E incluso neos, véanse los estrechos nexos del movimiento fluxus con dadá.
El discurso de las vanguardias históricas no está agotado, sigue de plena actualidad. Su rico imaginario llega hasta nuestros días, baste visitar en CaixaForum Madrid la muestra “Arte y Naturaleza. Un siglo de biomorfismo”, en colaboración con el Centre Pompidou de París. En el exterior, un cartelón ilustrado con la obra Bleu de ciel (1940) de Kandinsky sirve de reclamo. En ese pulular de formas orgánicas inspiradas en motivos de la naturaleza (peces, caballitos de mar, corales, algas…) se establece un diálogo entre creación y formas naturales. De esto va la exposición.
Debemos situarnos en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y el deseo del grupo surrealista de reencontrar una unidad primitiva perdida. Resulta interesante en estos movimientos la búsqueda de lo incontaminado, de hacer tabula rasa. Existe un interés por la Naturphilosophie y el art nouveau, en donde los artistas ven la unidad del hombre y la naturaleza. El universo ofrece un repertorio de formas animales, vegetales o minerales abierto a mutaciones, a hibridaciones que generan y con/forman nuevas realidades, como personajes con aspecto de cactus o cuerpos transformados en hojas, en insectos… Este dinamismo e hibridación son elementos claves del discurso del arte contemporáneo, ligados a su capacidad para modificar nuestra percepción de lo dado.
En el primer tramo de la exposición se presentan las esculturas Femme fleur (1942) y Métamorphose (1940) de Henri Laurens, entre lo humano y lo animal, y una serie de “Concreciones” de Arp, sus características formaciones minerales, lisas, de apariencias antropomórficas. Para él “La concreción señala la solidificación, la masa de la piedra, la planta, el animal, el hombre”, y además “La concreción es todo lo que ha crecido. Quería que mi obra encontrara su humilde y anónimo lugar en los bosques, las montañas, la naturaleza”. Muy cerca, fotografías de desnudos femeninos muy sensuales de Hausmann, que de algún modo son la traslación de otras instantáneas suyas de armónicos paisajes de suaves dunas; la pintura Estría roja, amarilla y negra (1924), de Georgia O’Keeffe, una puesta de sol de formas ondulantes que es una bellísima abstracción donde confluye de modo deslumbrante la unicidad de la naturaleza: tierra, agua y aire; El asno podrido (1928), de Salvador Dalí, que entronca con la idea de “los putrefactos” y en la que el autor utilizó arena y grava para dar relieve a su figura filocubista, o Peinture (1927) de Miró, cuyas formas parecen cobrar vida en el azulado espacio indefinido en el que flotan.
Me detengo en unos atrayentes y enigmáticos paisajes de Tanguy y Max Ernst, este último con su Jardin gobe-avions (1935), que evoca “jardines voraces, devorados a su vez por una vegetación surgida de los aviones atrapados”, y Giacometti, del que se exhibe Homme et femme, (1928-1929) y Femme égorgée (1932), “mujer degollada”, un cuerpo femenino retorcido que recuerda a un insecto, a una mantis religiosa, y que representa -según los dictámenes del “amour fou” surrealista- “la mujer devoradora de hombres”. Posee un efecto agresivo y seductor al mismo tiempo, como el Hombre Cactus (1939) de Julio González. Cuando contemplo estas piezas me viene a la memoria la Bañista sentada (1930) de Picasso. Un cuerpo femenino pétreo, limado por las erosiones geológicas, expresión de una idea amenazante. Inquietan sus manos “dentadas” con la intención de abrazar. Estamos frente al Picasso más surrealista.
Esta fascinación por las formas de la naturaleza se hace más detallista a partir del desarrollo de las técnicas de fotografía microscópica, que des/velaron lo que hasta ese momento era invisible. Que se vea con ojos de insecto… Surgió así una nueva estética, verdaderamente fascinante, basada en la mirada sobre los microorganismos que podían manifestarse “visualmente” a modo de composiciones abstractas, así las fotografías tomadas por Albert Renger-Patzsch de un cactus, o los primerísimos planos de flores de Hausmann. Nuevos modos de observar y mostrar la naturaleza que, por vía de la mímesis, de la imitación, se acercan al diseño de muebles. No podía faltar la silla Paimio 41 (1930) y Flores (1940) de Alvar Aalto, que se apropian de la simplicidad y belleza del mundo vegetal, compartiendo espacio con las lámparas en forma de flor de Patrick Jouin y Andrew Kudless, así como la mesa Ginkgo (2007) de Ross Lovegrove, inspirada -literalmente- en las hojas de dicho árbol. E incluso la imitación “real” del movimiento en los móviles de Calder.
Martín Carrasco