Katixa Agirre – Fiesta de pijamas

Fundación Ortega MuñozNarrativa, SO8

KATIXA AGIRRE

Fiesta de pijamas

Coger y tirar. No hay otra opción. Antes de tirarlas cabe la posibilidad de hacer con ellas una bolita, y entonces sí, lo que procede es arrojarlas, sin contemplaciones, lo más lejos posible. Sobran. Sobran ahora las estadísticas esperanzadoras, las demostraciones indocumentadas de optimismo bobo, las consideraciones filosóficas y/o trascendentales, las aproximaciones poéticas al tema, esas nuevas evidencias médicas con un punto esotérico leídas quién sabe dónde, las historietas de superación personal basadas en hechos reales. No es el momento. Nunca es el momento. Sobran, no sirven.

Si tu mejor amiga te llama y a través de la línea telefónica te manda un doble torpedo (madre, metástasis) encapsulado además en una única frase, puedes darte por jodida. No hay vuelta de hoja. Olvida lo anterior. Ni siquiera lo intentes. A no ser que quieras o no te importe caer en el más absoluto de los ridículos.

Te has quedado sin palabras, ¿verdad? Es tan fácil en las películas. Pero no ahora, en la vida real. Ahora nada sirve. No eres la primera que pasa por esto, si sirve de algún consuelo.

Y entonces qué. Entonces nada. Una única salida quizá. Una salida en falso. La vaga posibilidad de escudarse en tres palabras. Tres palabras pronunciadas con un tono lo más cobarde posible. Éstas:

–Lo siento mucho.

Y después, cuando al otro lado de la línea el silencio se extienda como un mal olor, y a este lado de la línea una se siente sin duda la peor amiga del mundo, siempre cabe añadir lo siguiente, en el límite ya de la exageración y el histrionismo:

–Cualquier cosa que necesites… El escudo que nos ofrecen las palabras es por definición perecedero. Al cabo de un tiempo, se impone la búsqueda de nuevas coartadas: la distancia: ese espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos. El espacio que dividía a Amaia y a Nora era de sesenta y cinco kilómetros. Una coartada que, llegado el fin de semana, comenzaba a tambalearse. Porque en sábado, o en domingo, nada impide enfilar la autopista y conducir sesenta y cinco escasos kilómetros. Peaje a pagar: 4,45 euros (y subiendo).

La familia numerosa. He ahí otra coartada a tener en cuenta. Familia numerosa: según la legalidad vigente, aquella integrada por uno o dos ascendientes con tres o más hijos. Hasta cuatro hijos integraban la familia de Nora. Tres hermanas y un hermano. Juntos, podrían hacer frente a la situación. Apoyo biológico, sostén desde el núcleo genéticamente condicionado, algo a lo que aferrarse.

El padre, por ejemplo, siempre sonriente, un derroche de energía. El hermano mayor, recién salido con éxito de una situación similar con su propia mujer. La tribu, el clan. Una unidad bien coordinada en la que Amaia no pintaba nada, en la que no quería pintar nada y en la que nadie le había pedido que pintara nada.

Pasó otra semana, con su propio fin de semana.

Nora seguía sin llamar, Amaia seguía sin noticias. Quizá tendría que ser ella la que llamara. Tomar la iniciativa. Interesarse. Algo así hacían las amigas.

Iba a tener lugar una operación. Eso lo sabía por la primera llamada. Una amputación. Un problema que se elimina de raíz. Una buena señal, en definitiva: señal de que algo podía hacerse. Habría que esperar.

¿Esperar? ¿Eso era todo? ¿No era mejor parar el tiempo hasta aclarar ciertos aspectos peliagudos?

No fue hasta dos días después de la operación que Amaia se atrevió a llamar. Qué tal ha ido todo, qué tal ha ido todo. No era para tanto, podría con ello. Una conversación breve e informativa. Jovial, incluso. Y después se quedaría más tranquila. Marcó. Contuvo el aliento. (Qué tal ha ido todo, qué tal ha ido todo…) Nadie contestó al teléfono. A los cinco minutos, nuevo intento. Otra vez sin respuesta. Confirmado: había que esperar.

Y sin embargo.

Una cuenta atrás que se aceleraba en la cabeza de Amaia. Tic-tac, esa sensación de ser la peor amiga del mundo una vez más. Si no la peor, de las peores. Tictac. Pero si la ciencia no puede, ¿qué puede hacer una? Y de nuevo esas palabras, cobrándose su venganza: lo siento mucho, cualquier cosa que necesites, lo siento mucho, cualquier cosa…

Al final, una salida de tono, urgente y presuntuosa. Un email, desde el trabajo, escrito a última hora y mal, con cuatro dedos desobedientes:

Ven a pasar el fin de semana a casa. Sin excusas, ¿eh?

Enviado.

Se arrepentiría después de haberle prohibido las excusas. En realidad, podría aceptar excusas del tipo “radioterapia” sin problemas.

Pero no hubo tales excusas. Para su gran sorpresa, Nora confirmó su asistencia a través de otro email. Por supuesto que iría. Una idea genial. Le vendría de perlas desconectar por un par de días. Su madre estaba ya en casa después de la operación. Su padre se desvivía por ella. Juntos esperaban el día en que comenzaría el tratamiento de quimio. Su hermana pequeña, la que vivía en Gales, había conseguido un permiso para pasar unos días en casa. Su hermano los visitaba cada día, y llevaba flores. Así pues, todo bajo control. Se tomaría libre el fin de semana. Lo pasarían juntas. Lo pasarían hasta bien. Sentía no haber contestado sus llamadas. Las vio, pero luego se le pasó devolverlas. Pero hablarían el viernes. Sin interrupciones. Tranquilamente.

¡Perfecto! Le contestó Amaia, en un mensaje de una sola palabra.

¿Perfecto? Se preguntó en cuanto pulsó la tecla de enviar.

 

Nora llegó el viernes por la noche. Amaia ya tenía preparado y dispuesto el kit de supervivencia: comida mexicana, dos botellas de rioja y una botella de ron, esta última sólo por si acaso. Nora llegó congestionada y bañada en sudor, maldiciendo el tráfico, los taxistas y algún que otro policía municipal. Había tenido que dejar el coche en un parking subterráneo. Contra su voluntad, evidentemente. No había derecho. ¡Esos precios! ¡Por dejar su coche dentro de cuatro líneas blancas! ¿Cómo no intervenía alguna autoridad competente?

¿Y qué esperaba? ¿Una Nora gastada, encogida? ¿Una Nora de tres tallas menos? ¿Una Nora a la que le hubieran bajado el volumen o a la que le pitaran todas las alarmas?

Su amiga se quitó el abrigo y se quedó absorta mirando la pared, buscando quizá un clavo donde colgarlo. Miró después a Amaia, y poco después habló, hacia la pared de nuevo, con el abrigo aún en la mano.

–No quiero hablar del tema, ¿te parece? Tampoco es que haya nada nuevo que decir. No nos dicen gran cosa, todo es secreto, todo es misterio. Por el momento, lo del pecho se lo han quitado. Ahora a ver qué tal responde al tratamiento. Si hay alguna esperanza, ahí está. Porque si fuera por los curitas de bata blanca… Hacen pruebas, nos marean, cansan a mi madre, y al final ni uno de esos hijos de puta se atreve a decirnos a la cara si va a vivir o no. Y no es que sea pedir mucho, digo yo. Queremos saber, joder. Aunque sea un porcentaje de probabilidad. Con su margen de error y todo. Pero no. Al parecer, es pronto para eso. Quieren estar seguros. Es decir: no quieren mojarse. Así que mejor dejamos el tema, aunque sea por hoy, ¿vale? ¿Y Josu? ¿No está en casa?

–Justo este fin de semana se ha ido a visitar a sus padres. Dame el abrigo, que te lo dejo en el dormitorio –reaccionando por fin, Amaia.

–Mucho mejor. No te lo tomes a mal. Si Josu es majo. Serio, pero majo. ¿Trabaja mucho, no? Siempre me da esa impresión. Pero es agradable. Quería decir que estaremos mejor tú y yo solas, no estoy para mucha vida social –dijo Nora levantando la voz, pues Amaia se había perdido ya por algún pasillo.

–Claro, te entiendo –de vuelta Amaia, y con tono maternal–. ¿Qué? ¿No hay hambre? –

¿Cómo no va a haber hambre? ¿No te acabo de decir que llevo dos horas dando vueltas por esta puta ciudad? A ver si me explicas de una vez por qué vives en este agujero sin plazas de aparcamiento, ¿vale? De verdad que nunca lo he entendido.

 

Nora siempre había tenido buen saque. Y en eso tampoco parecía haber cambios. Amaia tenía una imagen muy nítida de Nora en el comedor de la universidad, comiendo y hablando sin parar, pidiendo los postres de los demás. ¿No te lo vas a comer? Amaia siempre acababa dándole su postre (las natillas, los helados), pues en aquella época (durante todos sus años universitarios, en realidad) intentaba seguir una dieta lo más estricta posible.

–¿Otra tortilla, Nora?

–Trae para aquí.

–¿Y más vino?

–Eso ni se pregunta.

–Está pasable, ¿verdad?

–¿Pasable? Pero si me encanta. ¿Y esta salsa guacamole? ¿La has hecho tú?

–Sí. Bueno, más o menos. Yo la he pasado del tarro de cristal al plato.

–Pues mi enhorabuena, compañera. Has realizado el trasvase de manera magistral. –Gracias. Los años no pasan en balde. La cocina cada vez la tengo más dominada.

–Me consta. Por eso he aceptado tu invitación, ¿qué te creías?

Como la conversación se centraba en aspectos culinarios (y puede que también a causa del vino) Amaia comenzó a reconsiderar la situación. Quizá era cierta la advertencia de Nora y no tenía ninguna intención de hablar de eso. Así que simplemente comerían, beberían y criticarían al primero que se les ocurriera. Como en los viejos tiempos. Como en una fiesta de pijamas. Aún era posible.

–Qué chula tenéis la casa. Y es muy grande, cada vez que vengo me parece más grande. Será porque yo cada vez que me mudo me toca irme a una casa más pequeña.

–Y el alquiler está tirado, además.

–Sigue dando envidia, cabrona.

–Pero se nos acaba el contrato enseguida. Al parecer, el dueño lo que quiere hacer ahora es partir el piso en dos, segregarlo, y sacarle doble partido. Así que pronto tendremos que ponernos a buscar otra cosa.

–Pero esta vez para comprar, ¿no? La una funcionaria, el otro con corbata y sus viajes en clase Business… no os pondrán muchas pegas en el banco, seguro.

–Ya veremos, no lo hemos decidido todavía. Y Josu viajará en Business y todo lo que quieras, pero luego le llaman la atención si pide demasiados clips.

–Yo no le daría muchas más vueltas. Es fácil entre dos.

–Hombre, sí, mejor que sola.

–Aunque lo de estar sola también tiene sus ventajas.

–Si tú lo dices… Pero ahora a ti te va muy bien con ese Marcos, ¿no? Así que cualquier día de estos os vais a vivir juntos también…

–¿Marcos? Hace un montón que no lo veo, ¿no te lo había dicho?

–¿Qué?

–Pues eso, que ya no salimos juntos. Que hemos dado por finalizada nuestra relación. Así se dice, ¿no?

–Pues vaya, chica, si parecías contentos. ¿Cuándo fue aquella cena? Hace dos o tres meses. Estabais tan campantes. ¿Qué ha pasado desde entonces?

–¿Que qué ha pasado? Pues es muy sencillo de explicar: el pobre era impotente. –¿Y eso es un problema en la era de las pastillas azules?

–Tienes razón. Te he dicho una mentira piadosa. El problema era el contrario: para él no había nada fuera de la cama. Me quería dándole al tema las veinticuatro horas del día.

–Pues en eso sí que no veo problema.

–Hablas desde la inexperiencia, está claro. Porque, sí, al principio está bien, pero a la larga te vas dando cuenta de las cosas bellas de esta vida que te estás perdiendo por no salir del catre. Qué sé yo, ir al monte, leer un libro de poesía, dormir…

–En la vida has ido al monte tú.

–Es que hasta ahora no he tenido oportunidad. Ya verás como de aquí en adelante me animo. Cualquier día de éstos. ¿Y vosotros? ¿Vais mucho al monte?

–Prefiero clavarme chinchetas en los ojos.

–¿Y en la cama? ¿Es tan serio como fuera de ella, nuestro querido Josu?

–Pues qué quieres que te diga, lo de la seriedad sexual es algo que cada vez aprecio más.

–Sí, conozco a los del estilo de Josu. Es de ésos que se concentra y planea y se toma cada polvo como un reto… ¿a que sí?

–¡Pero bueno! Si nos hemos acabado la botella de vino. Esto no es serio.

Hablar de sexo como en una serie de televisión, sin nunca llegar a comentar intimidades reales, sin acercarse nunca lo suficiente para quemarse. Eso también lo recordaba Amaia. A partir de la segunda botella, aún le sería más fácil devolverle cada golpe a Nora, ser tan ingeniosa y sarcástica como ella. O creerlo por lo menos. La noche pasaría feliz, risueña. Serían Nora y Amaia, como siempre lo habían sido. Desvergonzadas, insolentes, atrevidas, con ese punto cínico que las hacía encantadoras. Dulcemente inmaduras. Ignorantes aún de las tragedias ineludibles que depara la existencia.

No cabía duda: todo iría bien. Y pensar que había pasado la tarde intranquila, ensayando frases y gestos… Algún día tendrá que empezar Amaia a preocuparse menos, a relajarse más.

Y entonces, por qué se empeñaba su conciencia en importunarla de esta manera. Por qué no se callaba. Por qué insistía en que ella, Amaia, tenía cierta responsabilidad. En que no podía dejar que su amiga siguiera evitando el tema. En que sólo con ella podría desahogarse. Si no con ella, ¿con quién? Con su familia no, desde luego. Todos querrían aparentar entereza, evitar las lágrimas en presencia del resto. ¿Sus compañeros de trabajo? Mucho habían tenido que cambiar las cosas para que en ese colegio de monjas en el que Nora daba clases hubiera encontrado a alguien en quien confiar. ¿Marcos? Enterrado y olvidado por razones inaccesibles. ¿Entonces qué? Todas las flechas señalaban hacia Amaia, para qué negarlo. Era su responsabilidad y la sentía sobre los hombros. Era concreta e inaplazable. El triste destino del superhéroe.

¿Cómo hacerlo, sin embargo? ¿Cómo poner sobre la mesa el cáncer? ¿Cómo hacerle un hueco junto a la salsa guacamole, entre la primera y la segunda botella de vino?

Amaia tiró con fuerza, hasta que el corcho hizo plop.

–La verdad, no sé si debería seguir bebiendo. Con el dichoso Tranxilium…

–¿Qué has dicho?

–Nada. Eso. Que estoy tomando Tranxilium.

–¿Qué?

–Tranxilium, el ansiolítico de moda.

Amaia dejó la botella sobre la mesa, sin llenar las copas. Ligereza fingida. Sí, esta vez lo había notado. Ese latido mínimo en el labio superior. La propia Nora cogió la botella y llenó las dos copas, bajo la atenta mirada de Amaia.

–Un ansiolítico… ¿y eso por qué?

–Qué se yo. El otro día estaba frente a la pantalla del ordenador, aburrida como una ostra, y de repente me llegó un mensaje de esos tan simpáticos, se dirigía a mí por mi nombre, tenía colorines, me prometía grandes cosas, así que me dije, ¿y por qué no? Y encargué una caja. Y a los pocos días, me llegó la caja y las quinientas pastillas. Milagros de la era de Internet.

–¿De qué me estás hablando, Nora?

La voz le salió fea, medio asustada, medio autoritaria. El tono que utilizaría con un niño travieso que no se puede controlar. Un tono que evitaba con sus alumnos en la medida de lo posible.

–Tranquila, mujer. Me lo ha recetado un médico con su licencia en regla y todo. Tranxilium 5, de lo más suave, nada que ver con esas pastillas que te dejan zombie que seguro te estás imaginando. He tenido problemas de ansiedad últimamente. Ya que te interesas te lo tendré que contar. Problemas para dormir, problemas para respirar…. No es nada, nada grave, quiero decir. Se me pasará.

–¿Entonces estás de baja?

–No. No es para tanto. Me cogí un par de días cuando lo de la operación. Pero luego volví. En el curro estoy bien. A esa cuadrilla de mangarranes los tengo bien controlados. Es por las noches cuando se me va la olla. Cuando estoy sola. No lo sabe nadie. Nadie de mi familia, quiero decir. Pero tampoco es para tanto, y mi familia no tiene por qué aguantar mis tonterías, que bastante tenemos con lo que tenemos.

–Lo siento mucho.

¡Otra vez, otra vez la maldita frase escapando de sus labios! Lo siento, lo siento, ¿qué es lo que siente en el fondo? ¿Siente imaginar a Nora a solas en su cama, percibiendo que el techo se le cae encima, con el pecho hundido? ¿O siente que Nora le haya dejado ver detrás de la cortina, el entramado de hilos, el cartón-piedra de su seguridad y su fortaleza? ¿O es otra vez el peso de la conciencia, la sensación de no hacer lo que debería hacer, lo que la reconcome? ¿Y por qué no hace nada? ¿Es ya demasiado tarde para ayudarla?

–¿Y te hacen bien? Las pastillas, digo.

–Ya lo creo. La música se apodera de mi cuerpo y paso la noche bailando. Es fantástico, deberías probarlo.

–Te lo pregunto en serio.

–Bueno, pues sí, me ayudan a dormir.

–¿Y has tenido efectos secundarios? Dicen que a veces… –

Joder, sabía que no te tenía que haber contado nada. Ahora seguro que crees que me voy a enganchar a esa mierda y que voy a ir dando tumbos de farmacia en farmacia probando suerte.

–¿Por qué dices eso? ¿Y por qué iba a pensar eso? Mucha gente toma pastillas, no creo que sea como para avergonzarse o pensar…

–Sí, sí, tomar anxiolíticos no me hace peor persona, y un amigo de un amigo tuyo los tomó una vez que pasaba por una mala racha y toda esa mierda. Ahórramela, por favor.

Amaia enmudeció. No reconocía esa amargura en la voz de su amiga. Además, las palabras la habían herido. A Nora no le costaba mucho hacerla sentir así. Y de acuerdo, ella tampoco había estado muy acertada con ese tono paternalista. ¿Podrían hacer borrón y cuenta nueva?

–Perdona –dijo Nora en el momento justo–, voy al baño. –

Al fondo a la derecha.

–Como siempre.

Procedía ahora un cambio de atrezzo. Recoger los platos y sacar el postre. Frente al congelador abierto, Amaia contemplaba el helado en su tarrina de plástico. El frío la vivificaba. Era ella la que había bebido más de las dos, y su cara estaría roja como un tomate para entonces. Las orejas también las sentía ardiendo. Por fin sacó el helado, cerró la puerta del congelador, agarró un par de cuencos y repartió dos generosas raciones. Una bola extra para su amiga. Una bola extra también para ella misma. Ésta era su droga, compañera infalible en los momentos bajos, sin efectos secundarios (si se obvia la capa de grasa recubriendo sus caderas) ni necesidad de receta. Pero, claro, sus momentos bajos eran de broma. Quebraderos de niñita mimada. Problemas para afortunadas.

A punto de cumplir los treinta, sólo había asistido a un funeral en toda su vida: un tío-abuelo al que apenas conoció. Por lo demás, su padre y su madre vivían y gozaban de buena salud, y vivían también sus dos abuelas (sus abuelos, en cambio, murieron siendo ella demasiado pequeña para recordarlos). Un neumotórax era la enfermedad más grave que había atravesado alguno de sus seres queridos, y bastante leve, además. Accidentes graves, ninguno. Varios parientes que rondaban ya los noventa. Predisposición genética envidiable. La naturaleza de su parte. Vida y prosperidad a borbotones. ¿Cómo comparar sus momentos bajos con el tormento de Nora?

Tormento, menos mal que sólo había utilizado esa palabra en su cabeza. “¡Tormento!” le diría Nora de haberla escuchado, “esto no es un telefilm de sobremesa, querida, esto es una putada, las cosas como son, una putada como una casa, pero una putada esperable también. Si no es ahora será un poco después, pero enterrar a nuestros viejos es ley de vida, ¿o es que prefieres que sea al revés?” Pero por supuesto Amaia no utilizaría la palabra “tormento” ni ninguno de sus sinónimos. De ahora en adelante, se disponía a medir con tiento cada una de sus palabras.

Se oyó el agua correr. Se abrió enseguida la puerta del cuarto de baño. Pasitos de Nora por el pasillo. Amaia esperaba sentada, con la cuchara en la mano.

–¡Helado de chocolate! ¡Esto es una amiga!

Comieron de nuevo, esta vez en silencio. A veces descansaban, sorbían un poco de vino. Sonreían. Pero nada se había olvidado. Ahí seguían, revoloteando, la metástasis, los Tranxilium, las palabras no dichas. Las dichas a destiempo.

–El otro día, en el hospital, el día que operaron a mi madre, vi a Goyo. ¿Te acuerdas de Goyo?

–Claro, uno de tus novios de la universidad, el que estudiaba Bellas Artes.

–Ese mismo.

–El que te dejó por Garazi, una amiga de tu prima.

–Exacto, lo recuerdas mejor que yo. Pero no me dejó por ésa, de qué vas. Yo lo dejé a él y él buscó consuelo en esa mosquita muerta. Pero en fin, que me lo encontré en el ascensor. Los dos bajábamos. Al principio me hice la longuis, pero en un ascensor, como que es difícil pasar desapercibida. Total, que me vio. Y hola, qué tal, cuánto tiempo… buf, qué lento iba el puto ascensor, parándose en cada planta. Y el chico que no se conforma, y que sigue parloteando, y en esas me suelta “Acabamos de tener un hijo Garazi y yo”. Y yo sin saber qué decir, intentado recordar quién era Garazi, y sin tiempo a reaccionar, me pregunta: “¿Y tú qué haces por aquí?”. Y yo: “¿Pues te acuerdas de Amaia? Ella también acaba de parir y he venido a traerle un ramo de flores”. Y el tipo que no se cansa. “¡Vaya casualidad! Pues no la he visto por la planta. Además nos han dicho que hoy sólo ha nacido una niña rumana, aparte del nuestro.” “Es que esto fue antes de ayer, creo, bueno, yo me bajo aquí”. Así que aproveché que el ascensor se paraba y me quedé en el segundo piso, cardiología.

–¿Y qué es lo que he tenido, niño o niña?

–Mira, eso es lo bueno de los embarazos ficticios, que aún estás a tiempo de decidirte.

Un silencio extraño. Ninguna dijo nada durante un rato, y como ya habían acabado el helado, también las cucharas permanecían calladas. Podría sacar más helado. ¿Realmente merecía la pena seguir por ese camino?

–A ver –sí, ahora iba de comprensiva, como si resultara verosímil a estas alturas–, tampoco le ibas a contar toda tu vida al primer conocido con el que te toparas.

–Si lo hice por él, sobre todo. No quería amargarle su gran día de la paternidad. No quería forzarlo a poner gesto grave y a soltarme eso de “vaya, cómo lo siento, que salga todo bien”.

–Claro.

–Y ahora que hemos entrado en materia, ¿para cuándo los bebés? Pero los de verdad, ¿eh? Siempre decías que querías tenerlos antes de los treinta, y mira cómo estamos, compañera.

–Exacto, viendo como estamos, contenta si los consigo antes de los cuarenta.

–Te conformas con poco, tú.

–Pues será eso.

–Amaia...

–Qué. –

Nada. Oye, saldremos, ¿no? ¿O nos vamos a quedar aquí como viudas medio sordas, toda la noche viendo la tele con el volumen a tope?

 

Quién querría salir, enfriarse, mojarse los pies, meterse en tugurios con olor a sobaquina, aguantar a adolescentes al borde del coma etílico, caminar evitando los riachuelos de orines y las vomitonas, pagar precios imposibles por combinados de garrafón tóxico, intentar en vano mantener una conversación por encima de la música machacona.

Están mucho mejor en este sofá. Rebañando el bote de helado. Sin ron. Amaia no ha querido sacarlo, finalmente. Un disco en marcha: Katia Guerreiro, cantante de fados. Souvenir del último viaje con Josu. Sintra-Lisboa-Portugal. Viaje relámpago de cinco días. Se dirá a sí misma que el disco lo ha elegido por pura casualidad.

–Música deprimente y escasez de bebidas alcohólicas. Cómo me alegro de haber venido. Tú sí que sabes cuidar de tus amigas.

–Oye, que has sido tú la que ha decidido que nos quedáramos aquí. Por mí, podríamos haber salido. Los viernes todavía puede encontrarse algún sitio tranquilo. ¿Y cómo que escasez de alcohol? Lo que pasa es que bebemos muy rápido. Además, estás cansada, tú misma lo has dicho.

–Tienes razón, pero no sé. La última vez que vine a esta casa sonaba música más alegre y la cerveza corría a raudales. ¿Qué ha pasado por aquí?

–Cambia, todo cambia…

–Tempus fugit, ya lo sé.

–Pues sí, ¿ubi sunt los tiempos felices de nuestra juventud?

–Carpe diem, chica. –Memento mori, compañera.

–Cuatro añitos estudiando filología dejan sus secuelas.

(Cuatro años habían sido para Amaia. Nora se lo tomó con más calma y alargó un año más su etapa universitaria.)

–Oye, esto no es plan. ¿Qué hacemos aquí farfullando latinajos y oyendo a esta Katia… ¿cómo era?

–Katia Guerreiro.

–Eso.

–Pues ahora mismo iba a decirte si no te importaba que nos pusiéramos el pijama. –¡Claro, el pijama! ¡Lo que le faltaba a esta bacanal! ¡No! ¡Jamás! Te prohíbo que te pongas el pijama, mantengamos cierto decoro, por favor. Vamos a seguir aquí, cada una con nuestra ropa. Hemos venido a divertirnos.

–Vale, pues nada de pijamas. Y puedo cambiar el disco, si quieres…

–No, da igual. Supongo que lo traerías de vuestro viaje a Portugal. Muito bonito, ¿no? No me contaste gran cosa de ese viaje.

–¿Cómo que no? Si hasta te enseñé las fotos…

–Ah, sí, ahora me acuerdo de Josu, todo rojo y con la nariz pelada…. ¿Cuándo fue aquello? ¿En julio? Madre mía, cinco meses y parece que han pasado cinco siglos. Ahora llegan vacaciones otra vez, pero de las chungas. ¿Os escaparéis a alguna isla tropical estas navidades?

–No creo, ¿y tú?

–Yo, la verdad, prefiero no hacer planes a corto plazo. Veremos qué pasa con el tratamiento.

–Claro. A ver si con el año nuevo todo va a mejor.

E então fiquei, parada a esquina do tempo, e não voltaste, e então esperei, sentada à esquina da vida, e não chegaste! Así acaba el disco. Así, de esa manera tan deslucida. Así, con palabras entendidas sólo a medias pero que desde luego no pronostican mucha alegría. Se hace el silencio. El aparato de música expresa someramente, con letras azules y titilantes, el estado de la cuestión: END. El cansancio y la amargura de una semana eterna le caen a Amaia sobre los hombros, sin previo aviso. Se iría a la cama ahora mismo, olvidando las sacrosantas reglas de la hospitalidad. Cerrar los ojos, nada más. Hasta mañana, boa noite, adiós. La cosa no da más de sí. Tampoco es que haya salido mal. Podría haber sido peor. Y tampoco era cuestión de esperar milagros.

Pero mañana. Mañana puede ser diferente. Puede ser mejor. No hay que perder la esperanza. Si dejara de llover, podrían ir a ver el mar. Comer en algún restaurante coqueto en algún puerto viejo. Pedir una buena botella de vino…

Comida y bebida, no se le ocurre nada más. Sus únicos recursos en tiempos de crisis. Ya han bebido bastante hoy, seguro que mañana despierta con dolor de cabeza y el estómago revuelto. Y no le vendría mal empezar a comer menos. Mañana apio y manzana. Un menú que a base de prueba y error, se ha demostrado como el más eficaz. Después del atracón, apio y manzana. Si Josu estuviera en casa, le diría: “Recuérdame mañana que sólo puedo comer apio y manzana, recuérdamelo”. Pero Josu no está y a Nora no quiere calentarle la cabeza con majaderías de otra época. Porque son de otra época, ciertamente. Tonterías de adolescente. Y sin embargo, en estas últimas semanas ha vuelto a caer en la vieja pauta de los atracones compulsivos y los períodos de abstinencia culpable.

No es que la situación sea preocupante, aún. La báscula sólo le echa en cara dos kilos y setecientos gramos nuevos. Un desarreglo controlable.

Amaia pierde la noción del tiempo pero le siguen acuciando las ganas de irse a dormir. Goyo, y… ¿cómo se llamaba la chica? Garazi. Goyo y Garazi han tenido un hijo. ¿Cuánta arrogancia es necesaria para sentir deseos de reproducirse y llevarlos a cabo? En fin. Silencio todavía. La lucecita azul que marcaba el END que se va apagando. En la calle todo es diferente: allí se extienden los gritos, los ladridos de los perros, los frenos de los autobuses nocturnos, las broncas entre los borrachos locales y árabes. Nora tiene los ojos cerrados. Ronca ligeramente, abrazada a un cojín de seda. ¿Desde cuándo duerme? Amaia mira a su amiga, abusando de su impunidad.

–Nora, Nora… psss, vamos a la cama.

Nora abre los ojos y suelta el cojín. Con la manga de la camisa se seca la comisura de los labios, intenta recordar dónde se encuentra. Parece avergonzada. Ella, la reina de las fiestas. La última en irse a casa. La más marchosa entre las marchosas. Cuando Amaia la toma de la mano para ayudarla a levantarse aún puede ver el ruego en su mirada: “No, todavía no, un poquito más, sólo cinco minutitos, hemos venido a divertirnos…”

–Ven a nuestra cama, Nora. Así no tenemos que andar abriendo el sofá cama.

Por fin, Amaia se pone su pijama. Una especie de liberación. Se abrazaría a sí misma para sentir el tacto tranquilizador del satén. En pijama, parece que nada malo puede pasar.

Nora ha entrado de nuevo al baño. Es la segunda vez esta noche. Si con la primera visita no fue suficiente, seguro que ahora ya no le quedan dudas. Puede que esté medio dormida, pero no es tonta. Y siempre ha tenido esa habilidad para fijarse en los detalles. En el salón es también bastante evidente la ausencia de Josu: ni rastro de sus libros, y las pequeñas macetas con orquídeas que Amaia ha colocado aquí y allí sólo sirven para subrayar el hueco. Tampoco hay fotos suyas. Cumpleaños y viajes en pareja. Cinco cumpleaños, innumerables viajes en pareja. Hay fotos de la familia en su lugar. Mamá, papá, las dos abuelas. Pero es en los cuartos de baño donde las diferencias entre los sexos se hacen más patentes y Nora no lo pasará por alto. Tampones 1-After Shave 0.

¿Mirará Nora en los armarios detrás de los espejos, para confirmar sus sospechas? ¿Le preguntará algo, justo antes de caer dormidas? ¿O esperará a que Amaia se duerma, para meter las narices también en los armarios del dormitorio? ¿Y si ella se despierta en ese momento, pasará Nora al ataque, preguntándole por el paradero de los trajes, las corbatas, los calzoncillos?

¿Y sí es así, qué? ¿Está preparada para relatar la historia? ¿Para explicar una traición inesperada? ¿Lista para ser ahora ella el blanco de la compasión? Porque una cosa es fracasar en todos los intentos de consolación, atiborrar de alcohol a alguien que está tomando ansiolíticos, elegir música lacrimógena, dar siempre con las palabras equivocadas. Pero otra muy distinta es querer escapar dándole la vuelta a la situación, ser ella ahora la digna de lástima. No se permitirá tal vulgaridad. Aún existe una última oportunidad (no hay que olvidar que mañana, quizá, salga el sol) de comportarse como una buena amiga. Si es que Nora se lo permite. Y Nora se contendrá. Participará del juego.

Porque ¿qué podría decir? ¿Acaso puede añadirse algo al vacío de esta casa? ¿Que lo siente mucho? Lo siento mucho, cualquier cosa que necesites. O puede que su estrategia fuera otra: que eso no es un problema, que suerte ha tenido de librarse a tiempo de ese miserable, ahora ya libre de tirarse a todo lo que se menea hasta que se le pudra el pito. ¿Y cómo suele decirse en estos casos? Ah, sí. Que ella se merece a alguien mejor. Y que llegará esa persona especial. ¿Y qué más? Que hay que tener perspectiva, que lo suyo no es una desgracia, que no lloriquee. Mejor abrir los ojos, disfrutar de lo que se tiene.

Y si ahora le dieran a elegir, ¿por qué se decantaría? ¿Lástima o desprecio?

Su amiga vuelve del baño. Se ha puesto el pijama. Un pijama bastante infantil: motas rojas y un lazo también rojo. Vuelve con los ojos más abiertos, pero más desvalida. Dirige su mirada al armario. Rayos X en sus ojos. ¡Caramba, aquí faltan los calzoncillos! Después dedica otra mirada a Amaia. En esta ocasión le fallan los rayos X. Se mete en la cama. Se quita el reloj de la muñeca.

No dice nada. Ni buenas noches, ni al final lo hemos pasado bien, ¿no? Están juntas en la cama, pero ni se tocan.

–¿Lista?

–Sí.

Amaia apaga la luz. Ninguna se mueve. No se revuelven en la cama buscando la postura ideal en el nido. En la oscuridad, ambas se sienten más protegidas.

–Tengo miedo –quisiera decir una.

–Yo también –quisiera decir la otra.