Aitor Francos

Fundación Ortega MuñozPoesía, SO8

EVA LOOTZ S./T. 2016
EVA LOOTZ S./T. 2016

AITOR FRANCOS

El cuaderno perdido de Oliverio Murúa:
memoria del territorio

El lenguaje es la morada del ser.
En su casa habita el hombre.
Los pensadores y los poetas son los
guardianes de esa casa.
Martin Heidegger

No tengo nada, porque sólo amo lo que está vivo.
Adolfo Casais Monteiro

Mis pasos de insomne entorpecen los interrogatorios de la luz. El cuarto está vacío,
porque estoy yo.

Tocar el tronco de un árbol como quien acaricia el final de un mundo conocido.

El frío que encuentra un hueco entre la soledad y la memoria hace la vigilia de la
frontera, es una goma de borrar colocada sobre las ráfagas de viento.

Los pájaros son sólo las semillas que no han germinado. Han muerto mientras los alzaba
la mano de un niño.

Quisiera no escribir poemas sino pequeñas piedras resistentes al tiempo. Enterrarlas en
la arena, ver si florecen. Hoy sobre el asfalto encontré un escarabajo muerto.

El límite es el lugar que designa a dios en la identidad. Los vestigios de un desconocido
cuerpo en la inconstancia de los límites.

El agua borra fácilmente las huellas pero nadie sabe adónde se las lleva. El agua escogió
ser transparente para que nadie pudiera escribir sobre su superficie. Pero el poeta puede
escribir sobre el agua para borrar el agua.

Cuando la niebla ocupa el lugar de los sentidos, los pájaros apartan la claridad total de
la mirada. Se someten a los designios del viento y procuran cuidadosamente no
mezclarse con las semillas. Les sorprende un cuerpo echado en el camino donde
descansan los sueños de papel.

La luz se repite en el contorno de la soledad para despertar las costumbres de los
sentidos. Cuando enfermamos, necesitamos pensar que se echa sobre nosotros porque
nos ama.

La inquietante irrupción de la perplejidad en el poema de la nieve y su callada liviandad
fecundando nuestro sueño de transformaciones y olvido.

¿Puede el hombre que está debajo de la nada presentir la falsedad de una nube?

La duda del viento sobre el canto del escombro, habitando los desiertos y el ayuno, su
palabra obligada a verse sembrada en la quietud.

Un poema puede ser sólo un poema. Y basta con que sea un poema y no el lenguaje que
cae del desvelo de una confidencia.

Las nubes cambiaron de forma porque no sabían qué preguntarle a un niño perdido.

Pongo mis huellas en el barro para que en sus huecos descansen los buscadores de la
luz.

No quieras entender la imaginación de las semillas que crecen por dentro de la tierra;
ellas piensan metiendo sus manos en un cuerpo.

La muerte es mi gran amiga imaginaria. Tiene la virtud de ser determinante para el
misterio.

¿Hay significado en las páginas que son amigas del polen, y que enseguida se llenan de
oquedad y angustia?

La palabra es un cuerpo. Pero la palabra no es un cuerpo más sino un cuerpo menos Un
cuerpo por decir. Por enterrar por debajo del ser. Un cuerpo que se resta de la propia
palabra. Una palabra contra otra palabra. Un cuerpo contra ningún cuerpo.

Partir en el espejo las palabras que el poeta diría si estuviera desnudo. Observar,
después, una vez más, la inminencia de la luz, respetando sensaciones e ideas: cosas
demasiado altas.

¿Quién tocará la mansedumbre de los contornos en busca de raíces cuando hay tantos
sueños que nos esperan por el aire? ¿Seguirá estando la luz aún despierta cuando yo ya
no la mire?

Una mecha encendida, con rostro grave, de sol mutilado. La impotencia del gesto, la
inanidad de la escritura.

Hay formas de escribir en el agua y hay formas de escribir en el aire. Las palabras se las
va llevando el aire y hay que colocarles pequeñas piedras: pero esas mismas piedras
pueden hundirlas en el agua. Escribir es buscar piedras que pueda llevarse el viento y
que no se hundan en el agua.

Los dedos del hambre buscarán la luz dentro de un guante perdido. Y la palabra ocupará
el fatídico lugar de las desapariciones.

Esta es la existencia: el decurso de un ciclo ciego, de metáforas que se
acuestan en instantes sucesivos de susto y gratificación. Pronto nos asomaremos para
ser revelación en la ventana diciendo: manzana, sol, escritura.

El dolor de sentir cómo viaja la distancia entre dos pensamientos por la luz del cuerpo.
No tener palabras para intuir lo cercano. Palabras que ya no reconocerías si las vieras.

Siempre la claridad viene del otro lado del muro. El poeta es, ahora más que nunca, un
vigilante de la perplejidad.

Me he parado de pronto frente a un punto de luz desconcertante: hace que mis manos
estén repentinamente vacías.

Los pájaros son unidades visibles, se hacen paralelos en la vacilación y el temblor: los
une lo infinito.

Soy amigo del universo entero, e impugno el jardín de la ceniza; para ello escojo su
oscuro cetro de fertilidad apagada.

Me gusta que los árboles se inclinen, de vez en cuando, sobre el papel, para saber lo que
pensamos.

¿Por qué esa evanescencia de los límites que no respetan la memoria, la manera que
tienen de estar en el vacío dejado por las cosas, igual que si esperaran de ellas posturas
imposibles? ¿Por qué esa actitud suya de respirar por las palabras del poeta cuando
ama?

Esbozo un mapa en mi interior para no sentirme solo. Contemplo tristemente la
inmensidad que muestra mi ventana en cada nube, cuando ésta tiene, si piensa en una
forma, el futuro defecto de la inexistencia.

Reunidos por el otoño duermen los pájaros imprudentes del lenguaje, y albergan en su
buche sencillas construcciones de arena. Perseguirán indicios de claridad equivocada.
Su tiempo de vuelo es una sucesión de instantes durante un derrumbe. Es el asombro
que aprende a guardar la verdad en el cristal más frágil.

Es un vaso de agua vacío lo que confunde a la rosa.

Una flor no significa nada, no es una palabra. Pero viene indemne de la raíz y de más
lejos de la duda. Ha cruzado tal vez lo invisible escondida en los cuerpos. Y aprende de
la tierra a ignorar las fronteras.

Esta mañana he introducido mis manos en la nieve; dentro estaban los pasos dejados en
ella por un poema.

Entro en el presente. La duración del sueño arrebata de mis dedos una falsa señal de
vencimiento.

Preparas en el poema el lugar de la revelación, como si en su estertor fuese a aparecerse
toda una naturaleza. Poesía es pensar en la aprehensión del instante y en la profecía del
destello.

Con la sensación de ser un sueño compartido navegan cautelosas pero implacables las
palabras. Llevan la respiración entrecortada de los durmientes contra la pared que
aproxima la noche. El esfuerzo del nadador por alcanzar la orilla en los espejos muertos.

La imagen se comporta como un eco moderno, unifica los vínculos, reconstruye la
memoria y la historia del paisaje. Pero con más de un ojo sobre el viento ya no hay
forma de sostener tanta inmensidad.

La lentitud del poema madura la inconsciencia, detiene el instante del cuerpo y propaga
una muerte veraz en su armonía.

Somos un espectro más en la geometría de las nubes, su tránsito y metamorfosis, el
equipaje de las huellas en la posibilidad última de un movimiento.

La piedra y el filo, el instante y la garganta sin brillo del búho augurando un territorio de
libertad.

No dibujaré nada más en la arena, ni una sola frase. Retrocedo hacia dentro, no queda
ningún reloj en el cuerpo cuando huyo.

Como si no dijese nada entra por la ventana un ritmo puro, sin ningún peso, hacia la
pregunta correcta: una música donde los animales duermen hasta ser fulguración. Se
comprende la luz cuando se ama el interior de las cosas dormidas.

¿Cuántos huecos necesitará el papel para que el poema en él esté completo?

Tocar el tronco despojado de su idioma virginal tras el derribo, como un invidente que
buscara un lugar donde colocar unas alas falsas.

Viajemos con la luz mientras esté enterrada en una mano abierta. La luz es como una
palabra que quisiéramos hacer que existiera dejando el cuerpo fuera del paisaje. Y que
en los excesos de sombra crecieran libros.

Los poetas no somos como el viento, pero han podado árboles en nuestra memoria.

Ventanas que respetarán absurdamente el vacío recogen, al sobrevolarlos,
de la luz inferior de los mapas, remotos vestigios de lo humano.

No puedo alejar de lo cautivo el efecto de mi sombra. El cuerpo lamenta ser un pintor
del desvanecimiento.

Piensa el fuego en su furia delicada. Ha sido en el viaje mismo de perseguir un sueño.
No hay memoria en la luz que lo condena.

Alguien arranca el tacto del viento, y es triste la pureza de un jardín enfermo de horizontes.
Cansado despertar de la ceniza, siente todos los rumbos perdidos de la luz.

Con ramas de un manzano pequeño, yo curaba de su soledad a los guardianes del
incienso. Después protegía de los fantasmas del bosque a los habitantes de la intemperie
que se acercaban a reconocerme.

Mejor abrir más ventanas. Y dejar que la luz pregunte cosas, en la casa del viento sin
interiores.

Escribo silbando por la calle, así abandono el cuerpo en el poema; le ofrece la única
frontera decisiva.

El sueño de la nieve es guardar la luz haciendo de luz en un sobre cerrado. Alguien la
desnudó ahí para que no la viéramos.

Comencemos por fijar el lugar y la atención en una sombra. Allí pondremos lo más
limpio, lo mejor de nosotros: distancia en la palabra, respiración del habla.

Las biografías del poema mienten. El poema cerró los ojos y empezó a escribirme,
borrando del agua mis huellas en el poema que le devolvían los espejos.

Las sombras nos ofrecen su memoria, vigilia de lo vivo. Que emborrone el horizonte en
su vuelo la imperfección de lo que cicatriza; e invente en la noche los caminos.

El lenguaje es la segunda censura la realidad. La primera fue despertar a la conciencia.
Poner palabras en los márgenes de la luz.

De una ventana dormida se escapa la transparencia buscando sus cimientos. Colmo de
lo iluminado. Que el peso de las sombras me meta una cicatriz en cada bolsillo.

Respirar por dentro del cuerpo mantenía el papel en el aire. Escarbaba en la
ventana poniendo en un dedo todo el peso de la luz. Vio que la lluvia se le acercaba.
Quería hablarle. Buscaron juntos el silencio.

Las palabras, como sombras pisadas por la nieve, suciedad de los reflejos.

La nieve no sabía hacer nada. Pero pensaba: “Qué buena sombra da el libro que nadie
ha leído”.

Ahora soy yo un poco más. Persigo la señal. Lo que otros leen es también horizonte.

Desertan los hombres de la luz en el lenguaje. Y de repente todo es presentimiento.
La culpa es del sueño, que trabaja para la rendición y nos hace ser peregrinos de la pureza.

Mancha más la luz cuando es mensajera de la profundidad, ese refugio de lo
desconocido en la condensación del sueño.

Tocar un cuerpo fue como empezar una frase y terminarla a un mismo tiempo.
Entonces, alguien puso una mano en la máscara, y preguntó: “¿Eres un mensajero?”

No me definirá un humo que no cabe en mis manos, ni el aire de lo que cae por dentro
de la luz, iluminando en mí lo que no me ve.

Una línea de sol es insuficiente para tocar el horizonte. Afuera hay demasiada luz sin
despertar. Y una trampa viva en la palabra. En la sombra de la pérdida la permanencia
es más densa.

Los árboles rezando con las manos juntas. Todos queriendo ser lo más alto en lo
invisible.

Cuido de una herida que habla sola. Coincido en la hendidura con el sueño del dolor. La
luz que no está preparada para ser vuelo recorre incansable la corteza del símbolo.