Juan Ángel Torres Salguero

Fundación Ortega MuñozSeparata, SO9

JOSÉ ÁNGEL TORRES SALGUERO

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Fotografía: EDUARDO ACHÓTEGUI

Cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía.
Lloraba porque nunca más volvería a hacerlas...
Ray Bradbury
(Fahrenheit 451

Escribir unas palabras —intentarlo, al menos— desde el desgarro de la muerte, ese es el cometido: una despedida, un adiós, una invocación al ausente. Porque nadie responde ya, jocoso, al otro lado del teléfono, ya no hay línea, no hay llamada ni tono. Sólo ausencia. Al menos ahí quedan sus mensajes, grabados, congelados en la memoria interna, la del aparato y también la mía —sólo suyos, sólo él los enviaba. ¿Cómo poner en palabras el dolor? Difícil tarea, quizá catártica, ya veremos. Luis Costillo, la persona querida, el amigo de corazón. Luis Costillo, el artista de la heterodoxia, el creador inagotable, insobornable. Rememorar ahora lo compartido, vivencias; la mirada inteligente y honesta que ni miopía ni gafas podían ocultar; despertar ecos de su sueño; viajes, conciertos de rock —aquel Berlín de Lou Reed al que querría volver—, lecturas y viñetas; su sonrisa casi tímida pero autosuficiente, inteligente también, como su mirada, sincera siempre. Evocar ahora, ante la cruel desaparición que nos acompañará perpetuamente, y ver clausurado un portentoso proyecto artístico —tenaz e indómito, inabarcable— que recorrió sus años y su vida desde las tabernas hasta los museos, sin importar qué sitio era el uno ni el otro, porque Luis Costillo era libre y libre era su arte. El silencio. Eso será lo más terrible a partir de ahora: el silencio. Ominoso, empecinado, perenne, maldito. Babel silente ¡qué atroz paradoja! La confusión de las lenguas, callada. El permanente bullicio de una mente prodigiosa, detenido y mudo. Fahrenheit y todos sus esbirros, enmudecidos ¡Qué incongruencia! Porque no hubo silencio en su obra, pocas veces lo hubo; pero tampoco grito ni estridencia, sí un incesante rumor, un discurso que raramente alzaba la voz, porque no lo necesitaba. El silencio. Ya no habrá nuevas palabras, ni ideas endemoniadas y brillantes; belleza destinada a salvarnos —de la insensatez humana, de la crueldad del mundo—, a iluminar nuestros pasos en el laberinto de hormigón y neumáticos de nuestros días. Cuánta hoja en blanco, ya para siempre, en su mesa de trabajo. Ya nadie nos advertirá como él, libre y airado, superviviente de sí mismo, de que, a pesar de todas las prescripciones que nos dirigen —rodeadas nuestras vidas de incongruencia— siempre hay salida, un agujero tal vez, un lugar para el inconformismo y la insumisión. Nos quedará, al menos, toda su obra. Toda. Hay una marca de agua metafísica, un marchamo, en el conjunto de su creación, por la que su espíritu, insertado entre líneas, trazos y recortes, se hace reconocible. Desde ahí podemos nosotros mantenernos unidos a él. Es el consuelo, conectar, hacer nuestro su mundo. Sentirnos dichosos por los vínculos que a él nos unieron y desde él, a su vez, a tantas otras personas, buenas y amigas, en las que reconocernos, como una madeja que se expande. Amigos todos ahora más ciegos, más solos y faltos de luz. Faltos de Luis.