Antonio Franco

Fundación Ortega MuñozAyN

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Antonio Franco, director del MEIAC (Badajoz, 1955-2020)

Por ANTONIO SÁEZ DELGADO

Es difícil hablar de Antonio: por la emoción de un día como hoy y por hablar de alguien para quien era muy importante, además de la belleza, la exactitud, la perfección. Y es difícil hoy contar con esa perfección que a él le gustaba…

Antonio era (siempre lo será en nuestra memoria) un amante de la belleza, en todas las formas que nos regala la vida.

Era exigente (con él y con todos) y pulcro, prudente y apasionado, discreto y elegante. También, todos lo sabemos, era a veces amablemente refunfuñón y algo quejica, formaba parte de su carácter. Era, como dice el poema, fieramente humano. Era recto, en el sentido más noble de este término. Un hombre de principios y convicciones firmes.

Tenía juicios y opiniones certeras sobre muchas cosas: sobre arte, como es natural, pero también sobre la cultura en general, y sobre la extremeña en particular. Le preocupaba cómo la cultura puede transformar la vida, nuestras vidas.

Podríamos decir, sin faltar a la verdad, que gracias a Antonio el MEIAC, que fue para él una auténtica forma de vida, es hoy un museo de referencia conocido y respetado dentro y fuera de España.

Pero yo querría decir más: Antonio es, a mi juicio, la persona que más y mejor ha pensado Extremadura en las últimas décadas, aquella con un discurso más estructurado y lúcido sobre cómo es nuestra tierra, sobre cómo ha sido y cómo podría ser, y por qué la cultura es fundamental en el proyecto comunitario del que todos formamos parte.

Sabía todo sobre cualquier artista o escritor que hubiese pasado por aquí, y lo recogía todo en su archivo personal, que es algo así como la mejor memoria colectiva de Extremadura.

Y toda esa erudición la vestía siempre con ropas de diario: detestaba la pedantería, las palabras altisonantes, los excesos verbales o visuales.

Antonio era un hombre elegante, sin duda, en todo cuanto hacía. Alguien que sabía hacer mucho con poco, sagaz y agudo, con una ironía inteligente que se le salía por los ojos.

Recuerdo su mirada, incisiva, cómplice, amigable, discreta.

Conversador ameno e incansable, Antonio era un amante de la vida. Con él hemos comido, hemos bebido, hemos hablado de cuadros y de libros, hemos viajado y hemos imaginado mil proyectos culturales.

Antonio era, sobre todo, alguien fiel a sus convicciones y machadianamente bueno. Un intelectual profundamente humano. En nuestras conversaciones, con frecuencia, cuando me hablaba de alguien, terminaba diciendo: “es una buena persona”. Todos los hombres o mujeres que me he encontrado a lo largo de mi vida que se refieren a alguien como “buena persona” lo son también. Es el caso de Antonio.

Por eso, el recuerdo que guardaré de él es el de un brindis por la vida, esa vida que ha compartido con todos nosotros, familiares y amigos. Un brindis largo, eterno, gozoso, de celebración de lo bello, de lo que da sentido a la vida. Un brindis pronunciado con su voz inconfundible, en voz baja, susurrante, como se dicen las palabras más importantes de nuestra vida.

A nosotros nos cabe ahora la responsabilidad de recordarlo, y de estar a la altura de su legado intelectual y humano. Lo recordaremos sonriendo, burlón, rodeado de cuadros y papeles, hablando con pasión de su último descubrimiento artístico o literario, que no tardaba en compartir, porque la cultura solo alcanza su verdadero sentido cuando se comparte, y eso Antonio lo sabía bien.

Ese es el legado que nos toca administrar: el del hombre de cultura y también el de los afectos, los dos en uno, siempre unidos, imposibles de separar, que quedarán para siempre en nuestros corazones: gracias, Antonio.