Philippe Jaccottet

Fundación Ortega MuñozConversaciones

Conversación con
Rafael-José Díaz

Paisajes del poema: Cuatro preguntas a Philippe Jaccottet

Selección y traducción de Rafael-José Díaz
octubre, 2010


La naturaleza está en el centro de su obra. ¿Puede imaginarse una poesía en la que la naturaleza estuviera ausente?

Creo que esta es una de las fuerzas de la poesía, y sin duda una de sus ventajas. Porque la poesía, de una manera u otra, nos une siempre con lo que en otro tiempo se llamaba el cosmos, una palabra muy rica, que quiere decir al mismo tiempo belleza, adorno, equilibrio, profundidad… Cuando leo poemas que me gustan siempre tengo la impresión de estar abriendo una ventana, de volver a vincularme con el mundo exterior, con el afuera, con lo más próximo o con lo más lejano. La poesía urbana es lo mismo. En Baudelaire es magnífica. Sin embargo, no es la naturaleza en el sentido del paisaje o del campo, es el Sena, las casas de París, los cafés, pero es también el mundo exterior, un mundo concreto que está ahí, salvaguardado y al mismo tiempo puesto de nuevo en contacto con lo que en nosotros es más interior. Cuando yo era adolescente no me gustaba demasiado la naturaleza, me forzaba a amarla imitando a Gustave Roud. La mirada del adolescente poeta está a menudo vuelta sobre sí mismo, hacia el interior, y descuida a los demás. El equilibrio que encontré al casarme me permitió mirar mejor hacia fuera e interesarme menos por mí mismo. Entonces hubo una especie de choque, casi milagroso, en el descubrimiento de lo que podía ser un paseo por los campos, el placer de caminar junto a un río…

¿Cómo es posible sentirse hasta tal punto alimentado, conmovido, reconfortado, con esa relación con el mundo natural?

Tenía ganas de celebrar lo que para mí pertenecía al orden de la felicidad, y al mismo tiempo de comprender lo que me ocurría, de asegurarme de que no cedía a una exaltación un poco vana, o al deseo de huir de la actualidad y de la historia. Debo de tener un antepasado que se llama Rousseau, quise releer Las ensoñaciones del paseante solitario, libro admirable pero en el que, en el fondo, Rousseau habla mucho de sí mismo y muy poco de la naturaleza. O bien habla como botánico, herboriza. Lo que he intentado hacer es buscar las razones de mi emoción ante un vergel de membrillos, por ejemplo. Pocos poetas han hablado de este modo. No hago de ello un mérito, pero lo constato como algo bastante singular.

En lo que concierne a su obra, para las prosas y para los poemas, ¿cómo definiría el paso entre su percepción de un lugar, lo que le ha hecho una señal, y la escritura; entre el paisaje real y la escritura del paisaje?

Esta es toda la aventura de mis libros a partir de El paseo bajo los árboles y, por tanto, de los libros que he escrito desde que empecé a vivir en Grignan, y que representan más de la mitad del conjunto. Por un lado, están los poemas en sentido estricto, y por otro esa sucesión de libros que intentan recobrar en el fondo casi siempre lo mismo, pero que intentan recobrarlo porque la experiencia misma ha sido vivida con frecuencia y ha llegado a ser para mí absolutamente central. En esas prosas, a partir de un encuentro que podría denominar de un modo general como “iluminador”, he intentado delimitar con las palabras esos momentos vividos como pequeñas epifanías, a menudo muy modestas, pero que me parecía que encerraban una especie de habla absolutamente esencial. Esos momentos eran los de los paseos sin meta, sin intención literaria, evidentemente, que me ponían en contacto inmediato con el mundo natural. Me asombraba la intensidad de la emoción que esto producía en mí, al principio totalmente sorprendente, y luego ya un poco menos porque se repetía. Mi escritura se singulariza, tal vez, por el hecho de que excava esa experiencia con el doble fin de decirla y de hacerla brillar. Me parece esencial hacer brillar lo que nos ha sido dado, por razones profunda y esencialmente humanas, sobre todo para oponerse al nihilismo. En consecuencia, se ha vuelto para mí absolutamente indispensable decir esa experiencia y ―puesto que no soy alguien extático sino más bien

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ponderado y reflexivo― también intentar comprender lo que todo eso significaba, determinar si era realmente legítimo conceder tanta importancia al encuentro con una flor o con una pradera. Se puede hablar más de trabajo para las prosas que para los poemas, en la medida en que estos últimos se dan generalmente en un único impulso, en cantos muy breves o más largos y confusos pero que se desarrollan de principio a fin, con una continuidad sostenida por la emoción. En las prosas, la parte de la reflexión, de la búsqueda de la palabra justa, del retoque está a la vista, forma incluso parte del texto. El trabajo de estas prosas era, por tanto, intentar delimitar exactamente lo que me había ocurrido, lo que había visto, decirlo lo mejor posible. Sigo dándome cuenta de que es extremadamente difícil. Sin embargo, no es una investigación sobre las palabras, un trabajo de elaboración puramente literaria a la manera de Flaubert, lo que resuelve la cuestión. Al contrario, me digo con frecuencia que la dificultad de hacer que pase a las palabras esa fascinación está mejor resuelta cuando la imagen, la metáfora, o también una cadencia, me son dadas casi por sí solas, mientras me dejo arrastrar por la ensoñación. Tampoco se trata, evidentemente, de resolver esto encontrando la clave de lo que esa experiencia significa, sino de buscar la palabra para decirla de modo que no me sienta demasiado insatisfecho del resultado y que tenga la impresión de que algo esencial ha pasado a esas páginas.

Algunos le reprochan que se pasee bajo los árboles y no entre los hombres.

Desde luego. Bueno. Cada uno, en principio, tiene su naturaleza. Hoy en día pienso que hay que comprender bien lo que significa pasearse bajo los árboles. Quiero decir que no se trata en absoluto de escapar de la condición actual y, como le digo, esto ha ocurrido por sí solo. Efectivamente, soy, en una cierta medida, un hombre de soledad, aunque tengamos muchos amigos aquí en Grignan y nuestra vida no sea del todo una vida de ermitaños; además, estoy casado, tengo hijos, llevo una vida humana y cotidiana. Simplemente, me he dado cuenta de que, cosa extraña, en algunos paisajes he encontrado interrogaciones que me han sido planteadas, a las cuales no podía sustraerme y que casi se han confundido con las interrogaciones mismas del trabajo poético y de la poesía. Naturalmente, esto debía de corresponderse a algo que había en mí, pero me parece que si algunas páginas de esos libros están logradas es porque les hablan a los demás hombres y no a los árboles o a las cosas; o, al menos, así lo espero.

¿Y piensa que la libertad interior que habita en usted, que ha habitado en otros poetas, es algo necesario al poeta y al artista?

Sí, creo que es el centro mismo de la poesía; la poesía tiene como uno de sus méritos esenciales ser una palabra libre, quiero decir libre menos en el sentido político en que se entiende de ordinario cuando se habla de libertad, o incluso en el sentido moral en relación con las reglas existentes, que libre en relación con los clichés, con las convenciones, libre en relación con el lenguaje de los periódicos, con el lenguaje de los políticos, en relación con todo lo que nos encierra y nos ahoga, hasta el punto de acabar casi destruyendo lo esencial de la vida. Por muy modesta que sea una obra poética, si tiene algún valor, si existe, es evidentemente una de las armas de la libertad, incluso sin que su autor lo sepa o sin que haya pensado en ello. Aporta una respiración, ayuda a la respiración profunda del hombre de una manera o de otra.